Valldemosa, 1838
Durante los pocos meses que pasaron en Valldemosa en el invierno de 1838-1839, Frédéric Chopin y George Sand no estuvieron ociosos. La novelista escribió allí uno de sus libros más extraños, Spiridion, una historia mística más propia de los inicios medievalistas del Romanticismo, que, no obstante, ya por aquellas fechas estaba dando paso a una manera más realista de escribir novelas. Como casi todas sus obras, esta novela cuenta la vida de la escritora, su evolución espiritual, a través de personas interpuestas. Relata la historia de Alexis, un monje benedictino que siguiendo los pasos del fundador del monasterio, Spiridion, ha pasado por todas las creencias religiosas, desde el agnosticismo al catolicismo exaltado y finalmente al deísmo cristiano que predicaban Robert de Lammenais, condenado por la encíclica papal Mirari vos en 1832, y el saintsimoniano Pierre Leroux, un filósofo y periodista que defendió la idea del “socialismo humanitario”, vagamente relacionado con ideas religiosas. Alexis muere en los disturbios revolucionarios pero ha llevado a la tumba su doctrina, anotada en la copia de los Evangelios que ha legado a su discípulo el monje Angel. Los amigos literario-políticos de Sand acogieron esta novela con una mezcla de asombro, burla y benevolencia, porque sabían que del temperamento explosivo de la escritora podía esperarse cualquier cosa. Novelas sentimentales, panfletos liberales, historias pastorales, un manifiesto feminista como Lélia, su novela más provocadora, que también terminó en las humedades del invierno balear.
El registro emocional de esta mujer, Aurora Dupin de soltera, tenía una amplitud que superó todo lo visto antes y después. Aunque nació en París, su infancia y primera educación transcurrió en la propiedad de su abuela, una noble ilustrada, y bajo su vigilante y liberal educación. Tenía su casa solariega en Nohant, un pueblecito de la región del Berry, en el centro de Francia, tierra de llanuras interminables y suaves colinas, alejada de los centros por donde transitaba la cultura. Sus habitantes eran algo primitivos, socarrones y muy supersticiosos: la poca literatura ambientada en estos campos abunda en fuegos fatuos, demonios y curanderas. Sand acabó heredando la finca y la casona de su abuela a la muerte de ésta, y tuvo que pleitear con su marido, el barón Casimir Dudevant por el control de la propiedad cuando se separaron. Se habían casado cuando ella tenía solo 18 años y el matrimonio fue largo, dadas las circunstancias: nueve años, seguidos de cinco de discusiones y pleitos por los hijos, Maurice y Solange, y por la finca, que el prosaico Dudevant había administrado y quiso apropiarse. En su momento no supo probablemente con quien se estaba casando, pero pronto pudo salir de dudas: se topó con una personalidad exuberante y genial, culta y ambiciosa. Era incapaz de someterse a las convenciones sociales, a las que desafiaba incluso cuando paseaba por las callejuelas de Nohant en pantalones y fumando puros, ambas cosas insólitas en la época. No tenía talento para la fidelidad conyugal y para cuando encontró a Chopin había agotado a unos cuantos amantes con sus cuidados posesivos y su amor sin límites, salvo los temporales. Alfred de Musset fué uno de los más sonados. El poeta sensible y romántico se la llevó a Venecia a vivir una apasionada aventura. Allí enfermó inoportunamente y la escritora le abandonó con el médico que lo trataba, Pagella, también poeta aunque menor.
Frederick Chopin, otro romántico sensible y exquisito era un candidato ideal para atraer a esta mujer tan ávida de amantes de gran talento pero débiles de salud. George Sand desarrolló una amplia red de amistades literarias en París, donde tenía su propio salón, cosa obligada en una época en que los escritores y artistas se reunían continuamente, publicaban juntos efímeras revistas, se defendían o atacaban según los humores, participaban en la convulsa política de la revolución burguesa de 1830 y más tarde en las agitaciones proletarias de 1848. Entre sus amigos se encontraban Balzac y Victor Hugo, y con Franz Liszt y su amante Marie d’Agoult había establecido una relación íntima. D’Agoult era también escritora y, como Sand, escribía bajo un seudónimo inglés, Daniel Stern. Era tan explosiva como Aurora Dupin pero menos generosa y no se recataba en criticar a veces con crueldad algunas de las páginas que salían a borbotones de la pluma de su amiga, que no siempre estaban a la altura de la crítica acerada de tan ilustres amistades. Sand conoció a Chopin en este círculo a fines del 1836, cuando ya había favorecido a varios literatos con su atención compulsiva. Aparte del mencionado Musset hubo más: entre otros Próspero Merimée y el periodista Jules Sandeau, de quien tomó prestado parte del apellido para su seudónimo. Chopin era el candidato ideal para esta mujer sensible y muy entendida en música, pues tenía todo lo necesario para excitar el celo de esta madre universal. Era en el París de 1830 el pianista de moda, protegido por el divino Liszt., elegante y lujoso, un dandy de la música. Componía e interpretaba al piano para deleitar a aquella pléyade de artistas con piezas brillantes pero intimistas, propias de los salones más que de los grandes auditorios de la burguesía. Además, Chopin era un exiliado polaco nostálgico de su tierra, que en aquél momento se repartían entre rusos, prusianos y austríacos. Por si fuera poco, el pianista estaba enfermo y requería atenciones y cuidados continuos. George Sand se enamoró de este dechado de cualidades y se lo llevó a Mallorca a finales de 1838, creyendo que allí mejoraría con un clima cálido y respirando el aire del Mediterráneo.
El viaje fue un desastre sin paliativos. Lo hizo la pareja acompañada por los hijos de Sand y una gobernanta francesa y lo conocemos en detalle pues la novelista lo contó años después en su libro Un invierno en Mallorca. Se instalaron primero en Palma pero tuvieron dificultades con los propietarios de la vivienda que ocuparon. Así que la compañía al completo tuvo que acomodarse en unas habitaciones que encontraron en la cartuja de Valldemosa, en medio de un paraje de extraordinaria belleza con vistas al mar, pero completamente desierta y deteriorada. El gobierno la había expropiado a la iglesia como parte de las medidas desamortizadoras del ministro Mendizábal y al principio los mallorquines temían cometer pecado mortal si adquirían lo que hasta entonces habían sido lugares sagrados. La salida de los monjes dejó a los locales disponibles privados de las más elementales comodidades y los visitantes tuvieron que hacer frente al frío húmedo de aquel invierno que fue especialmente inhóspito. España estaba por aquel entonces en medio de una guerra civil, la segunda guerra carlista, y aunque alejada de los campos de batalla, Mallorca no era ajena a las tensiones políticas ni a problemas de orden público que habían obligado al gobierno a decretar el estado de sitio. Los campesinos de la isla no fueron especialmente acogedores con aquella extraña expedición que se instaló entre ellos. Para empezar, la pareja Chopin-Sand vivía “en pecado”, algo que no se había visto en aquellos campos conservadores, dominados por la iglesia desde tiempo inmemorial y que habían cambiado poco con las políticas liberales de los gobiernos de Madrid. Pero es que, además, el músico había llegado tosiendo y con todos los síntomas de la tuberculosis, una enfermedad que por aquellos tiempos tenía muy mala fama: era contagiosa y además la superstición popular la veía como síntoma de un castigo divino, lo mismo que el cáncer. Los médicos locales atendieron a Chopin y recomendaron sangrías. Sand, que presumía de haber cuidado a varios enfermos, se opuso a los consejos de los rústicos hasta que, en febrero de 1839, el maestro sufrió una crisis grave que hizo recomendable la vuelta a Francia. En su conocido libro, Sand detalla con amargura las condiciones materiales en que se desarrolló la estancia pero también incluye descripciones admirativas de las bellezas naturales de Mallorca y de las costumbres locales de los campesinos, que con frecuencia se entregaban a largas sesiones de música popular. Chopin pudo inspirarse en estas serenatas para alguno de los Preludios Op. 28 que compuso en Mallorca, que parecen sugerir el rasgueo de la guitarra.
De vuelta a Francia, la comitiva pasó un tiempo en Marsella antes de instalarse en Nohant, la casa familiar de George Sand, donde Chopin pudo recuperarse dando largos paseos en los campos del Berry. Los combinó con una vida renovada de relaciones sociales en París, donde los amantes se instalaron en apartamentos próximos y continuaron su actividad de intensa creación. Con ser tan diferentes de carácter y también artísticamente, delicado, perfeccionista y elegante Chopin, prolífica y desaforada George, había algo que los unía más allá de la pasión amorosa, pues ambos atesoraban en su memoria recuerdos muy cálidos de felicidad campestre. Aurora Dupin se crió en los campos berrichones y bebió de los sencillos campesinos toda una cultura ordenada y algo lánguida, llena de leyendas y creencias en la presencia de espíritus más o menos malignos. Retrató este mundo en las que se tienen por sus mejores novelas, que no se dirían salidas de la pluma de una persona tan apasionada y excesiva. En El pantano del diablo o en La pequeña Fadette, Sand retrata con simpatía y ternura las costumbres de los sencillos pueblerinos, dando la impresión de cierta nostalgia conservadora. En uno de sus prólogos explica que ha querido resaltar la bondad de las gentes sencillas para contrastarlas con el egoísmo de los ricos y las complicaciones de la vida urbana. Realmente, hay que leer sus memorias personales y otras novelas de tema directamente social para percibir su ideología avanzada. Mejor aún, los panfletos interminables que escribió con ocasión de la revolución de 1848, apoyando a los proletarios y también a sus colegas escritores en peligro de persecución por el segundo imperio de Napoleón III.
En cuanto a Chopin, conocemos también por su correspondencia la felicidad que vivió en su infancia cuando sus padres lo enviaban al campo a pasar veranos idílicos en la región de Mazovia, cercana a la capital, que como el Berry en Francia se encuentra en pleno centro de su natal Polonia. Allí pudo enamorarse también de la sencillez y bondad de los campesinos y gozar de la fiesta de sus melodías populares, cuyos ritmos reconocemos en sus mazurcas, canciones y polonesas. Todo ello transfigurado en gran música gracias a la sólida formación que el músico recibió de sus maestros en Varsovia, que lo instruyeron intensamente en la obra de Bach y de Mozart. También gracias a su afición a la ópera italiana, con Donizetti y Bellini a la cabeza, cuyas cantinelas podemos percibir en las largas melodías de los Nocturnos. En las polonesas quiso expresar su pasión por el país natal, retratado heroicamente con música que proclama sus triunfos militares, o bien melancólicamente cuando evocan la tragedia de la patria sometida por las potencias extranjeras. En ambos casos, Chopin no citaba textualmente temas o ritmos localistas, sino que absorbía temas y modos populares auténticos para vertirlos en piezas de gran altura musical, un folklorismo imaginario que anunciaba el que Debussy y Albéniz hicieron más tarde con la música española popular.
El mérito de Chopin en música se sitúa a un nivel muy superior al de George Sand en literatura. La incansable novelista fue autora de más de 60 títulos de estilos muy dispares y mérito desigual. Su importancia está más bien en el carácter rompedor de su personalidad, una mezcla de ternura y provocación. André Maurois escribió que Sand ”fue la voz de las mujeres en un tiempo en que la mujer guardaba aún silencio” y la reivindica como escritora frente a críticos furibundos como Baudelaire, que la acusaba de un moralismo rancio y burgués lejano de las apariencias de su radicalismo socialista, y otros que, contradiciendo a maestros de la categoría de Dostoyevsky o Henry James, la trataron con excesiva hostilidad, fruto probablemente de los celos literarios. Sand defendía el “derecho individual al temperamento” y no se disculpaba por ninguno de sus excesos. En más de una novela autobiográfica retrata a una mujer que se siente frustrada por su incapacidad de traducir en placer el intenso amor que siente en su cerebro. ¿Cómo es posible que su romántica relación de diez años con el músico acabara desastrosamente debido simplemente a disputas menores relacionadas con los hijos de la escritora? Y sin embargo no podía acabar de otra manera, el finale tenía que ser acorde con la extremidad de la pasión. En 1847, cuando se aproximaba el momento de la ruptura, Sand escribió una novela, Lucrezia Floriani, en la que retrató implícitamente su extraña relación con el músico. Lucrecia, una actriz italiana que se ha retirado al campo, ha tenido innumerables aventuras de las que se absuelve a sí misma, porque siempre que se entregaba a la pasión creía hacerlo para siempre. Cuando ya ha perdido las esperanza de encontrar un amor duradero, conoce a Karol, un adolescente sensible y exquisito pero dotado de un espíritu intolerante en religión y conservador en política, lo mismo que Chopin. Eugène Delacroix, el pintor romántico que llegó a ser el mejor amigo del compositor, cuenta que cuando Sand leyó para ambos algunos párrafos de su nueva novela, Chopin no se enteró de las venenosas alusiones. ¿No será que no se quiso enterar?.
(SAND, George: Un hiver à Majorque; EMEGE, Barcelona 1981.–Id., La mare au diable; La petite Fadette; Lélia, etc: en Oeuvres, edición digital LCI-eBooks.– MAUROIS, André: Lélia ou la vie de George Sand; Le livre de Poche, París, 1951.–ORMESSON, Jean d’: Une autre histoire de la litterature française; Nil editions, París 1997.–SAND, Christiane: À la table de George Sand; Flammarion, Paris 1987.–PAZDRO, Michel: Frédéric Chopin; -découvertes Gallimard, Paris 1989.–SALAZAR, Adolfo: Los grandes compositores de la época romántica; Aguilar, Madrid, 1958)