Roma, 27 a. C.
El Imperio romano tuvo unos inicios desconcertantes. Sus cimientos se alzaron sobre el Principado de Augusto, un régimen muy difícil de definir, pues estaba construido sobre un poder personal que a la vez declaraba haber restaurado la vieja República romana, tras un siglo de caos y veinte años de guerra civil. Fue sin duda una creación genial que pudo mantener al enorme imperio unido y en relativa paz durante cuarenta años. Pero ¿cómo resolver el problema de dar continuidad al complejo entramado de poderes nuevos que fue creando el princeps fingiendo que estaban cubiertos con el manto de la tradición? El problema de la sucesión de Augusto es un tema fascinante donde se mezclan la historia, el derecho y la política, no menos que la psicología de los actores principales. Juan Miquel, maestro romanista español, nos explicó todas sus claves y dedicó al tema un breve libro que publicó en 1969 con la vista puesta veladamente en una situación curiosamente similar que se iba a vivir en España en los años siguientes. Analizó a fondo la trayectoria de Augusto y las características de su régimen y fué más allá de los numerosos intentos de los teóricos al dar especial relevancia a las observaciones, más sociológicas que jurídicas, de Robert Syme y de Alfred Heuss sobre el carácter revolucionario del principado. El poder de Augusto fue un poder absoluto, que se aprovechó de la “despolitización” de la opinión pública, derivada tanto del cansancio por la anarquía como de la propaganda sobre las glorias del imperio y su renacimiento en la persona del Príncipe. Una construcción tan excepcional era difícil de “institucionalizar” y prácticamente imposible de transmitir por las vías normales de la sucesión hereditaria.
Augusto se encontró con el dilema de tener que negar que el suyo hubiera sido un régimen monárquico y, a la vez, conseguir la continuidad de su obra, ya que no de su poder. Quiso que esta continuidad la asegurasen su hijos, pero los avatares de la vida le dejaron reducido a una opción: la de adoptar al hijo de su esposa, Tiberio, y convertirlo en su co-regente. Su poder como futuro imperator tendría que ser constituido ex novo. Muerto el Príncipe, se acababa el Principado y el nuevo régimen tendría que ser instaurado por las instituciones residuales de la república. De modo que cada cambio tuvo que ser necesariamente una nueva crisis revolucionaria hasta que con el tiempo se impuso el principio dinástico propio de las monarquía orientales que durante tanto tiempo había sido rechazado como ajeno a la tradición romana. Tiberio tuvo que presentarse ante el Senado y repetir la escena que Augusto protagonizó en el año 27 a.C.: renunciar al poder para que el senado se lo ofreciera de nuevo y hacerse rogar antes de aceptarlo. Así lo hicieron ambos. El historiador Cayo Cornelio Tácito, un convencido monárquico, lo relata con ironía: ante la indecisión y la ambigüedad con la que Tiberio expresaba sus proyectos, “…los senadores, que no tenían otro temor que el de dar a entender que lo comprendían, se lamentaban, lloraban, hacían votos y extendían sus manos a las estatuas de los dioses, a la de Augusto y hacia las rodillas de Tiberio”.
Una anécdota poco conocida puede ayudarnos a comprender el interés temprano que suscitó este tema, no menos que su complejidad. Entre las pruebas que tuvieron que superar los aspirantes a ingresar en la Universidad de Bonn en el año 1835 se encontraba una de la asignatura de cultura latina, o Latinitas, consistente en responder a la siguiente pregunta: “¿Se cuenta el principado de Augusto merecidamente entre las épocas más prósperas de la historia romana?” A esta pregunta, formulada en latín, respondió un adolescente de 17 años llamado Karl Marx con un breve ensayo, escrito también en latín, en el que reveló ya su genio precoz. Se preguntó si había sido el Principado una época mejor que la anterior a las guerras contra Cartago y lo comparó también a la época de Nerón y los siguientes emperadores. Su respuesta fue positiva: a costa de muchos sacrificios, escribió, Augusto había salvado el estado romano que había caído en decadencia por haber abandonando sus virtudes tradicionales. El princeps había actuado como un autócrata porque esa era la única manera de garantizar la libertad ciudadana. Y lo había hecho valiéndose de un subterfugio, con tanta astucia que los ciudadanos creían que se gobernaban a sí mismos, cuando de hecho el poder estaba concentrado en las manos de uno sólo. Era para la época un análisis bien preciso y Marx lo desarrolló con modesta brillantez, no sin revelar su simpatía por la solución autoritaria. Roma, en efecto, se encontraba en una situación crítica. Había conquistado un gran imperio y no era capaz de administrarlo con las leyes y las instituciones que había creado a la medida de una ciudad-estado. Tras gobernar como triunviro junto con Pompeyo y Craso, Julio César eliminó a sus rivales e intentó instaurar una monarquía basada en el modelo helenístico. Se hizo conceder por el Senado la magistratura de dictador perpetuo pero su asesinato por Bruto y otros miembros de la clase senatorial en el 44 a. C. devolvió a Roma a la tensión y a la incertidumbre. De un nuevo triunvirato y una nueva guerra civil surgió como líder indiscutido Octavio, el jovencísimo hijo adoptivo de Julio César, que derrotó al triunviro Marco Antonio en la batalla de Accio en el 31 a.C. y conquistó para Roma el Egipto de Cleopatra.
Octavio supo aprender del trágico fracaso de su padre adoptivo. Los romanos eran reacios a la idea de una monarquía tras tantos siglos de prestigio republicano. Y la clase aristocrática había sido una oposición decisiva contra sus planes de concentrar el poder y unificar el imperio bajo la forma monárquica. Era necesario cumplir el objetivo de un poder fuerte sin contradecir las tradiciones y sin precipitar un cambio brusco en el equilibrio de poder. Octavio lo consiguió, como escribió el joven Marx, de una manera “invisible”. En una famosa sesión del Senado que tuvo lugar el 13 de enero del año 27 a.C. declaró que consideraba cumplida su misión tras haber logrado la paz y renunció a ocupar el Consulado que venía ejerciendo, así como a cualquier otra magistratura normal de la República. Declaró que deseaba restaurar sus instituciones y consiguió que los senadores siguieran su juego. Sabían que los romanos preferían el gobierno de un hombre fuerte incluso a cambio de renunciar a sus libertades y optaron por ofrecer a Octavio el título honorífico de Augusto, cuyas connotaciones religiosas reforzó años después aceptando el cargo de pontifex maximus. Gradualmente, Augusto, que cambió su nombre de Octavio por el de César para subrayar su parentesco con Julio César, se mostró conforme con aceptar ciertos cargos, similares pero no idénticos a los tradicionales en la República. Así, un poder pro-consular que le daba el control, como imperator, de los ejércitos estacionados en las provincias más importantes. También la tribunicia potestas que, sin contener las competencias del cargo de tribuno de la plebe, le permitía controlar el gobierno de la ciudad como autoridad supervisora de todas las demás magistraturas. Para gestionar sus poderes paralelos, se valió de su riqueza personal, aumentada de manera fabulosa tras la anexión de Egipto, y con ella fue creando una nueva burocracia a su servicio, pagada no con dinero del aerarium republicano sino de su propio fiscus. Recibió también honores especiales, como el ser nombrado “padre de la patria” y otros títulos, simbólicos de un nuevo poder que fue en aumento incesante gracias a una mezcla de violenta represión contra sus enemigos y gran generosidad con el pueblo, manifestada en ostentosas construcciones y dádivas. Todo ello al margen de las instituciones de la República, que subsistieron vacías del poder que se acumuló en sus manos. Su título oficial pasó a ser Imperator Caesar Augustus, resumido en la denominación de princeps, o primer ciudadano, por lo que su régimen pasó a llamarse el Principado.
Esta asombrosa revolución paulatina, nunca antes vista en la historia, resulta muy difícil de definir con las categorías usuales: el resultado no era ni república ni monarquía, pero tampoco una dictadura. No hubo un teórico contemporáneo que la expusiera en los términos de la ciencia política. Es verdad que las ideas de Cicerón, que había propuesto un régimen mixto que combinara la monarquía del príncipe con la aristocracia del senado y la democracia de los comicios populares, podían predicarse retrospectivamente de lo que acabó pasando en Roma en el primer siglo del imperio. Tácito, al narrar en sus Anales los últimos momentos del reinado de Augusto y los inicios del de su sucesor Tiberio, lo relata con una visión teñida de amargura sobre la obra de Augusto, pues era claramente incrédulo sobre la intención que éste había manifestado de “restaurar” la República: “ya no quedaba nada de las antiguas e íntegras costumbres…eliminada la igualdad, todos aguardaban los mandatos del princeps”. Que la república había sido anulada sin suprimir ninguna de sus instituciones, simplemente privándolas de todo poder efectivo, era pues evidente para los romanos de la época. Parece claro que prefirieron renunciar a la antigua libertas en aras a gozar de orden, seguridad y prosperidad. Pero el mito de la restauración de la república y las tradiciones romanas formó parte de la ideología del nuevo régimen y el emperador se preocupó con éxito de crear una propaganda capaz de mantener al pueblo no sólo contento sino orgulloso del poderío de Roma bajo la pax augustea. Si Julio César había escrito personalmente el relato propagandístico de sus hazañas en sus excelentes libros sobre la guerra de las Galias y la guerra civil, Augusto prefirió recurrir a las mejores plumas de la época para apuntalar desde el flanco de la opinión pública el poder que iba adquiriendo con sus maniobras ocultas. Virgilio creó la Eneida, una epopeya romántica sobre el origen de Roma, cuya trayectoria histórica llevaba al final feliz del Principado de Augusto. El poeta Horacio proporcionó una visión lírica de la obra del emperador. En fin, Tito Livio redactó una historia de Roma ”desde la fundación de la ciudad” más sobria pero no menos claramente al servicio de la propaganda política.
¿Cuál fue la “naturaleza jurídica” del Principado de Augusto? ¿Era una monarquía, una república, algo híbrido, un régimen sui generis? Naturalmente, los estudiosos han encontrado en estas preguntas el oscuro objeto de sus deseos académicos y han escrito ríos de tinta para alcanzar una definición. Los especialistas identifican no menos de doce formas distintas de interpretar la esencia del Principado. La tesis de Mommsen lo definía, enmarcándolo en rígidas categorías jurídicas, como una diarquía, en la que la monarquía coexistía con la república. Más tarde proliferaron las teorías: desde quienes consideran que fue una monarquía absoluta sin los adornos y excesos de las monarquías orientales (Garthausen), hasta quienes piensan que fue una república que entregó el poder al príncipe como “fiduciario” (Meyer), o bien una república que añade a sus magistraturas un órgano nuevo (Mitteis), etc. Para no hablar de autores más recientes como Ronald Syme, que se centran en los aspectos sociológicos de la cuestión y subrayan el carácter claramente revolucionario del régimen de Augusto y su poder absoluto, con independencia de ficciones más o menos creíbles.
El propio Augusto quiso dar la clave de cómo él mismo definía su poder en un escrito que tituló Res Gestae, algo así como “la labor realizada”, que fue descubierto en tiempos relativamente recientes. Empieza el princeps por justificar su violenta toma del poder con estas sencillas palabras: “A los 19 años enrolé, por decisión propia y con dinero privado, un ejército con el cual liberé a la patria que estaba oprimida por la dominación de la facción” (se refería, naturalmente, al bando de Marco Antonio, a quien presentaba como traidor por querer entregar Roma a la reina de Egipto). Tras renunciar a toda magistratura, sigue diciendo Augusto, “a partir de ese momento a todos superé en auctoritas y sin embargo no tuve más potestas que los demás, que desempeñaban las magistraturas como colegas míos”. La clave está, en efecto, en la noción de auctoritas. Vincenzo Arangio-Ruiz ha explicado con lucidez lo que esto significa. Comparó el uso de este término con el que se le da en el derecho privado, por ejemplo para expresar la auctoritas del tutor, que no suplanta la voluntad del pupilo, sino que tiene un poder de “protección” para garantizar la validez de cualquier actuación de éste susceptible de crear consecuencias en un negocio jurídico. De modo similar, Augusto creó un ordenamiento jurídico y administrativo paralelo a la República para “protegerla”, con sus funcionarios, su tesoro y sus competencias propias, independientes de los poderes cada vez más tenues del inoperante armazón republicano. Así, de acuerdo con el apego del pueblo a sus tradiciones, había siempre evolucionado el derecho romano, tanto el público como el privado. No se suprimían unas instituciones para sustituirlas por otras nuevas, sino que, junto a las antiguas leyes, se creaban nuevos campos de regulación capaces de corregir las disfuncionalidades que el paso del tiempo había hecho inevitables en las instituciones originales.
(MIQUEL, Juan: El problema de la sucesión de Augusto; Cuadernos Taurus, Madrid 1969.–TÁCITO, C.C.: Obras completas; Aguilar, Madrid, 1957.–ARANGIO-RUIZ, Vincenzo: Storia del diritto romano; Ed. Eugenio Jovene, Napoles, 1968.–VAZQUEZ VELAZQUEZ, Rafael, Karl: El Principado de Augusto en Karl Marx, 2010. Tesis U. A. Mexico, en hs-augsburg.de.–SYME, Ronald: The Roman Revolution; Oxford U. Press, 1960.–BARROW, R.H.: The Romans; Penguin Books. Baltimore, 1963.–BEARD, Mary: S.P.Q.R. A History of Ancient Rome; Profile Books, Londres, 2016.–ARCE, Javier: Roma, en Historia de la teoría política I, Alianza Ed., Madrid 1990)