Isla de Trinidad, 1845
Cuando Gran Bretaña abolió la esclavitud en 1838 tuvo que sustituir a los afroamericanos liberados por millones de trabajadores procedentes de sus colonias de Asia del sur, a quienes desplazó a Malasia, Fiji, Surinam, Guayana, las Antillas británicas y las colonias en África. Se les ofrecía un contrato de servidumbre temporal (indenture) con traslado pagado pero sin salario, con posibilidad de volver a los lugares de origen al término del plazo establecido, o bien quedarse en sus nuevos hogares cultivando pequeñas explotaciones agrícolas. El primer barco con este tipo de cargamento llegó a la isla caribeña de Trinidad en 1845 con un contingente de 231 indios y el tráfico se mantuvo al menos hasta 1917. El abuelo del escritor N. S. Naipaul, premio Nobel de literatura en 2001, llegó con un grupo de estos inmigrantes a Puerto España, la capital de la isla de Trinidad, que conservó el nombre cuando esta pasó a inglesas en 1802. El viejo Naipaul llegó con toda su familia y todos los objetos y enseres que pudieron cargar, con la intención de reproducir en la nueva tierra lo más posible de su cultura, en un tránsito que el escritor caribeño describió como An Area of Darkness: un espacio de tinieblas, una huida hacia lo desconocido. El libro que así se titula, publicado en 1964, relata el año que Naipaul pasó en la India, después de haber estudiado en Oxford becado por el gobierno colonial. Fue su primer encuentro con la patria de sus antepasados y la impresión del joven escritor fue de profundo asombro ante lo que vió: un mundo desconocido para él. Viniendo de una pequeña colonia en una isla paradisíaca poco poblada y de vida parsimoniosa, donde los suyos pudieron continuar con sus costumbres bajo la protección británica, nuestro autor tuvo que enfrentarse al caos y la enorme variedad del subcontinente indio, con todas sus religiones, lenguas, razas y castas. Su reacción no pudo ser más amarga.
La diáspora de estas poblaciones a lugares tan lejanos y distintos tenía necesariamente que suponer una ruptura con sus modos de vida originarios. Al fin y al cabo, venían también de lugares y culturas diferentes dentro de la India. Sólo los que se dedicaron al comercio y mantenían el contacto entre su país de origen y los puertos cercanos de Malasia, Birmania y el África oriental pudieron conservar el sistema de diferenciación social por castas con una relativa pureza. En el resto de los nuevos asentamientos mucho tuvo que cambiar. La rígida jerarquía de las castas empezó a diluirse, a hacerse ininteligible para los emigrados lejos de su medio natural que era el de las pequeñas comunidades rurales del subcontinente. Por falta de personal, cuenta Naipaul, la pequeña comunidad en la que su familia se insertó en algún lugar de Trinidad tuvo que prescindir de la casta de los barrenderos. Él creció en la confusión, educado sin mucho apego por la religión de sus mayores, el hinduismo. Pero percibía muy claramente la diferencia con los indios musulmanes que también se llevaron su religión en el traslado a Trinidad. Le incomodaba además no poder librarse de su pertenencia a una determinada casta, que seguía siendo el vehículo principal de la identificación social. Relata Naipaul una anécdota que muestra que la transferencia de un pequeño pueblo de Uttar Pradesh, en el noroeste de la India, a la lejana Trinidad no acabó del todo con las costumbres ancestrales. Siendo aún niño quiso pasar inadvertido pero no pudo evitar que un compañero de la escuela le reconociera con respeto como “un verdadero brahmin”, la casta más alta. La casta en Trinidad no era igual a la casta en la India, no suponía una separación tan brutal, pero seguía presente. Él no quería saber a qué casta pertenecía cada cual, quería liberarse del sistema. Pero no lo conseguía y encima no comprendía por qué el ser reconocido como superior le producía una íntima satisfacción.
Se comprende que sufriera un choque violento cuando viajó a la India y tuvo que zambullirse en un mundo que, a pesar de ser el de sus raíces, percibió con disgusto como ajeno, dominado por el desorden, la suciedad y la injusticia. El libro es un recital de los defectos de la sociedad india cuya crudeza Naipaul no esperaba encontrar, de su decepción al comprobar la presencia, prácticamente inmutable, de la separación de las castas y la desconfianza cuando no hostilidad entre ellas. A pesar de los esfuerzos oficiales por abolirlas a partir de la emancipación en 1947, los dirigentes de la India independiente siguieron perteneciendo a la casta superior, como Naipaul, y sólo muy recientemente se fue abriendo el espacio del poder político a las castas inferiores. El sistema era y sigue siendo en la práctica la estructura invariable de la sociedad india. Entroncado en la milenaria religión hindú, esta organización suponía una estricta división del trabajo y llegó probablemente al subcontinente traída por las tribus arias que lo invadieron casi dos mil años antes de nuestra era. Las numerosísimas castas, más de tres mil, son la subdivisión de cuatro varnas o ramas separadas de acuerdo con un criterio de pureza religiosa. A las dos superiores, la de los sacerdotes y la los guerreros, pertenecen aquellos que se han reencarnado dos o más veces. Les siguen la de los trabajadores y la de los sirvientes. Y más abajo se sitúan los parias o intocables, que no tienen casta. Cada persona nace y muere en una casta determinada, la que le corresponde por la conducta que ha observado en su vida anterior, y cada casta tiene sus propios rituales y dioses, su territorio, sus normas matrimoniales y sus tabúes sexuales y alimentarios. Sólo si el individuo cumple estrictamente las prescripciones de su casta puede aspirar a elevarse a una superior…en una vida futura. No puede cambiar en vida porque lo que prima en la sociedad india es el grupo y no el individuo, al contrario que en nuestro mundo donde se supone que éste ocupa el centro del universo. En Occidente existieron sin duda las castas y de alguna manera han sobrevivido en algunos comportamientos sociales, pero con el tiempo se fueron diluyendo en clases sociales, más permeables y desprovistas de la fuerte connotación religiosa y cultural de las castas. La India, con su estricto sistema de división prácticamente intacto, pudo absorber las grandes invasiones históricas, la de los árabes musulmanes, la de los mongoles. A todos los integró en su sistema ancestral…menos al Imperio británico.
En el siglo XVIII, los ingleses mantuvieron con los franceses una larga guerra por el dominio de la India (1740-1763) de la que salieron victoriosos. Entregaron la colonización, con plenos poderes, a la Compañía de las Indias Orientales hasta que en 1857 el Imperio tomó el control directo nombrando un virrey. La India fue unificada políticamente y dotada de una administración central, superando los históricos vaivenes entre reinos independientes e imperios invasores. Se generalizó la educación británica, se conectó el país por una amplia red ferroviaria. Eso sí, los ingleses no tocaron el complejo entramado social, ya que no llegaron con afanes misioneros. Al fin y al cabo las castas proporcionaban una estabilidad social muy conveniente, daban seguridad a los integrantes de cada grupo y estaban tan enraizadas que les hubiera sido casi imposible suprimirlas aunque hubieran querido. El imperio dominó al gran subcontinente hasta 1947 con una mezcla curiosa de paternalismo distante y sincero espíritu de servicio, asumido por los numerosos militares y funcionarios que se desplazaron con sus familias para controlar tan enorme espacio. Al propio Naipaul le sorprendió la pomposidad artificial de los edificios creados por el Raj, como se llamó al Imperio, muy distante en su estética de lo que él había vivido en Trinidad. Los ingleses quisieron realmente poner orden con un sentido reverencial de la ley que chocaba frontalmente con el desorden aparente de la India. Al contrario que otros imperios invasores, que no habían podido sustraerse a la continuidad de costumbres y religiones milenarias, los británicos consiguieron no mezclarse. Sólo querían control económico y orden público y consiguieron mantenerlos durante casi dos siglos.
Una versión muy distinta de todo ésto a la de Naipaul nos presenta Rudyard Kipling (1865-1936), el Cantor del Imperio, como popularmente se le denomina. A Naipaul le duele como indio emigrado de tercera generación el atraso que encontró en el país de sus mayores en comparación con la relativa armonía de la plácida isla de Trinidad. Kipling, que también recibió el premio Nobel (1907) fue un típico inglés colonial y ofreció una imagen matizada del gran país asiático. Había nacido en Bombay en 1865 y su padre era uno de tantos militares destacados en La joya de la corona, como llamaban los ingleses a la India. Se educó en Inglaterra a partir de los seis años y volvió a su país de nacimiento en 1882, donde trabajó como periodista en la ciudad de Lahore (actualmente en Paquistán). Gracias a su conocimiento del idioma hindi, absorbió todos los matices de la civilización india, que entendió probablemente como nadie y supo reflejar con auténtico virtuosismo literario. Educado en el seno de una familia militar y en el rigor de una escuela inglesa concibió un amor muy imperial por la ley y el orden, británicos por supuesto, en el sentido que esta palabra adquirió en el ámbito colonial: como un especial “estado de ánimo”. Su visión puede entenderse como el perfecto espejo del encontronazo entre el orden británico y la cultura local que Naipaul sintió, cuando pudo observar de cerca sus efectos, como una “violación”, una presencia extranjera empeñada en mantener su identidad e ignorar la cultura de la India como algo ajeno que no vale la pena asimilar.
Todo ello está en Kipling, que no pudo describirlo con mayor generosidad y exactitud, con una cierta vulnerabilidad embarazosa. Era un verdadero conocedor, al contrario de los románticos que hablaban de oídas del exotismo imaginado por los exploradores antiguos, diferente también de la visión de los escritores contemporáneos suyos como Pierre Loti o Hermann Hesse que viajaron a la India para “buscarse a sí mismos” en contraste con el Oriente de los orientalistas. Kipling, como reconoce el propio Naipaul, no fue un imperialista al uso. En sus obras inspiradas en la India el administrador inglés aparece como un intruso que presume de su riqueza y su poder sin poder ocultar una cierta incomodidad, como un exilado que se siente incomprendido tanto por sus compatriotas como por los nativos a los que ha venido a “civilizar”. Su obra más extensa, la novela Kim publicada en 1901, revela esta interesante ambivalencia. Al tiempo que una aventura de espionaje con ribetes picarescos es también un relato de iniciación en el que la civilización de la India se nos aparece sutilmente como superior en comparación con el prosaico mundo occidental. El protagonista es un joven de padres irlandeses criado como indio, un hindú sin casta que se siente extraño al sistema. Pero cuando se encuentra al Lama, el buscador espiritual al que va a servir, lo primero que hace, precisamente, es preguntarle a qué casta pertenece. A Kipling no le cabía duda del derecho que tenía el Imperio para dominar a la India, nada más natural. Y sin embargo, los ingleses de la novela, el coronel del regimiento, el sacerdote católico y el pastor protestante no son personajes simpáticos o atractivos, al contrario que el Lama. Éste profesa al joven, a pesar de su ambivalencia como indio-irlandés, sentimientos de una ternura paternal que no resulta fácil encontrar en la literatura inglesa de la época entre personas de tan diferente condición.
Más representativo quizá de esta ambivalencia ante la realidad colonial es Gunga Din, un poema que Kipling incluyó en la colección de Baladas del Cuartel. El protagonista-narrador es un soldado irlandés que evoca la figura de un indio de casta baja, cuyo oficio exclusivo consiste en abastecer de agua a los soldados y oficiales de su unidad. Le tratan con esa mezcla de desprecio y afecto condescendiente que fue tan característica de la actitud del inglés hacia los indios. En su lenguaje cuartelero, exigen los servicios del modesto aguador con prisas y burlas, con insultos casi simpáticos. Tras tomar parte en varias batallas sin dejar de servir agua a sus jefes, el pobre paria muere en una acción militar. El narrador lo recuerda al final del poema con una frase reveladora: por el Dios que te creó, ¡tú eres mejor persona que yo, Gunga Din!. La incomodidad de Kipling ante el comportamiento de sus compatriotas no fue suficiente. Lo admiraron como literato T.S.Eliot y Somerset Maugham, pero en política era demasiado conservador para no atraerse las críticas de George Orwell o de H.G. Wells desde la izquierda cuando, al final de la era victoriana, empezaba a ponerse en cuestión el “imperialismo” del Imperio.
P.S.- En 1939 el director y productor estadounidense George Stevens llevó a la pantalla su propia versión de esta pequeña historia, con Cary Grant en el rol principal. El destacamento al que sirve Gunga Din se enfrenta a una secta hindú rebelde, misteriosa y violenta. El pobre indio, convertido aquí en corneta del regimiento, muere acribillado a balazos cuando, desde lo alto de una pagoda, intenta avisar a su tropa de un ataque enemigo. Se cuenta que antes de empezar el rodaje de esta costosa cinta de aventuras, un incendio destruyó por completo los decorados de palacios y templos de cartón-piedra y estuvo a punto de dar al traste con la película. Imposible no recordar aquí la parodia que de este episodio desastroso hizo Blake Edwards en el prólogo de su film El guateque, de 1968. Incluye la destrucción de los decorados y la muerte del corneta, un extraordinariamente cómico Peter Sellers caracterizado como indio, cuando desde lo alto de una loma intenta avisar de la llegada del enemigo.
(KIPLING, Rudyard: Kim; Bantam Classics, Nueva York 1983.–Id: Obras escogidas; Aguilar, Madrid 1956.–NAIPAUL, N.S.: An Area of Darkness; Pelican Books, Londres 1968.–BENDIX, Reinhard: Max Weber. An Intelectual Portrait; Anchor Books, Nueva York, 1962.–PAZ, Octavio: Vislumbres de la India; Seix Barral, Barcelona 1995.–BIARDEAU, Madeleine: Inde; Petite Planète, Bourges 1958)