Viena, 1787
“En el otoño de 1787, Mozart, acompañado por su esposa, emprendió un viaje a Praga para asistir a la puesta en escena de “Don Juan”. Con estas sencillas palabras inició Eduard Mörike (1804-1875) una corta novela que revela algo sobre la vida del gran músico, y mucho sobre la del escritor. En un alto en el camino, Constance descansa en una posada mientras Wolfgang se pasea por los jardines de un palacio. Feliz y algo soñoliento toca sin darse cuenta una naranja que le hace revivir momentos de su infancia, cuando viajó a Nápoles con su padre Leopoldo y su hermana Nannerl. Al margen de sus conciertos presenciaron una pantomima acuática en la que jóvenes supuestamente míticos se enzarzan precisamente en una batalla de naranjas. La que Mozart ha arrancado sin querer resultó ser parte de un arbolito con nueve naranjas que estaba preparado para ser entregado a la hija del conde del castillo como regalo de bodas. Descubierto por el jardinero, Mozart es culpado del hurto y denunciado al propietario. Cuando se revela la identidad del músico, ya famoso en Viena, es invitado con su esposa a participar en la fiesta de esponsales, de modo que todos contentos. La novia canta, Mozart cuenta con detalle la anécdota que la naranja, anticipándose a la magdalena de Proust, le trae a la memoria. Constance cuenta a las señoras varias anécdotas y sus ambiciones de obtener un puesto de kapellmeister para su marido en Berlín. El compositor, que tiene su Don Giovanni a medio componer, interpreta al piano alguno de los pasajes más impresionantes de la obra, como aquél en que la pétrea estatua del comendador advierte al protagonista en el cementerio: Di rider finirai pria dell’aurora (tus risas acabarán antes del amanecer). Se celebran los esponsales con pompa y alegría y los Mozart parten al día siguiente felices de seguir su viaje y de la calurosa recepción que han tenido en el castillo.
Mörike fue un correcto escritor del último romanticismo alemán, conocido sobre todo por los poemas que el compositor Hugo Wolf convirtió en 1888 en una colección de Lieder de bastante éxito. Hizo estudios de teología y ejerció como párroco de la iglesia evangélica hasta que, asaltado por las dudas y obsesionado por el temor a la fuerza del destino, acabó como profesor de literatura y traductor de clásicos como el poeta romano Horacio. Escribió una novela, El pintor Nolten, y poca prosa más, entre la que destaca el extraño cuento sobre Mozart. Era su ídolo como compositor y Don Giovanni la obra que le había marcado cuando la oyó a la temprana edad de veinte años. Mörike era un hombre huraño e hipocondríaco que contrastaba con el genial y extrovertido Mozart, pero sentía que existía entre ambos un cierto parentesco espiritual que quiso plasmar en la obrita que tituló simplemente Mozart de viaje hacia Praga. Es un cuento aparentemente ligero dentro de una gran complejidad formal, pues se mezclan en él varias voces de narradores, se evocan ciudades como Viena, Praga, Berlín, Nápoles, se combina la prosa con el verso, el pasado con el futuro y se da voz a representantes de las distintas clases sociales, los condes, los sirvientes, los músicos. Un llamativo anacronismo revela el carácter autobiográfico que el autor deja aflorar a veces en el cuento. Es el momento en que Mozart, tras recibir encendidos elogios por sus improvisaciones al piano, profetiza solemne: “Dentro de sesenta o setenta años, cuando yo haya desaparecido hace tiempo, surgirán muchos falsos profetas”. Esta alusión apenas velada a Richard Wagner, ya famoso en 1855 cuando Mörike publicó su cuento, nos muestra al autor queriendo hacerse presente en la acción. Más significativo aún es que en una trama que quiere ser ligera y festiva, con ribetes rococó, ponga en boca de Mozart más de una alusión a la muerte, que obsesionaba tanto al poeta como al músico. Mörike había presenciado el Don Giovanni pocos días antes de la muerte de un hermano suyo muy querido, que le dejó gran impresión y que asociaba con la música y la trama de la ópera. Mozart por su parte había escrito el Don Giovanni en el verano de aquel mismo año de 1787, cuando su posesivo padre Leopold estaba gravemente enfermo. Algunas de las frases del compositor en el cuento de Mörike parecen sacadas de la carta que escribió al moribundo: “Como la muerte es el verdadero fin de nuestra vida…su rostro no tiene nada de terrible para mí, sino que por el contrario me da serenidad y consuelo”. Según cuenta el autor, la salud del compositor estaba secretamente minada y “…su presentimiento de una muerte temprana que últimamente le seguía los pasos, se cumplió inevitablemente”. Cuenta también la angustia de Constanza al ver la melancolía en que se sumergía a veces, dando vueltas sin fin “al triste pensamiento de morir”. En la carta que Mörike envió al editor Barón de Cotta presentándole su texto para publicación, le dice que se trata de un primer “retrato moral de Mozart…en el que, con ayuda de peripecias inventadas pudieran apreciarse sobre todo, de forma viva y concentrada, sus rasgos más amables”.
Algunos de estos rasgos aparecen ciertamente en el cuento, pero cabe preguntarse cómo habría sido la segunda parte prometida y nunca publicada por el escritor, la que iba a retratar a Mozart bajo una luz menos “amable”. El sentido de esta extraña narración, a ratos puro cotilleo festivo, está en la obsesión de Mörike con la muerte, que proyecta en su personaje principal, pues eso al menos tenía en común con él, y que cristaliza en el verdadero protagonista implícito del relato, que no es otro que el Don Giovanni de la ópera que se va a estrenar. Don Giovanni es un drama sobre la muerte como castigo al pecado y no es ilógico pensar que Mozart le dedicó sus mejores desvelos proyectando en él inconscientemente su angustia ante la muerte del padre y sus sentimientos de culpa por las tormentosas relaciones que tuvo con él, que se reflejaron en el hecho de que no asistió a su entierro. Todas estas emociones son patentes más en la música que en la acción en sí. Las ominosas escalas con las que empieza la obertura, después de fortísimos acordes que anuncian los golpes del destino, anuncian ya el “viento negro”, en expresión de Philippe Sollers, que va a invadir la trama, colándose progresivamente entre la música burlesca y las irónicas citas de canciones y bailes populares. Se irán recrudeciendo los malos augurios a medida que el burlador aumenta la cantidad de sus crímenes, de los que su criado Leporello hace cómico inventario en un famosa aria (…ma in Ispagna son già mille e tre!), inspirado según parece por Giacomo Casanova, amigo del libretista de la ópera. Don Giovanni, entre los cómicos ataques de terror de su criado, oye la voz del comendador convertido en estatua a la que acompañan los trombones para dar un solemne acento metálico a su voz de ultratumba. La música culmina en tragedia en la siniestra cena final en la que el “convidado de piedra” conmina a Don Giovanni a arrepentirse con acordes disonantes y tétricos. Mozart tenía claro que su ópera, llena de momentos típicos de la comedia bufa, llena de disfraces, intrigas y malentendidos, tenía que primar los acentos trágicos del héroe más malvado de todos los tiempos: héroe sí, porque a pesar de todo está dispuesto a condenarse con tal de consumar sus crímenes en la burla final, en la que se deja arrastrar al infierno de la mano del comendador.
La música, extraordinariamente rica y variada, es lo que convirtió al Don Giovanni en un arquetipo y a la ópera en una obra maestra, incomprendida antes de que el romanticismo, con Goethe y E.T.A.Hoffmann a la cabeza, exaltara su extremismo subversivo en el terreno moral. El libreto por sí sólo no hubiera podido lograrlo. El abate Lorenzo da Ponte, el veneciano converso que lo escribió, era más ideológico que el compositor salzburgués, poco interesado en los vientos revolucionarios que empezaban a removerse a finales del siglo de la Ilustración. Ponte escribió para Mozart tres óperas italianas, Don Giovanni, Le nozze di Figaro y Cosi fan tutte. Pero es interesante saber que al tiempo que estaba escribiendo el Don Giovanni, se ocupaba de otros dos libretos para los compositores de moda en Viena: Salieri y el español Martínez Soler. Todos ellos contenían más o menos oscuras alusiones a los excesos del Antiguo Régimen y sus déspotas ilustrados, aunque sin mencionar claramente al emperador austríaco reinante, Joseph II. El tema del burlador, dramatizado en serio por primera vez por Tirso de Molina y luego por Molière, había rodado por los teatrillos populares degenerando en una especie de farsa de terror, con disfraces equívocos, apariciones de fantasmas y risas fáciles causadas por los contrastes y las burlas. El ilustrado Carlo Goldoni había hecho una versión “culta” que prescindía de los detalles más estrafalarios: el malvado pecador muere golpeado por un rayo, sin más. Da Ponte, en cambio, basó su libreto en el de un cierto Bertoni y mantuvo toda la truculencia de la estatua que habla y amenaza y acaba arrastrando al tramposo hasta el infierno. Sólo los tenebrosos acordes de Mozart podían convertir este esperpento en una obra de arte, superadora de la distinción entre ópera seria y ópera bufa a través del crescendo de aires trágicos que nos sorprenden a medida que el pecador se aproxima entre bailes y risas a su merecido final.
¿Y porqué Praga? En la novela de Mörike la ciudad solo aparece en el título como implícito destino del viaje y al final de pasada, cuando, en medio de la conversación de Constanza con las señoras, menciona que se van a alojar, como de costumbre, en la Bertramka, la villa de los Dushek de Praga, “nuestros mejores amigos allí”, músicos relevantes y acaudalados. Los aristócratas checos hacía tiempo que habían abandonado Praga para ir a vivir a Viena. La ciudad había conocido su mayor esplendor en el siglo XVII, cuando fue capital del imperio de los Habsburgo. No sólo perdió la capitalidad en 1612, al final del reinado de Rodolfo II, sino también las instituciones de gobierno autónomo que eran tradicionales y el rango de reino de Bohemia. Se convirtió con Moravia en una más de las provincias del imperio, dominadas por Viena y administradas desde allí directamente o bien a través de burócratas de nueva planta desplazados a Praga. Johann Nepomuk Hummel, el compositor nacido en Bratislava, sólo encontró en la bellísima ciudad “calles estrechas y sucias”. La emperatriz Maria Theresia y su hijo Joseph II, que la sucedió en 1780, aplicaron la política típica del despotismo ilustrado, centralizando el poder en la capital a la vez que reformaban la educación y desarrollaban la economía. Resultado de los nuevos aires fue la aparición de una clase burguesa y la desaparición de la nobleza bohemia como élite política determinante. Se desarrolló también la masonería, a la que Mozart acabó afiliándose, y un ambiente propicio a las ideas de la Revolución Francesa, que en 1787 era ya inminente. ¿Puede imaginarse mejor caldo de cultivo para las óperas de Mozart-Da Ponte? En Las Bodas de Fígaro habían aparecido escenas muy atrevidas: confianzas entre condesas y sirvientes, mayordomos respondones con sus amos y un final feliz en el que el conde que pretende ejercer su “derecho de primera noche” es ridiculizado y humillado en presencia de todos sus siervos. Fué recibida con rechazo en Viena, donde los nobles, checos y austriacos, se dieron por aludidos. Pero triunfó aquel mismo año en Praga, donde Mozart fue celebrado como el compositor de moda y agasajado por la burguesía praguense como un héroe. Don Giovanni iba más allá, pues era una querella general sin remisión contra la inmoralidad de la aristocracia. También triunfó cuando los Mozart llegaron a Praga y presentaron aquel híbrido de ópera cómica y tragedia tremenda unificada con una música imposible de apreciar para los contemporáneos en toda su complejidad. Viena, naturalmente, rechazó airadamente esta maravilla subversiva, de la que el emperador se quejó porque según él tenía “demasiadas notas”. Beethoven criticó que una música sublime acompañara a una historia tan escandalosa. Estaban inquietos todos ellos porque intuían que la transgresión no estaba tanto en la extrema perversidad del aristócrata burlador sino más bien en la genial sensualidad de la música, cuyo erotismo veía Kierkegaard como la más acabada corrupción de los valores sentimentales.
(MÖRIKE, Eduard: Mozart camino de Praga; Alianza Editorial, Madrid 1983 (Prólogo de Miguel Sáenz); id., Galaxia Gutenberg, 2006 (Prólogo de Rosa Sala Rose).–BRADLEY, J.F.N: Czechoslovakia. A Short HIstory; Edinburgh U. Press, 1971.–MILA, Massimo: Lettura delle “Nozze di Figaro”; Einaudi, Torino 1979.–SOLLERS, Philippe: Mystérieux Mozart; PLON, 2001.–BOLT, Rodney: Lorenzo da Ponte. The man behind Mozart; Bloomsbury, Londres 2006.–ROSEN, Charles: The Classical Style; Norton, Nueva York, 1972.–TRIAS, Eugenio: El canto de las sirenas; Galaxia Gutenberg, 2007)