Venecia, 1916
El triángulo imaginario Venecia-Albertina-Fortuny puntea estratégicamente el gran ciclo novelesco de Marcel Proust En busca del tiempo perdido. El amor ambiguo del narrador por Albertina surge por primera vez en el segundo volumen, cuando el pintor Elstir presenta al narrador y la joven junto con otras de las “muchachas en flor” que veranean en Balbec, un pueblo imaginario de Normandía. Albertina cuenta la ilusión que le haría visitar Venecia y el pintor le habla de Fortuny, cuyas telas imitan las que pintaron los maestros venecianos, que él encuentra demasiado anacrónicas. Este “artista veneciano”, dice Elstir, ha descubierto el secreto de su fabricación y pronto las mujeres podrán pasearse “con brocados tan magníficos como los que Venecia creaba…con diseños del oriente”. Con el tiempo, el celoso Marcel inicia una relación amorosa con Albertina, a la que convence para que se instale con él en París. En su piso la convierte en su prisionera, y la controla en sus menores movimientos a la vez que la llena de regalos caros aconsejado por su vecina, la duquesa de Guermantes. Entre ellos destacan los vestidos que Fortuny ha creado según dibujos venecianos. Según ella “responden a una significación especial”, pues tienen un carácter histórico, cada uno es tan único que da a la pose de la mujer que los viste una importancia excepcional, “como si el vestido hubiera sido el fruto de una larga deliberación” y la conversación que le sirve de escenario se hubiera “destacado de la vida corriente como una escena de novela”. En el quinto volumen de la obra, Albertina desaparece de su casa. Escribe a su amante una carta confirmando su ruptura definitiva pero llegan noticias contradictorias: ¿ha muerto en un accidente? ¿Se ha casado con otro? Entre aliviado y angustiado por la culpa de su amor posesivo, Marcel quiere convencerse de que ya no la ama, incluso de que la ha olvidado. Entonces decide viajar a Venecia, como ha hecho antes de la mano de John Ruskin y su libro Las piedras de Venecia, para visitar iglesias y museos en busca de la belleza del arte. En la Galleria della Accademia observa un cuadro de Carpaccio, Il miracolo della reliquia della croce y entre sus numerosas figuras descubre un personaje que viste un gabán azul con adornos dorados. La memoria involuntaria le depara una de sus sorpresas: es igual a uno de Fortuny que Albertina llevaba puesto el día antes de su huida, cuando subió con él a su automóvil camino de Versalles. Al verlo, descubre que este había sido el modelo de muchos abrigos similares que se veían en París y se estremece de emoción recordando a su amada, turbado por el deseo y la melancolía.
En 1900, durante su primer viaje a Venecia, el joven Marcel Proust ha visitado a Cecilia Madrazo, la viuda del pintor Fortuny, y a su hijo Mariano en su palacio Martinengo. Seis años más tarde, en plena composición de su compleja novela, Proust escribió una carta a María Hahn, la hermana del compositor Reynaldo Hahn y cuñada de Cecilia. En ella le pedía detalles sobre la obra de Mariano Fortuny: en qué cuadro de Carpaccio podía encontrar el modelo de sus creaciones y en qué medida se había inspirado en él al crear sus telas y los diseños de sus vestidos. Necesitaba, decía, una descripción precisa de cierto abrigo y saber si alguna vez diseñó chales para sus modelos. Le revela que Fortuny es el único artista que va a aparecer con su propio nombre en la novela que está escribiendo, mientras que, por ejemplo, el compositor César Franck estará oculto tras el seudónimo de Vinteuil. Lo mismo hará con otros artistas, dado que su obra es “narrativa, no crítica”. Le manifiesta su admiración por Carpaccio, pintor cuyas obras ha admirado en la iglesia de San Giorgio degli Schiavoni y otras. Lo que llama el Leit-motiv Fortuny, concluye, tendrá en la novela “un papel sensual, poético y doloroso”.
¿Quien es el afortunado mortal que tuvo el privilegio de figurar de modo tan eminente en uno de los más grandes ciclos literarios de todos los tiempos?. Mariano Fortuny y Madrazo, al que Proust llama “hijo genial de Venecia”, y en otra ocasión “este mago de Venecia”, nació en Granada (España) en 1871 en el seno de una familia española de larga tradición artística. Sus padres eran personajes verdaderamente imponentes. Mariano Fortuny y Marsal (1839-1874), pintor de origen catalán, se había consagrado con gran éxito en pleno romanticismo gracias a sus pinturas históricas, muchas de ellas de tema oriental según la moda de la época (el pequeño Mariano aparece jugando en El salón japonés, una de sus telas más conocidas). La formidable madre, Cecilia Madrazo, pertenecía a una familia influyente en el mundo artístico de Madrid desde el siglo XVIII y era hija del que había sido durante muchos años pintor de la Corte y director del Museo del Prado, Federico Madrazo. El matrimonio vivió unos años en Roma y reunió una impresionante colección de arte y curiosidades de todo tipo. Fortuny y Marsal murió prematuramente, con treinta y cinco años, cuando el hijo sólo contaba tres. Cecilia decidió entonces mudarse a París, donde Mariano aprendió a pintar. Más tarde, se trasladaron a Venecia y se instalaron en el palacio Martinengo, llevándose consigo la impresionante colección de obras de arte, objetos de todo tipo y valiosos tejidos antiguos que la pareja había ido coleccionando a lo largo de los años. En sus años de formación, Mariano estuvo inmerso en las corrientes más avanzadas del arte del Fin de Siécle. La hiperactiva Cecilia lo llevó a Beyrouth para iniciarlo en el fascinante mundo de Richard Wagner: en su música pero también en su visión de un arte total que sintetizaba la música con la pintura, el teatro y la poesía. Del escritor y artista inglés William Morris (1834-1896) aprendió también a rechazar la separación y la jerarquía de las artes, la pintura, el diseño decorativo y la artesanía. Vió todas estas teorías aplicadas en los Ballets Rusos de Diaghilev que hacían furor en París y él mismo contribuyó con sus escenarios y sus inventos técnicos de iluminación a los ballets y a las producciones de Tristán e Isolda y de Parsifal en la Scala de Milán.
Para ello había desarrollado múltiples talentos. Se convirtió en un pintor competente, aunque no tan genial como su padre, y expuso con éxito en París en 1899 y en Milán en 1900. También se distinguió como fotógrafo pionero, arquitecto, grabador, escultor y descubridor de numerosos inventos que patentó también en París. Contó con la inestimable e incesante ayuda de su madre Cecilia como animadora artística y social. El poeta Pere Gimferrer consagró a Mariano Fortuny una especie de biografía novelada por la que desfilan, con trazo impresionista, las amistades de la familia que Mariano tuvo ocasión de tratar desde su primera juventud. El pintor norteamericano John Singer Sargent aparece en Venecia en primer lugar, sentado en un café de la plaza de San Marcos conversando nada menos que con Henry James: “dos hombres que hablan en inglés, dos hombres que callan en inglés”. Cosima Liszt visita a doña Cecilia en el palacio de Martinengo en 1894 y pone las bases de la participación de Fortuny en la empresa wagneriana. Gabriele D’Annunzio acuerda con Mariano el vestido que lucirá Eleanora Duse en el estreno de su Francesca da Rimini. En 1900 asiste a la exposición universal de París y participa en un “baile persa” de disfraces en el Petit Palais, donde se encuentra con un joven Marcel Proust, acompañado de Emilienne D’Alençon, y con otras aristócratas, actrices y cantantes de varietés. En 1904, Hugo von Hofmannsthal visita a los Fortuny en Venecia para decidir el montaje de la Electra en Viena. El tenor Enrico Caruso viste un manto corto de Fortuny, de terciopelo estampado, para representar una de sus óperas en el Liceo de Barcelona. Orson Welles, que en 1938 había mentido al anunciar por la radio la invasión de los marcianos, le encarga poco después el vestuario para su versión de Otello. Y así tantos otros famosos, la lista es interminable. Mariano triunfa, pues, también en Nueva York y en Hollywood.
Es curioso que en las múltiples alusiones que hace Proust a los vestidos de Fortuny aparezca solamente la mención de diseños con un carácter antiguo veneciano, o su evocación del oriente de las Mil y una noches. Sin embargo, cuando se empezó a publicar En busca del tiempo perdido hacía tiempo ya que Fortuny se había hecho famoso por sus invenciones más características: la túnica Delfos y el chal Knossos. Había encontrado en Henriette Negrín, una modelo francesa, su pareja ideal, aunque no era del gusto de la temible Cecilia, pues estaba casada cuando conoció a “su” Mariano. Una vez resuelto el problema, Mariano abandonó el hogar materno, y se instaló con su pareja en el palacio Orfei, donde montaron un gran taller para producir, entre otras cosas, los tejidos que habían inventado tras un viaje a Grecia que hicieron en 1907, imitación de los que habían visto representados en las estatuas de la Grecia antigua. Se trataba de tejidos finamente plisados y coloreados con productos naturales, según técnicas que patentaron y fabricaron en grandes cantidades. La concepción de las túnicas Delfos captó muy acertadamente las tendencias de la moda y de la cultura de los tiempos. La suavidad de los tejidos permitía, en su aparente sencillez, mostrar con naturalidad el cuerpo femenino, desembarazado de los tradicionales miriñaques, corsés y otras ortopedias. Lo adoptaron pronto las grandes divas del teatro y de la danza, Sarah Bernhardt e Isadora Duse, para obtener la máxima libertad de movimientos sobre el escenario. Pronto fué el lujoso atuendo preferido por las damas de la alta sociedad europea y norteamericana.
En sus talleres del palacio Orfei y en la factoría instalada en la isla de La Giudecca, los Fortuny crearon una próspera industria cuyo crecimiento sólo se detuvo durante el régimen de Mussolini, que con su política proteccionista impidió la importación de la seda japonesa y del algodón inglés necesario para la producción en serie de sus tejidos. Tras la Guerra, el negocio se fue recuperando hasta que Mariano Fortuny falleció en 1949 en Venecia a los 77 años, sin haber abandonado por un momento su febril actividad creadora ni sus múltiples contactos sociales y artísticos. Henriette quedó como única ocupante del palacio Orfei. Ofreció donar al gobierno español el museo y toda su colección, pero, por razones que parecen deberse más a ignorancia que a criterios políticos, el régimen franquista rechazó la donación. Acabó en manos de la ciudad de Venecia, que en 1956 convirtió el palacio en el actual Museo Fortuny. Muchas de las piezas más valiosas de la obra de Fortuny se conservan en el Museo del Traje de Madrid, gracias a una coleccionista amiga de Henriette Negrín, la pintora austriaca Liselotte Höhs. Del furor que hicieron estas prendas de vestido en el mundo del cine da testimonio una poco conocida fotografía de la actriz Julie Christie en 1973 vistiendo un pantalón y túnica plisados según el sistema creado por Fortuny.
(PROUST, Marcel: A la recherche du temps perdu; Bibliotèque La Pléiade, 1963.–HADDAD-WOTLING, Karen: Proust; Editions Nathan, 1992.–GIMFERRER, Pere: Fortuny; Ed. Planeta, barcelona 2010.–CARRAI, Guido: Il mantello di Fortuny. www.marcelproust.it.–PUERTO, Sara: El alquimista contra el tiempo; Rev Descubrir el arte, 2013.–CASAMARTINA, Josep: Los pliegues de la melancolía. El Pais, 30.10. 2016)