Florencia, 1512
Cuando en junio de 1815 Napoleón Bonaparte huyó con su ejército en desbandada tras ser derrotado en Waterloo, dejó abandonado un curioso documento manuscrito. Era su propia traducción de El Príncipe, de Nicolás Maquiavelo, profusamente anotado con sus observaciones personales. Algunas de ellas resultan casi cómicas en su brutalidad, pues revelan cómo despreciaba la aparente timidez del autor florentino, su modestia de funcionario. En su vanidad sin límites, el emperador comparaba las recomendaciones del florentino, que la posteridad consideró terriblemente maquiavélicas, con su propio proceder extremo en la conquista de Italia, haciendo una analogía perfectamente anacrónica de su actuación con lo que sucedía tres siglos antes, cuando Maquiavelo escribió su libro. La república de Florencia era entonces una de las ciudades-estado del norte de Italia más prósperas y prestigiosas después del largo gobierno de Lorenzo de Médici El Magnífico. Seguía empeñada en someter a toda la Toscana bajo su hegemonía, enzarzada en una larga guerra contra la ciudad de Pisa y tratando de controlar a Lucca, Siena, Volterra y los demás micro-estados un día poblados por los etruscos. Al mismo tiempo, se encontraba peligrosamente incómoda en medio de una pugna generalizada de las potencias europeas por el control de Italia: aliada a Francia contra austríacos y españoles, amenazada por los ejércitos del papa Alejandro VI bajo el mando de su hijo César Borgia. Maquiavelo vivió inmerso en toda esta turbulencia como diplomático y como estratega.
Uno de los apuntes de Napoleón que más llama la atención se refiere a una conversación en la que Maquiavelo dice al “cardenal” Cesar Borgia que si los franceses hubieran tenido inteligencia en las cosas del estado habrían impedido al Papa conseguir tan grande incremento de su dominio temporal. “¿Era menester más, se pregunta el emperador, para que Roma anatematizara a Maquiavelo?”. Concentrada aquí en pocas palabras está toda la tradicional inquina que el escritor florentino ha inspirado a eclesiásticos y teóricos cristianos de la política desde que su pequeño manual para príncipes fuera incluido en 1559 en el Index de libros prohibidos por la Iglesia católica. Es cierto que Maquiavelo consiguió que Jakob Burkhardt viera en su concepción del estado una auténtica obra de arte. También que Giovanni Papini lo presentara con admiración en su Juicio Universal como supremo artista de la palabra. O que Gramsci viera en su concepción del príncipe proporciones míticas y en el propio Maquiavelo poco menos que un precursor de Lenin. Pero, por lo demás, el florentino fue denostado con práctica unanimidad con todos con epítetos imaginables, donde lo mínimo que se dice de él que es el “anticristo”, que escribió bajo la mano de Satán, que fue un maestro del mal, un escritor descreído y deshonesto. Bertrand Russell calificó la obra de “ un manual para gangsters” y para todos el nombre de Maquiavelo merece haberse transformado en un adjetivo peyorativo: maquiavélico, equivalente a un “modo de proceder con astucia, doblez y perfidia”, según el diccionario de la RAE.
¿Quién fue este personaje capaz de despertar tanta pasión y tanto desprecio? Fue simplemente, como sugiere Napoleón, un funcionario competente aunque de segundo rango en una república en guerra permanente. Hijo de un abogado florentino de clase media, se educó en letras clásicas en el momento ideal para ello, en la ilustrada Florencia de Lorenzo de Médici, patrón de las artes y de la más alta intelectualidad de la época. Cuando se proclamó la república de Florencia tras la muerte de Lorenzo en 1492, Nicolás Maquiavelo consiguió un puesto en la Segunda Cancillería a la sombra del confalonière Piero Soderini, que sucedió al explosivo dominico Savonarola tras su excomunión y ejecución sumaria por querer reformar las costumbres del clero y los fieles florentinos. El joven Maquiavelo tenía 25 años y un talento indiscutible. Siempre en una posición discreta, pues no accedió al rango de embajador, se le encomendaron delicadas misiones diplomáticas ante las ciudades en pugna con Florencia, Lucca en particular, y ante la corte de Francia y el Vaticano. Viajó también a Ginebra con un encargo para el emperador austríaco Maximiliano I y tuvo varios encuentros con César Borgia, que quería recuperar para la Iglesia el control de los estados pontificios y presionaba a Florencia, que era una ciudad independiente pero partidaria del papa, pues se había enriquecido financiando sus batallas y sus vicios. En la guerra que enfrentaba a la república con la ciudad portuaria de Pisa, Maquiavelo tuvo relevantes tareas de estrategia militar. Creó una milicia nacional florentina pues era partidario de prescindir de los condottieri y sus indisciplinadas tropas de mercenarios. Incluso llegó a proponer a sus superiores un plan para sofocar económicamente a la ciudad, bloqueandola por mar y desviando el curso del río Arno para dirigir su desembocadura hacia el sur, en las cercanías de Livorno. Sus servicios eran apreciados y sus largos informes denotaban grandes dotes de observación política y un estilo claro y elocuente, que había practicado en algunas incursiones tempranas en la literatura.
Cuando las circunstancias políticas provocaron la caída de la república de Soderini y la restauración de los Medici apoyados por el papado, Maquiavelo, que se consideraba un honrado servidor del estado, intentó seguir en cargos de responsabilidad. No lo consiguió y tuvo que aprender la amarga lección del sectarismo, pues se le consideraba un “muñeco” de Soderini. Fué destituido de su cargo y confinado a Florencia para mantenerlo alejado de su protector. Acusado después oscuramente de conspirar contra el nuevo poder e interrogado bajo tortura, tuvo que retirarse a una casa propiedad de su padre en San Casciano, una aldea cercana a la capital. Allí, con pocos recursos económicos y gran nostalgia de su anterior vida de acción, pudo dar desahogo a su amargura y empleo a su talento literario escribiendo El Príncipe y Los discursos sobre la primera década de Tito Livio, los dos libros que le han dado tan mala fama y que la posteridad ha reivindicado por su interés y calidad. En una expresiva carta a su amigo Francesco Vettori explicó las circunstancias en que produjo tan importantes obras: empezaba la jornada con trabajos varios del campo para ganar el sustento de su familia. Más tarde se distraía leyendo a sus poetas preferidos, Dante y Petrarca, y luego platicaba y jugaba en la taberna del pueblo con los campesinos. Al final del día se retiraba a la intimidad, se engalanaba con los hábitos curiales que usaba en sus tiempos en la Cancillería y, tras invocar la inspiración de los clásicos, se entregaba al placer de escribir.
El resultado de estos ocios tan fecundos fue un resumen, aparentemente contradictorio, de sus lecturas y de su experiencia en la diplomacia y la administración. En efecto, por un lado exaltaba en Los discursos la grandeza de la República romana, tal como la describió Tito Livio, una vez que se liberó de los reyes primitivos. Maquiavelo la presentó como el régimen político ideal, equilibrado en su distribución del poder entre las diferentes clases sociales, favorecedor de las virtudes cívicas en la confrontación ordenada de sus intereses, dinámico y previsor de las situaciones excepcionales que pudiera exigir la expansión territorial gracias a la institución de la dictadura temporal. Este régimen, según Maquiavelo, es el mejor para evitar la corrupción, un concepto clave, que aqueja a una sociedad como consecuencia de la decadencia de las antiguas costumbres y lealtades, cuando los ciudadanos persiguen sus intereses y arriesgan la seguridad de todos por el beneficio de unos pocos.
Ahora bien, cuando la vida en común se “privatiza”, sigue razonando Maquiavelo, el estado se debilita internamente por la pugna entre facciones y es presa de las ambiciones de otras potencias. Entonces puede hacerse necesario que un príncipe tome las riendas del poder. El pequeño manual escrito originariamente sobre “los principados” pretende instruir sobre el método para conseguir el poder y mantener el estado. La clave del buen gobierno está en el método, que Maquiavelo explicó con conceptos que, aunque no eran nuevos, en su pluma adquirieron un significado distinto del que tenían en los clásicos Aristóteles y Cicerón y en los dictatores (maestros en el arte del dictamen) del humanismo renacentista que habían teorizado contra la tiranía. El príncipe ideal se distingue por su virtú, un concepto de difícil traducción que abarca a las cualidades de la sabiduría, la prudencia y la determinación, los valores que permitieron a la República romana mantener su seguridad y expandirse en su empresa imperial. La fortuna, una diosa imprevisible en la mitología greco-romana, puede interferir en el curso de los acontecimientos pero el príncipe debe ser lo suficientemente previsor y fuerte como para desactivar sus veleidades y sorpresas. En fin, dado que el valor supremo es la grandeza del estado, hay que perseguirlo sin reparar en los medios necesarios: “si el hecho te acusa, el resultado te excusa”. En efecto, la necesidad puede obligar a actuar de un modo contrario a los valores cristianos de veracidad, humildad y caridad. La virtú es la virtud pagana, la única que se adecúa en política a la verdad efectiva de la cosa. No es que Maquiavelo despreciara las virtudes ordinarias de la moral, cristiana o laica, sino que en aras a la defensa de la seguridad y grandeza del estado consideraba necesario estar dispuesto a aplicar la maldad y el crimen: la república ideal o el príncipe necesario tendrán que tener flexibilidad para adaptarse a las exigencias de cada momento.
Virtud, fortuna y necesidad son, pues, los conceptos básicos que Maquiavelo desarrolla en sus dos tratados, apoyándolos siempre en ejemplos sacados de la literatura clásica pero sobre todo de su propia experiencia como diplomático y administrador. No ocultaba su preferencia por los métodos drásticos de Moisés, Rómulo o Teseo cuando fueran necesarios. Tampoco su fascinación por los poderosos que pudo conocer personalmente, como el propio César Borgia, a pesar de que él como ciudadano no compartía su crueldad y desenfreno: pensaba simplemente que aquellos que quisieran respetar escrupulosamente las exigencias de la moral cristiana no tenían lugar en la política y debían retirarse a una vida alejada de las responsabilidades públicas más altas.
Maquiavelo era un práctico, no un filósofo ni un historiador profesional. Escribió sobre su propia experiencia aunque la envolvió en referencias y generalizaciones que permiten considerarlo un teórico de la política. Sus escritos presentan a veces contradicciones y han dado lugar a múltiples interpretaciones: ¿era republicano o monárquico? ¿cristiano o ateo? ¿teórico o práctico? En el fondo, todas estas dudas a la hora de encarar la obra del florentino se deben a su radical “originalidad”, tal como la resaltó especialmente Isaiah Berlin. Una de las más arraigadas concepciones de la filosofía occidental desde Platón hasta Petrarca se basaba en la idea de que un único principio regula la naturaleza y el destino de la humanidad, una razón impersonal, o un creador si se prefiere, que determina cuál sea la función de todas las criaturas, a semejanza de la estructura de un edificio o la armonía de la música. La idea monista de un orden universal está en la raíz de todo racionalismo, ya sea religioso o ateo, metafísico o científico, trascendental o naturalista. Pues bien, esta construcción granítica saltó por los aires cuando Maquiavelo, quizá sin ser consciente de ello y desde luego sin pretensiones filosóficas o sistemáticas, expuso lo evidente, lo que él había visto y vivido: cómo funciona el mundo de la política en la realidad. No es que despreciara las virtudes de la moral ordinaria, cristiana o laica. No confundía el bien con el mal ni trataba de defender el mal frente al bien, simplemente exponía el único método capaz, según él, de conseguir el objetivo de un estado fuerte frente a amenazas de disensión interna o de peligros exteriores. Maquiavelo aplicó tempranamente el pensamiento complejo, según el cual dos proposiciones contradictorias pueden ser verdaderas a la vez. Ninguno de los pensadores anteriores se había atrevido a afirmar que pudieran existir fines diferentes, capaces de justificar cualquier medio para conseguirlos, que fueran igualmente definitivos y al mismo tiempo incompatibles entre sí. La moral cristiana, propia de la vida privada, era igualmente válida que la moral política, pero ésta era la única eficaz para el mantenimiento del estado.
Maquiavelo lo veía como la cosa más evidente y no parece que sufriera por ello ni que estuviera proponiendo una u otra opción como la ideal. La radicalidad de su visión acompañada de la naturalidad con que la expuso es lo que resultaba tan difícil de digerir. Por ello dió lugar a tantas interpretaciones que quisieron negar coherencia a su pensamiento, cuando no condenarlo como herético, casi sacrílego. Nadie consiguió ser detestado, escribió Philippe Sollers, con tanto éxito. Gracias a la amnistía decretada por el papa León X (otro Medici) tras su elección en 1521, Maquiavelo fue poco a poco rehabilitado y pudo volver de su exilio a Florencia y obtener encargos menores, entre los que estuvo el de escribir una Historia de Florencia y un manual dialogado sobre el Arte de la Guerra, estudios de valor considerable. Produjo también otras obras de literatura, como la exitosa comedia La Mandrágora. Murió el 21 de junio de 1527, poco después del saqueo de Roma por las tropas imperiales, acompañado por su familia y confortado por los santos sacramentos.
(Nuevos papeles de Volterra)
(MAQUIAVELO, Nicolás: El Príncipe, comentado por Napoleón Bonaparte; Austral, Madrid, 1957.–Id. Discursos sobre la primera décad de Tito Livio; Alianza editorial, Madrid, 1987.–AGUILA TEJERINA, Rafael: Maquiavelo y la teoría política renacentista; en Historia de la teoría política 2, ed Fernando Vallespín; Alianza editorial, Madrid 1990.–HALE, J.R.: Machiavelli and Renaissance Italy; Pelican, Londres 1961.–BERLIN, Isaiah: The Originality of Machiavelli; en The proper Study of Mankind; Vintage Books, Londres 2013)