CAUDILLOS EN LA LITERATURA VENEZOLANA

Coro (Venezuela), 1859

“En el plano superficial de los acontecimientos…era la pugna política de los liberales contra los oligarcas por la conquista del poder, pero en lo hondo y verdadero de las cosas obedientes a la voluntad vital de los pueblos, sería el duelo a muerte entre la barbarie genuina en que continuaba sumida la masa popular… y la civilización de trasplante en que venía amparando sus intereses la clase dominadora”. Estas palabras, que podría haber firmado Arthur Schopenhauer según su visión de El mundo como voluntad y representación, pertenecen a la novela Pobre negro (1937), del escritor y político venezolano Rómulo Gallegos (1884-1969). Narra en ella cómo se fue gestando la llamada “guerra federal” a mediados del siglo XIX y sus repercusiones en la vida de una hacienda cacaotera de los valles del Tuy, en el norte de Venezuela. Se van deteriorando las relaciones entre la familia de los propietarios y los esclavos negros que trabajan en la tierra y en la casa: huye un esclavo cimarrón al las montañas para unirse a la rebelión social, se convierten algunos miembros de la familia a las ideas liberales, irrumpe la guerra en la vida cotidiana de los protagonistas, en medio de la desolación que dejan a su paso las tropas de uno y otro bando en la hacienda y en el pueblo vecino, arrasado y quemado por los contendientes. Rómulo Gallegos llegó a ser brevemente presidente de Venezuela en 1948 y es el autor de una amplia obra de gran valor  literario, en la que destacan también las novelas Doña Bárbara (1929) y Canaima (1935). Su estilo realista refleja los conflictos de la sociedad venezolana, sus costumbres y las relaciones entre criollos y mestizos con un telón de fondo, que él, como se ha visto, definía como la pugna entre la barbarie y la civilización.

Arturo Michelena, "Vuelvan caras". 1890
Arturo Michelena, «Vuelvan caras». 1890

De la magnitud del desastre causado por esta guerra civil, que duró desde 1859 hasta 1863, da idea la frase con la que uno de los fieles seguidores del principal caudillo de los federales, el “General del Pueblo Soberano” Ezequiel Zamora (1817-1860), arengaba a su banda armada: “¡Nos vamos a Caracas a matar a los blancos, a los ricos y a los que sepan leer!”. Las pugnas entre liberales y conservadores en los años posteriores a la independencia ocultaban un conflicto más profundo por el que ambos partidos, herederos de la “oligarquía” propietaria, se enfrentaban con las masas de trabajadores, esclavos o libertos, del interior del país. A la independencia había seguido un período de cierta estabilidad bajo el gobierno de Páez, el caudillo llanero que, tras militar inicialmente con los “realistas”, se había pasado más tarde al bando del libertador Bolívar. Pero pronto resurgieron los problemas no resueltos por las guerras de la revolución, que habían dejado casi intacta la estructura de poder de la época colonial. Era un país devastado y se enfrentaba al agravante de ver cómo numerosos combatientes regresaban a la vida civil y cómo aparecían por doquier nuevos caciques locales enfrentados entre sí y con el poder central. El “Grito de la Federación” dado en Coro en 1859 por Zamora y otros caudillos significó el fin de una apariencia de alternancia democrática. Esta sólo se había interrumpido por la hegemonía de la familia Monagas, que abolió la esclavitud en 1854 sin prever las consecuencias para la amplia masa de libertos sin trabajo que merodeaban desesperados por los campos. Uno de ellos se queja en la novela de Gallegos de que tuvieran que volver a someterse a los antiguos amos para poder subsistir, “como endenantes”. El caudillo Zamora no tuvo dificultades para sublevar a los negros y pardos de los Llanos y el valle del Tuy, como hiciera José Tomás Boves en 1812 contra la segunda república presidida por Bolívar. Nuevamente se levantó una masa de guerreros que arrasaron el país durante los cuatro años de la guerra federal, bajo una bandera incomprensible para el pueblo llano, que confundía federación con democracia, y que se alzaba confundido, secundando a uno u otro de los caudillos que actuaban movidos por sus crudas luchas por el poder. Uno de los líderes de la época lo expresó con cinismo: “si los contrarios hubieran dicho “federación”, nosotros hubiéramos dicho “centralismo”. La guerra civil sólo acabó en 1863 por agotamiento de los contendientes tras el asesinato de Zamora, el principal caudillo de los federales. Fueron cuatro años de hostilidades que tampoco solucionaron los problemas de fondo que las habían causado.

Ferdinand Bellemand, En el Orinoco, 1860
Ferdinand Bellemand, En el Orinoco, 1860

Una revolución como la de 1859, que en realidad fue una cruenta guerra social, no era algo nuevo en la Venezuela posterior a la independencia. También lo había sido la guerra que enfrentó a los “realistas” con el movimiento independentista acaudillado por Simón Bolívar. La resistencia armada de España frente a la insurrección causó muchos años de guerra que en realidad era una guerra civil entre republicanos “patriotas” y españoles “realistas”. Pero en la miseria de aquellos años era fácil confundir a las masas y ganarlas para causas poco claras y que ellas no comprendían. El caso del mencionado José Tomás Boves (1782-1814) es sin duda el más ilustrativo. Boves era un asturiano nacido en Oviedo, marino de profesión y contrabandista de oficio, que tras varios viajes ejerciendo como marino se había asentado en la ciudad llanera de Calabozo, tras serle conmutada una condena a prisión en Puerto Cabello. Debido a oscuros conflictos, el negocio que había instalado, una modesta “pulpería” o colmado, había sido saqueado e incendiado por una tropa republicana, y en el asalto los soldados habían asesinado a la esposa de Boves en presencia de su hijo. El asturiano, que estaba dotado de un carácter apasionado y extremadamente vengativo, decidió tomar las armas por el bando “realista” y utilizó su cercanía con la gente de los Llanos para movilizar grandes hordas de cuatreros, a los que impresionaba por su valor. Jinete extraordinariamente hábil como los propios llaneros, los condujo de victoria en victoria armados con las simples lanzas que utilizaban en su trabajo. Incendiaron o, dicho a su manera, dieron “candela” a campos y haciendas y destruyeron todos los pueblos que encontraban a su paso. Aunque quizá no hubiera sido necesario, Bolívar además los había provocado al proclamar la “guerra a muerte a españoles y canarios” y al perpetrar una gran matanza de realistas en cumplimiento de su propio decreto. Tras una serie de victorias, a cual más cruenta, Boves puso sitio a Caracas y obligó al Libertador a huir hacia el oriente acompañado de la mayor parte de sus habitantes, unos cuarenta mil, en mortífero éxodo. Poco después murió también Boves, a los 32 años, atravesado por una lanza en una de las batallas inmediatas a su triunfo caraqueño.

Manuel Cabré, Monte Avila, 1907
Manuel Cabré, Monte Avila, ca. 1920

En los últimos capítulos de su novela Las lanzas coloradas de 1931 describe Arturo Uslar Pietri (1906-2001) el terror de las poblaciones que esperaban la llegada de los llaneros de Boves, una caballería masiva y desatada en una orgía de violencia mezcla de odio racial y reivindicación igualitaria. Cuenta cómo huían los habitantes de la Villa de Cura hacia la cercana ciudad de La Victoria; cómo, ante la impotencia de las fuerzas republicanas defensoras, irrumpían los lanceros por sus calles estrechas hasta llegar a asaltar la iglesia donde buscaban refugio mujeres y niños; y cómo, en fin, humillaba el caudillo asturiano a los vencidos. Esta notable obra es sólo una entre una larga serie de novelas históricas que culminó Uslar Pietri con la que dedicó a la dictadura de Juan Vicente Gómez bajo el título Oficio de difuntos. Don Arturo fue un prócer venezolano con una trayectoria democrática parecida a la de Rómulo Gallegos. Ministro, embajador y candidato a la presidencia de la república en 1963, predicaba inútilmente que había que “sembrar el petróleo” y no fiar toda la prosperidad al disfrute pasivo de esta riqueza que Venezuela había recibido como un regalo del cielo a principios del siglo XX. Le recuerdo especialmente por el lúcido análisis que hacía del caudillismo como forma típica del poder en Venezuela, un país con estructuras institucionales muy débiles. Evocando a Boves y a Zamora, explicaba que el caudillo, un jefe natural y espontáneo, no representaba una autoridad establecida y legítima. Ejercía más bien un mando personal surgido de las necesidades de la guerra y de la inefectividad de las instituciones republicanas, inspiradas en modelos extranjeros, que los criollos habían implantado tras la ruptura del orden español. Sus seguidores surgían espontáneamente de una población primitiva movida principalmente por el odio social y racial, eran los llaneros de los grandes espacios, acostumbrados al mando implacable de rudos capataces. Boves era español pero lo seguían los negros y los “pardos” porque “era el jefe natural e insustituible que los conducía a la victoria, que les aseguraba los frutos del saqueo y la satisfacción de los odios y de las venganzas personales”. En una sociedad privada de los patrones de conducta de la época colonial, en camino a la total anarquía, surgía el caudillo como reacción natural del organismo social para establecer algún tipo de orden.

Carmelo Fernández, Los Andes, s.f.
Carmelo Fernández, Los Andes, s.f.

Un caudillo más, entre muchos otros, habría de enderezar al país en el tránsito al siglo XX. El período posterior a la guerra de la federación reprodujo básicamente la situación que se vivió tras la independencia. Una cierta estabilidad e intentos superficiales de modernización fueron la obra del peculiar régimen del afrancesado Antonio Guzmán Blanco, autotitulado “el ilustre americano regenerador y pacificador”, que con frecuencia ejerció el poder desde París. Pero cuando su gobierno llegó a su fin se reprodujeron las rencillas entre conservadores y liberales. Venezuela vivió entonces una solución novedosa, que vino de la mano del dictador Cipriano Castro y su “Revolución Restauradora”. Un venezolano ilustre dio cuenta de la vida y milagros de este curioso personaje. Mariano Picón Salas (1901-1965) fue un distinguido diplomático, académico y escritor de numerosos ensayos en una elegante prosa orteguiana, entre los que destaca su historia cultural de América Latina, De la conquista a la independencia. En 1953 publicó una magnífica biografía que tituló Los días de Cipriano Castro. La novedad del nuevo caudillaje residía en que Castro, que tomó sobre sus espaldas la tarea de poner orden en toda Venezuela, procedía del sur, del estado Táchira. Este estado en los Andes había vivido de lejos los terribles desórdenes de las guerras civiles y había prosperado más que el resto del país gracias al auge del cultivo del café. Familias ricas del norte habían trasladado a él su residencia huyendo del caos; sus clases medias habían prosperado por encima de la media y sus élites creían sufrir el desprecio de la clase política de Caracas. Solo faltaba un nuevo líder carismático y Castro lo era. Organizó una tropa que iba creciendo a medida que progresaba hacia el norte y en poco tiempo acabó conquistando Caracas y el poder nacional sin grandes dificultades. Los problemas vendrían del exterior. Venezuela se había endeudado durante los noventa años de independencia para sufragar tantas guerras, y no podía pagar un empréstito inglés de dos millones de libras esterlinas que Guzmán Blanco había conseguido en 1863. Los ingleses, apoyados por otros acreedores, entre ellos Alemania e Italia, bloquearon las costas de Venezuela en demanda de un pago que habría hipotecado la escasa riqueza del país. Los Estados Unidos de Teddy Roosevelt en plena expansión salvaron a Venezuela del bloqueo en aplicación de la doctrina de Monroe (“América para los americanos”) pero, a pesar de ello, el patriota tachirense Castro gobernó enemistado con el mundo exterior, al que no comprendía. Rompió relaciones con Francia y con Holanda en 1906 y con su protector norteamericano en 1908, declarando que “la planta insolente del Extranjero ha profanado el sagrado suelo de la Patria”. Enfermo en Europa, fue sustituido en 1908 por su lugarteniente Juan Vicente Gómez, que gobernó dictatorialmente hasta su muerte en 1935 a una Venezuela sorprendida por la nueva la riqueza petrolera.


(GALLEGOS, Rómulo: Pobre Negro; Aguilar, Madrid 1951.–USLAR-PIETRI, Arturo: Las lanzas coloradas; Alianza, Madrid, 1983. La creación del Nuevo Mundo; Editorial Mapfre, 1991.–PICÓN SALAS, Mariano: Los días de Cipriano Castro; Ed. Monte Ávila, Caracas, 1951.–IZARD, Miguel: Tierra firme. Historia de Venezuela y Colombia; Alianza, Madrid, 1987.–MORÓN, Guillermo: Historia de Venezuela; Italgráfica, Caracas, 1974)