Kassel, 1812
Los que hemos sido hijos y también padres nos beneficiamos en su momento de dos personajes que luego resultaron de dudosa reputación: Walt Disney y Bruno Bettelheim, quienes nos ofrecieron la oportunidad de conocer los cuentos de los hermanos Grimm. El primero en sus películas de dibujos animados más logradas: Blancanieves y El sastrecillo valiente desde 1938, más tarde La cenicienta y La bella durmiente, entre otras. El segundo en un libro que hizo furor cuando se publicó en 1976: The Uses of Enchantment (sobre la utilidad del embrujo). Por Disney pudimos como niños absorber, sin saberlo, la sabiduría ancestral de aquellos cuentos. Con Bettleheim conocimos su valor educativo, la posibilidad de transmitir a nuestros hijos un tesoro de enseñanzas que deberían penetrar en sus mentes a través de la simple diversión de oír contar historias intrigantes y aparentemente absurdas. El libro de Bettleheim fue escrito por una persona realmente poco idónea para enseñarnos a enseñar. Era un austríaco nacido en 1902, internado en un campo de concentración por los nazis y exiliado en Estados Unidos, donde se presentó como psiquiatra y fundó una institución para el tratamiento de niños autistas. Se suicidó en 1990 y luego se fue sabiendo que en realidad no era psiquiatra, que había plagiado el citado libro, que trataba a sus pacientes según teorías discutibles y encima con violencia y desprecio. Su libro, sin embargo, fue una revelación, está bien escrito y revela aspectos del arte de contar cuentos hasta entonces sólo conocidos por los especialistas. En cuanto a Disney, su reputación sufrió por sus simpatías ultraderechistas y su colaboración con las purgas del “macartismo” en los años de la guerra fría. Si después de su muerte en 1966 la industria Disney acentuó el conservadurismo de sus mensajes, de sus primeras películas basadas en los cuentos de Grimm sólo se critica que suavizaran algunos de los detalles más truculentos de los cuentos originales.
Pero eso, como se verá, lo habían hecho ya los hermanos Grimm. Jacobo (1785-1863) y Guillermo (1786-1959) eran naturales de Hanau (Alemania) y vivieron en su juventud circunstancias históricas muy dramáticas. En 1806 vieron a su país invadido por las tropas napoleónicas, a las instituciones alemanas impugnadas, al sacro imperio romano-germánico cancelado y a un hermano de Napoleón, Jérôme, impuesto como rey en el principado de Hesse, al que pertenecían. Los dos hermanos decidieron dedicar sus vidas a la investigación de las antigüedades literarias alemanas, con el fin de preservar las tradiciones y la memoria de la identidad de su pueblo víctima de la agresión. Jacobo tenía una mentalidad científica, había estudiado derecho con el maestro de la escuela histórica alemana, Friedrich Karl von Savigny, y le había acompañado como ayudante en un viaje que éste hizo a París para investigar en las fuentes del derecho romano medieval. Aconsejado por su hermano Guillermo, de inclinaciones más literarias, había aprovechado para buscar por su parte vestigios de la literatura alemana más antigua. Tras una breve carrera como diplomático, que le llevó a participar sin mayor relevancia en el famoso Congreso de Viena en 1814, decidió dejar la administración y consiguió un empleo modesto como bibliotecario para poder consagrar su vida a la investigación de la historia literaria. Su hermano lo quiso acompañar en esta tarea y ambos dedicaron varios años a recopilar los cuentos populares que se habían transmitido oralmente a los niños de generación en generación. Para ello entrevistaron a numerosas mujeres en su región natal en torno a Hanau y Kassel, pues la tradición del cuento se había vehiculado sobre todo a través de las madres y abuelas reunidas con los niños en torno al fuego familiar. Algunas de ellas, como la esposa del farmacéutico Wild o la viuda Marie Müller eran conocidas por su buena memoria y proporcionaron a los Grimm la mayor parte del material que fueron recopilando. Dos famosos poetas de la época, Clemens Brentano y Achim von Arnim, amigos de la familia Grimm y autores ya de una colección de poemas alemanes medievales, Des Knaben Wunderhorn, les animaron a publicar el resultado de sus pesquisas, inmersos como estaban todos ellos en la ideología del romanticismo alemán. Savigny rechazaba el código civil de Napoleón como una ley impuesta autoritariamente y pensaba que el derecho verdadero estaba contenido en la costumbre jurídica, emanación histórica del espíritu del pueblo. Los literatos creían lo mismo sobre la historia literaria como raíz de la esencia cultural del mundo alemán. Con ellos, los hermanos Grimm querían salvar de entre los escombros dejados por la invasión francesa lo que había creado ese mismo espíritu en su tradición oral.
Así nació el primer volumen de cuentos que publicaron en 1812: Cuentos para los niños y para el hogar. En él aparecen los relatos en la versión original obtenida por Jacobo, con toda la crudeza y primitivismo que los caracteriza, junto con algunos otros tomados de recopilaciones literarias más antiguas. Siguió una segunda edición en 1857 y algunas más que fueron preparadas por Guillermo mientras Jacobo se dedicaba a su vocación científica como filólogo, que le llevó, entre otros trabajos, a iniciar el primer diccionario de la lengua alemana. Guillermo unificó el estilo poético de los cuentos y suprimió algunas aristas, no muchas, para adaptarlos a un público burgués amplio. Por eso digo que también los hermanos Grimm edulcoraron ciertas historias como más tarde haría Disney. Por ejemplo: el cuento de Caperucita roja había sido ya publicado por Charles Perrault en 1697 (Contes de ma mère l’Oye) y el relato era muy simple: el lobo engaña a Caperucita, se adelanta a la niña y cuando ella llega a casa de la abuelita se la come, sin más. En la versión de los Grimm aparece oportunamente el guarda forestal que descubre la fechoría del lobo, saca a Caperucita y a la abuela del vientre del animal y se lo llena de piedras, etc.
Los cuentos no fueron publicados para ser leídos por niños, salvo en una edición simplificada de 1825 que los Grimm dedicaron a lectores infantiles. Reproducían en general las versiones orales originales y su finalidad era que fueran leídos por adultos y, en su caso, que sirvieran de guía a los padres para que los contaran a sus hijos, pues Jacobo y Guillermo lamentaban que la tradición de contar cuentos se estuviera extinguiendo, ya en su época (!). En muchas ocasiones los cuentos incluyen largos recorridos fantasiosos y detalles aparentemente superfluos para mantener a los niños “embrujados” en el simple gozo de escucharlos y para dar tiempo a que los mensajes implícitos en el relato penetren en sus mentes. Otros detalles pueden ser inventados, desde luego, al contarlos, para adaptar los relatos a las edades y caracteres de los oyentes concretos. Por lo demás los rasgos del cuento tienen que ser claros: no se trata de relatos históricos ni se refieren a un tiempo y a un lugar determinados. Los personajes son estereotipos sin definición psicológica precisa. Las leyes de la naturaleza no se aplican a la acción, de modo que los animales y las piedras hablan tanto como los humanos, se transforman, pueden dormir cuarenta años y volver a la vida o calzarse con botas de siete leguas. Sobre todo, carecen de una moraleja explícita como tienen las fábulas al uso (y los cuentos, entre otros, de Perrault) y no explican cuál es su significado pues, en apariencia, sólo quieren entretener al oyente, aprovechando la preferencia de la mente para aprender a través de estructuras narrativas. Pretenden tener la fuerza de la poesía sin ser poemas y son auténticamente basados en la tradición oral y no inventados literariamente como los cuentos de Brentano, Goethe, Andersen y otros escritores: no son fantasías creadas, pues lo que en la vida real serían milagros son hechos perfectamente reales en el cuento, como ocurre en los sueños
¿Y para qué sirven? Esto es lo que divulgó en su libro Bruno Bettleheim y ha sido, antes y después, estudiado científicamente sobre todo por Carl J. Jung y los psiquiatras de su escuela. Para ellos, los cuentos son expresiones, transmitidas de generación en generación, de fuerzas psíquicas del inconsciente colectivo. Expresan una sabiduría anímica ancestral en forma simbólica, la infiltran en la mente de los niños sin tener que explicarles nada, de modo que los padres no tengan que interferir en sus secretos ni ellos que revelar cuáles son sus problemas, su miedos, los obstáculos que encuentran en el desarrollo de su personalidad. En un cuento, los malos son absolutamente malos y los buenos no tienen tacha alguna. No se ahorran ni el terror ni las situaciones de peligro, pues el oyente sabe que la historia va a acabar bien, pase lo que pase. La trama se desarrolla de acuerdo con un guión previsible y ritual que consiste en que el protagonista ha de pasar una serie de pruebas de carácter iniciático, que le llevarán a aprender sobre su vida en la fase de transición hacia la madurez. Tampoco se regatean las alusiones al sexo ni la crueldad de algunos castigos que suele sufrir al final el “malo” del cuento. Así, por ejemplo, sucede cuando nos cuentan que la reina de Blancanieves ha exigido al guardabosques que le traiga no el corazón, como en la versión más popular, sino los pulmones y el hígado de la niña y se los come, para acabar muriendo por las quemaduras de las zapatillas de hierro ardiente que le obligan a calzarse en castigo por sus engaños. Se comprende que Disney haya querido ahorrarnos en sus películas este tipo de detalles, más bien desagradables y poco apropiados para su representación gráfica.
Como era de esperar, la literatura interpretativa de los cuentos de Grimm desde el punto de vista psicológico es abundante. Interesa y mucho a los especialistas, no tanto a los padres que quieran aprovechar su riqueza educativa y nada, como es natural, a sus jóvenes destinatarios. Cada detalle de las historias ha sido desmenuzado buscando significados ocultos. Así, la recurrencia del número siete en Blancanieves (siete años, siete enanitos, etc) o la importancia del azar en los avatares de la vida de los protagonistas, pues toda la acción, en este y otros relatos, sigue los meandros de casualidades y encuentros fortuitos. Pero hay un mensaje que es común a muchos de los cuentos y quizá el más significativo. Lo encontramos desde el título en la historia de El mozo que quería aprender lo que es el miedo y sale a los caminos en su busca. También en los más conocidos, como Caperucita roja y Blancanieves: es una enseñanza ancestral, ajena a la moral cristiana al uso y contrario a cualquier intento de presentar al mundo como “el mejor de los mundos”. Caperucita y Blancanieves actúan con increíble torpeza, como si no existiera el mal, desobedecen con contumacia los consejos de prudencia sobre lo peligrosos que son los lobos previsiblemente malvados o las madrastras disfrazadas de ancianitas. Siempre acaban bien pero sólo a duras penas, a veces sentimos que tendrían que ser ellas y no los malvados los que acaben siendo castigados. Es una advertencia escasamente velada, dirigida especialmente por las madres a sus hijas adolescentes. Perrault la hace explícita con humor en la moraleja versificada de su versión de la Caperucita: cuidado, jóvenes amigas, “hacéis mal en escuchar a toda clase de gentes… quién no sabe que, en las casas y en las calles, estos lobos zalameros son los más peligrosos de todos los lobos”
(GRIMM, Hermanos: Cuentos completos; Labor, Madrid, 1957.–BETTLEHEIM, Bruno: The Uses of Enchantment; Vintage Books, Nueva York 1977.–GERSTNER. Hermann: Brüder Grimm; Rowohlt, Hamburgo, 1973.–JUNG, Carl ed.: Man and his Symbols; Doubleday, Nueva York, 1964.–GIRARD, Yvon: Prefacio a Grimm, La lumière bleue et autres contes; Gallimard, Paris 1999.–KARDAUN, Maria S.: Jung and the Fairy Tale; www.psyartjournal.com, 2010)