París, 1824
Quien quiera interesarse por la vida del compositor Gioachino Rossini podrá saciar su curiosidad en los abundantes libros que se han escrito sobre ella. La Vida de Rossini publicada por Henri Beyle (Stendhal) en 1824, sin embargo, no está entre los más informativos. No es una biografía, pues ofrece escasos datos de la peripecia vital del músico. ¿Qué es entonces? Es mucho más: una larga meditación sobre los placeres de la vida cuando se tiene la suerte de apreciar la música, articulada en una colección de textos variados que se centran principalmente en el examen de las numerosas óperas del italiano que Beyle presenció en Italia y en París. Cuenta con detalle los argumentos y a veces los critica como escritor, pero sobre todo se recrea en describir las interpretaciones por los cantantes que protagonizaban la función que él presenció. Incluye además largas disgresiones sobre la vida musical, algunas de ellas muy agudas como no podía menos que esperarse de quien era un gran genio, aunque metido en terrenos ajenos. La diferencia entre el dilettante italiano, apasionado y conocedor, y el amateur francés, que aplaude por la vanidad de sus conocimientos más que por placer, el contraste entre la música italiana, melódica, y la alemana, basada más bien en la armonía, son algunas de las revelaciones de este libro singular, que aborda sin miedo la organización administrativa de los teatros de ópera en Francia, las orquestas, la política y la sociedad relacionada con la vida musical. Todo ello está escrito con gran pasión, como es característico del autor, que, como escribió Lampedusa, no publicó libro o panfleto que resulte indiferente, por muy banal que pueda aparecer el tema que trata.
Este libro original y desordenado fué publicado en París en 1824. Beyle tenía 39 años y una vida agitada a sus espaldas. Había escrito sin cesar a pesar de que nunca fue un escritor profesional pero sólo hacía pocos años que había empezado a ver sus obras publicadas. Roma, Nápoles y Florencia apareció en 1817 ya bajo el seudónimo de Stendhal (una pequeña ciudad en Alemania). Hasta entonces había escrito para aliviar sus apuros económicos bajo seudónimos varios. Así, su Vida de Haydn, Mozart y Metastasio apareció en 1814 como escrita por un cierto L.A.C. Bombet. Se comprende que ocultara su identidad pues se trataba de plagios apenas disimulados de obras de autores menores. Como han hecho con cierta frecuencia algunos de los más ilustres escritores, Stendhal reconoció su deuda con los originales, pero se justificaba, algo dolido, alegando la superior calidad del producto final salido de su pluma, vertido a su estilo inimitable.
La Vida de Rossini no es un plagio, sin duda, nadie acusa a Stendhal de haber reincidido aquí en sus malas costumbres. Henri Beyle fue un hijo de buena familia que se separó pronto de su padre y su hermana, a quienes odiaba tanto como a su ciudad natal Grenoble (la madre adorada había muerto prematuramente). Emprendió una modesta carrera de funcionario gracias a la ayuda de un amigo de la familia, Pierre Duro, influyente en París. Gracias a este protector y a pesar de haber intentado seducir a su esposa, consiguió empleos menores en París primero y en Italia después, acompañando a los ejércitos franceses invasores al mando de Napoleón. Vivió en Milán y más tarde en Brunswick (Alemania) y en 1812 acompañó al Emperador en la campaña de Rusia y la desastrosa retirada de 1812; eso sí, sin participar directamente en las operaciones. A la caída del Imperio, nuestro autor quedó sin oficio ni beneficio, mal visto por la monarquía borbónica de la Restauración que lo consideraba, con razón, un rebelde liberal, anticlerical y republicano. Solo en 1830, tras la instauración de la monarquía burguesa de Luis Felipe de Orleans, pudo salir a flote, ocupando brevemente el consulado de Francia en Trieste y más tarde el de Civitavecchia, cerca de Roma. Hasta su muerte en 1868 dedicó todas sus abundantes energías a disfrutar de sus múltiples y casi siempre fracasados amoríos y sobre todo de la música, o mejor dicho, de la ópera, el objeto indisimulado de su deseo más pasional. Tanto en Italia como en sus años de París, Stendhal se convirtió en un adicto compulsivo a las funciones de la ópera en los grandes teatros de la época, la Scala de Milán, el San Carlos de Nápoles y sobre todo los cuatro teatros de ópera con que contaba París, especialmente el Teatro Italiano. Trató a muchos cantantes famosos y formó parte de esa sociedad asidua que asistía a la ópera para oír alguna que otro pezzo di bravura, pero sobre todo para dejarse ver en una tertulia social, pues los palcos de la ópera eran pequeños escenarios de las intrigas y cotilleos de aquellas sociedades cansadas de los horrores de las grandes guerras napoleónicas. El público burgués se disputaba con furor el acceso a los espectáculos, a los que asistía una o dos veces por semana. Tener un palco era imprescindible para mantener contactos políticos o comerciales, o simplemente para distraerse en un mundo con pocas posibilidades de diversión.
Stendhal fue un gran genio, un escritor muy peculiar y desigual. Sobre la música tenía conocimientos superficiales, era un amateur desprovisto de la ciencia necesaria para juzgar las numerosas óperas de las que da cuenta. A Rossini, por ejemplo, lo juzgaba con admiración reticente, mezclada de envidia por una fama que a él nunca le sonrió en vida: lo califica de “vivo, ligero, picante, nunca aburrido, raramente sublime”. Reconoce su genio para el bel canto pero le reprocha que en sus últimas obras empezara a inclinarse hacia las brumas alemanas, hacia Mozart nada menos, que según él se equivocaba al dar preferencia a la armonía en detrimento de la melodía y dejaba que la orquesta interfiriera en la acción dramática. Como si quisiera de manera inconsciente pedir excusas sobre su propio estilo literario, criticaba que Rossini fuera desordenado y trivial en ocasiones, demasiado improvisador. En todo caso, reconocía al italiano como el maestro de la ligereza y la vivacidad que él estimaba por encima de todo y lo situaba muy por encima de los muchos compositores que atendían la incesante demanda de los teatros de la época con óperas mediocres, refritos de obras propias o ajenas y plagios descarados. En aquella época eran numerosísimos los compositores en activo y Stendhal los menciona en su libro como si fueran de la familia: Spontini, Päer, Mayer, Blangini, Piccini… Sólo unos pocos se han librado del olvido, cosa lógica si tenemos en cuenta que escribían a destajo sobre librettos manifiestamente mejorables cuando no totalmente ininteligibles y buscando sobre todo el efecto de algún que otro aria que pudiera quedar grabada en la memoria. Sólo Cimarosa y su Matrimonio Segreto se salva para Stendhal de esta ley de selección de las especies que, como en la maturaleza, se da en la música como en la literatura y las artes en general. Al fin y al cabo, Il Matrimonio había sido la primera ópera que Stendhal disfrutó, en 1800, un amor de juventud que le introdujo en este mundo donde reinaba lo que a él más le movía: el placer sensual. La voz humana ocupa en la Vida de Rossini el papel protagonista, en comentarios prolijos que estaban irremediablemente destinados a ser efímeros, tanto como los sonidos que describen. No parecía importarle, y así a la cantante Giuditta Pasta, por la que tenía Stendhal una especial debilidad, le dedica todo un capítulo del libro.
Por encima de todo, Stendhal quiso con este libro compartir con los lectores su placer al oir la música y a través de él, sus emociones vitales en general. Su visión del mundo se resume en el título de una autobiografía parcial que escribió en 1832: Memorias de Egotismo. Escribió sobre los temas más variados como subterfugio para dar una versión de su propia vida y así en sus novelas principales El Rojo y el Negro, La Cartuja de Parma y Lucien Leuwen se detecta al rebelde y excéntrico funcionario enfrentado a la sociedad que no le comprende, y está siempre en busca del placer y de la felicidad, que como es sabido sólo acude cuando ya no se la está buscando, si acaso. El funcionario Beyle no sólo tenía pasión. Tenía además una férrea voluntad de estilo, que le hacía rechazar toda retórica innecesaria y todo adorno superfluo, dotando su prosa de un inconfundible sentido de urgencia y un gran talento para la concisa descripción de situaciones y sentimientos. Su modelo de tersura y exactitud era el Code civil de Napoleón, que decía repasar antes de ponerse a escribir. Como narrador, Stendhal carecía de la amplia creatividad de sus contemporáneos Balzac o Dickens, ambos fuentes inagotables de historias. Desarrollaba sus obras a partir de anécdotas o crónicas antiguas, sobre todo italianas. Su originalidad estaba en la profundidad de la caracterización y en algo que lo distinguió como un pionero: el descubrimiento de la novela social, en la que el contexto político invade al personaje y le da vida, determinando su trayectoria. Los años de la restauración monárquica, años de penuria personal del funcionario Beyle, enmarcan en El rojo y el Negro y explican la ambición resentida de Julien Sorel y su trágico final enfrentado a la clase dominante a la que odiaba. Pero Sorel es un rebelde con causa, no como los siervos desamparados compadecidos, cuando no ridiculizados, por los clásicos: Stendhal representó por primera vez en literatura la verdadera lucha de clases e inventó el dandismo, el mundo de los happy few, una actitud de desprecio por la aristocracia, de nacimiento como de dinero, acompañada de un amor apasionado por el pueblo, con tal de tenerlo a distancia.
¿Porqué entonces una vida de Rossini? Aparte de las razones crematísticas, diría que porque Rossini, su música trepidante y la ópera en general, permitían a Stendhal dibujar el marco de la convivencia en que se desenvolvió la vida burguesa de la primera mitad del siglo XIX. La ópera atravesó incólume el Antiguo Régimen, la Revolución, la Restauración y la monarquía de 1830 como la actividad social predominante. Seguía de cerca la coyuntura política y los libretos tenían mucho que ver con el régimen imperante en cada momento. Los monarcas del Antiguo Régimen pedían a los compositores óperas que ensalzaran a los grandes representantes pasados de su dinastía. Napoleón favoreció las óperas que glorificaran a personajes históricos a quienes quería emular, como Fernand Cortez, la ópera de Spontini sobre el conquistador que en 1806 hizo furor en vísperas de la invasión de España. La monarquía de Julio dio paso gradualmente a la “gran ópera” del romanticismo francés, la de Massenet, Berlioz y Bizet, un mundo nuevo que abandonó el bel canto y la ópera de cámara para poder llegar a los grandes públicos del Segundo Imperio.
Gioacchino Rossini llegó a París en 1823 después de una vida de éxito absoluto en Italia, que empezó a declinar cuando estrenó su Semiramide, ópera que iniciaba una tímida evolución hacia un estilo menos frívolo y más sólido que el de sus grandes producciones de juventud, que culminaron con el estreno de El Barbero de Sevilla en 1816. París lo acogió como el rey de la música y de la sociedad, una personalidad seductora y gregaria que Stendhal equiparaba al mismísimo Napoleón y cuya desenvoltura criticaba a veces, como queriendo hacer olvidar la suya propia. Tenía el compositor una facilidad innata que cultivó con ímpetu en sus años primeros y que fue madurando en Nápoles cuando un famoso impresario de la época, Domenico Barbaja, lo adoptó y disciplinó, exigiéndole que compusiera sólo dos óperas por año y no cinco o seis como había hecho hasta entonces. En París, Rossini se encontró con una vida musical y operística realmente frenética y consiguió que le adjudicaran la dirección del Teatro Italiano y le encargaran varias óperas para la corte del último Borbón, Carlos X. Su éxito fue total y culminó en con su última ópera, Guillaume Tell, que se estrenó en 1829, en vísperas de la caída del régimen conservador de la Restauración, con el que se había encontrado a gusto pues no tenía pasión por la política: según decía “mataba toda la voluptuosidad de la que soy capaz”. Pero no fué solo la política lo que causó la gran sorpresa de su renuncia a seguir componiendo con sólo 37 años. Rico ya y famoso, Rossini se retiró a sus placeres, culinarios y otros, componiendo pocas obras hasta su tardío Stabat Mater, que se estrenó en Madrid en 1833, y la Petite Messe Solennelle, ya de 1863. Stendhal, como dije, criticaba lo que él consideraba una peligrosa inclinación de Rossini hacia el estilo alemán, hacia las profundidades de Mozart y Beethoven, al que el compositor visitó en Viena en 1822. Los tiempos de la revolución burguesa trajeron nuevos aires también a la música, con los alemanes Meyerbeer y Karl Maria von Weber anticipando a la gran ópera francesa y, más allá aún, a Verdi y a Wagner. Rossini, a pesar de su notable evolución musical en el Mosé in Egitto, Otello y Guillermo Tell, fue lo suficientemente inteligente como para verse incapaz de dar el salto y competir con los verdaderos alemanes. Por otro flanco, además, le amenazaban dos italianos superdotados, Donizetti y Bellini, maestros en la ligereza del bel canto cuando él empezaba a inclinarse por el mundo de la armonía. Resultado: el vividor por excelencia se dedicó a vivir los cuarenta años que le quedaban de vida. Un brusco final creativo que no tiene nada que envidiar a los súbitos finales de las novelas y cuentos de Stendhal. Incluida su Vida de Rossini, que concluye en 1824, a pesar de que por entonces el compositor estaba recién llegado a París en pleno éxito y juventud.
(STENDHAL: Vie de Rossini; Folio classique, Gallimard, 1992.–SALAZAR, Adolfo: Los grandes compositores de la época romántica; Aguilar, Madrid, 1958.–LAMPEDUSA, Giuseppe Tomasi: Stendhal; en www.editions-allia.com, 2016.–HAUSER, Arnold: Historia social de la literatura y el arte; Ed. Guadarrama, Madrid, 1964.–BARBIER, Patrick: À l’opéra au temps de Balzac et Rossini; Hachette literatures, París, 1987.–SOMERSET MAUGHAM, W.: Ten Novels and their Authors; William Heinemann, Londres 1954)