DON QUIJOTE CABALGA EN AMÉRICA

Caracas, 1595

Cuando en 1905 se celebró el tercer centenario de la publicación del Quijote, los homenajes, escritos y perorados de un lado a otro del Atlántico, obligaron a los escritores a un notable esfuerzo de imaginación. Muchos de ellos encontraron un tema atrayente: el de la proyección del mítico personaje desde su modesto lugar de la  Mancha a la aventura americana de los españoles. En 1905 España, recordemos, estaba aún en estado de postración por la pérdida de Cuba y de su condición de imperio, obsesionada con interpretar las razones del fracaso y a través de ella, descubrir su “esencia” como nación. La asociación era inevitable y llevaba a Don Quijote, el héroe fracasado tras perseguir una gran quimera en un mundo prosaico y mezquino. Eran momentos de desconcierto también en el lado americano, donde las repúblicas hispanas buscaban una identidad para salir del marasmo del primer siglo de independencia. Estaban “sin Quijote, sin pies y sin alas, sin Sancho y sin Dios“. Rubén Darío, el poeta nicaragüense que escribió este verso, fue de los primeros en encontrar en Don Quijote el clavo ardiente del que asirse para proponer una nueva visión. En el mismo 1898, el año del fracaso, había escrito un cuento fantástico alusivo al trágico desenlace de la corta guerra que enfrentó a España con los Estados Unidos. Una tropa española deseosa de proseguir la lucha recibe la orden de entregar las armas. Su abanderado es un misterioso personaje del que sólo se saben las siglas que lleva grabadas en su morral, “D.Q.”. Cuando recibe la orden de rendir la bandera se quita la vida arrojándose por un precipicio. ¡Lo nunca visto, un Quijote suicida, cuando el verdadero Don Quijote no se rendía ante nada!

Picasso: Don Quijote y Sancho, 1955

A Darío le siguieron abundantes escritores, con teorías varias, no tan fantasiosas quizá pero siempre imaginativas. El uruguayo José Enrique Rodó declaraba en 1900 que “la filosofía” del Quijote es la de la conquista española y Carlos Fuentes años más tarde que “la Mancha adquirió todo su sentido en América”. Por parte española, abundaron las apelaciones al quijotismo como salida de la terrible crisis de conciencia causada por la derrota. Destaca por su osadía la comparación que hizo Don Miguel de Unamuno entre Don Quijote y Simón Bolívar en su afán de recuperar un espíritu común para las relaciones entre los países hispanos. Es verdad que el Libertador le dió la excusa para lanzarse en esta equiparación algo artificiosa de personajes tan dispares, loco el uno y cuerdo el otro aunque con los delirios del genio. Cita Unamuno un frase de Bolívar que no podía menos que hacerle caer en tentación: “Los tres grandísimos majaderos hemos sido Jesucristo, Don Quijote y yo”. A partir de ahí valía ya todo para construir el paralelismo. El joven Bolívar, aconsejado por su maestro Simón Rodríguez, ha leído a Rousseau y Voltaire y las historias heroicas de la antigua Roma con la misma pasión que el manchego dedicó a los libros de caballería. El maestro acompaña a su pupilo a Roma, donde en el Monte Sacro se arma caballero de la liberación de las Américas. Exagera después como hiperactivo general en sus continuos desplazamientos, libertador andante y escritor infatigable, depresivo a veces y siempre visionario. Tras el terremoto de Caracas de 1821, nos premió con una de sus frases más logradas y, hay que reconocerlo, quijotescas: “Si se opone la naturaleza, lucharemos contra ella y haremos que nos obedezca”. Y en 1826, cercano ya a su derrota como unificador de Hispanoamérica, pretendía seguir la lucha en Cuba y Puerto Rico “para marchar luego con mayores fuerzas a España…si para entonces no quieren la paz los españoles”.

Manuel Tovar y Tovar: Bolívar en la batalla de Junín, 1824

Cristóbal Colón también excitó la imaginación de los escritores en busca de émulos de Don Quijote. Abrió el fuego el novelista alemán Jakob Wassermann con una biografía que publicó en 1929 y que en ediciones posteriores recibió un título sugestivo: Colón, el Quijote de los océanos. Como el personaje de Cervantes, el navegante genovés carece de pasado, lo oculta o lo inventa con fabulaciones varias. Concibe una empresa disparatada a los ojos de sus contemporáneos y no está dispuesto a que ni los hechos ni la ciencia le estropeen la quimérica hazaña que propone en Portugal, sin éxito, y en Castilla, con éxito precario y controvertido. Quiere descubrir la isla de Cipango, el Japón de Marco Polo, navegando hacia el oeste y ofrece a la Reina Católica de Castilla las grandes riquezas que va a descubrir para que convoque la cruzada definitiva que ha de liberar el Santo Sepulcro en Jerusalén. Como dice Cervantes de Don Quijote, Colón “se abraza con su imaginación”. Y no la suelta hasta culminar la hazaña y acabar en la humillación tras cuatro viajes de ida y vuelta, siempre a Cipango. Las islas que descubrió por casualidad tenían que ser el continente asiático. En 1494 seguía convencido de que en Cuba había llegado a la India y que desde allí podría hacer el viaje de vuelta a España por tierra. Ante las dudas de algunos, hizo levantar acta notarial en la que obligó a todos a confirmar la creencia del Almirante. “Y su alguna duda de ello tuvieren, reza el sorprendente documento, que les rogaba que lo dijesen, porque luego les quitaría la duda y les haría ver que es tierra firme…y les puse pena de diez mil maravedíes por cada vez que dijeran lo contrario de lo que agora diría y cortada la lengua”. Colón tardó en convencer a la reina pero cuando lo consiguió en 1492 exigió cosas muy quijotescas en las capitulaciones de Santa Fé: poder usar el tratamiento de Don, reservado a los nobles, y el título de Almirante de la Mar Océana y de Virrey o gobernador general de todo lo que descubriera, con carácter hereditario y con jurisdicción personal, como en lo más profundo del feudalismo. Los reyes firmaron probablemente porque no tenían mucho temor de tener que cumplir con tan osadas pretensiones. Pero Colón lo tomaba todo muy en serio, su imaginación mandaba, inspirada por el relato de los viajes de Marco Polo y de Sir John Mandeville, equivalentes a los libros de caballerías de Don Quijote.  Wassermann llega a preguntarse si no se habría inspirado Cervantes en el personaje de Colón para crear su mítico Don Quijote, tantas eran las semejanzas. Nunca lo sabremos, pero la idea fue acogida favorablemente por Salvador de Madariaga en su biografía del Almirante.

Honoré Daumier: Don Quijote, 1868

Venezuela ofrece aún otro personaje histórico con resonancia quijotesca, el extremeño Alonso Andrea de Ledesma, conquistador y fundador de Santiago de León de Caracas. De este héroe sabemos más bien poco, pero lo suficiente para convertirlo en una clara evocación del personaje cervantino. En 1595 se produjo uno de los ataques que tan frecuentes eran en la época. Los piratas ingleses asolaban las costas de las posesiones españolas y la de Venezuela no era una excepción, sus puertos de Macuto y la Guaira sufrían asedios y asaltos frecuentes. Esta vez el pirata Aymar Preston fue más lejos. Un traidor le facilitó un secreto acceso a la capital atravesando la mole del monte Àvila, con lo que pudo burlar la defensa de las tropas españolas, que estaban desplegadas en la entrada natural a la capital. La población huía despavorida ante el ataque, de modo que los ingleses no encontraron oposición y pudieron entregarse al usual saqueo y destrucción. Sin resistencia…salvo la de un extraño personaje que les hizo frente en solitario. Iba a caballo, cubierto con armadura y blandiendo una anticuada lanza. Tanto incomodó e hirió con ella a los piratas que su capitán les ordenó disparar contra él. Admirados por su valor y tras comprobar que se trataba de un pobre anciano, los ingleses le dieron honores militares. Y el escritor venezolano Mario Briceño-Iragorri le dio honores literarios en una serie de escritos quijotescos que tituló El caballo de Ledesma (1948) donde aparece también, cómo no, la conexión bolivariana.

Vanderlyn, John: La llegada de Colón, 1847

Pero ¿estuvo alguna vez Don Quijote en América? Cervantes aludió al Nuevo Mundo en varias ocasiones. Quiso obtener un puesto en la burocracia colonial y se lo negaron, seguramente por no pertenecer a la casta adecuada, a pesar de que traía honores de Lepanto y era ya conocido escritor. Su consuelo fue ver que ya en 1605, apenas salido El Quijote de las prensas, llegaron abundantes ejemplares a las colonias y fue lectura preferida de peninsulares y criollos. Y no es difícil imaginar que su éxito americano tiene algo que ver con la circunstancia histórica, pues había allí amplio caldo de cultivo. En los primeros años de la conquista seguían vivos en Castilla los principios rectores de la sociedad feudal, que se habían impuesto tardíamente en España y, tras atravesar el Atlántico, siguieron operando en el nuevo continente. Se trasladó al Nuevo Mundo todo lo que estructuraba al viejo. La sociedad jerarquizada y dividida en castas inamovibles, empezando por los propios conquistadores peninsulares, los criollos nacidos en el continente, los mestizos, los indígenas americanos y los esclavos importados desde África. La economía feudal impuso también su carácter estático y poco propicio al desarrollo, precapitalista. La intolerancia de la Iglesia católica, que conformaba de manera principal la ideología de la corona española, teñía de un matiz de cruzada medieval la evangelización de los nativos americanos. En fin, la cultura, que no podía ser otra que la imperante en los reinos españoles en vísperas de los descubrimientos. Mariano Picón-Salas llamó la atención sobre la tesis de el estudioso norteamericano Irving A. Leonard, que en 1949 mostró cómo los conquistadores estaban inmersos en el mundo fantástico de los libros de caballerías y trasladaron a América sus ideales y algunos de sus mitos, el Dorado, las Amazonas… No hay duda de que alguno de los más populares de estos libros, que alimentaban casi en exclusiva la cultura popular, llegaron escondidos en las carabelas de los primeros viajes de descubrimiento. Eran los libros del momento: Tirante el Blanco se publicó en 1490, Amadís de Gaula en 1508, y así tantos otros.

Jáuregui y Aguilar: Cervantes, 1600

La supuesta locura del entrañable Don Quijote fue, como es sabido, resultado de la lectura excesiva, del empacho con estos libros. Alonso Quijano pertenecía a la clase más baja de la nobleza castellana, era un hidalgo pobre. Como tal, quería redimirse a toda costa de su condición y lo hacía como tantos contemporáneos suyos, trasladándose con nostalgia a costumbres, entretenimientos y creencias del pasado. El sublime anacronismo del libro de Cervantes va más lejos, ya que el trastorno mental de su protagonista le hace vivir glorias pretéritas en un presente sórdido y vulgar, del que, “abrazado” como está a su imaginación, no es capaz de sacarle ni el lúcido y vulgar escudero Sancho. Don Quijote presume de conocer al detalle las reglas de la caballería y de actuar según ellas, “que las sé mejor que cuantos caballeros las profesaron en el mundo” (Cap. 25). Este código caballeresco es una noción más que dudosa. Johan Huizinga ha mostrado que en realidad la idea de un orden de la caballería fue inventada por sus practicantes, o incluso por los historiadores, necesitados de un paradigma para poder explicar un mundo caótico y atomizado como fué el de la Alta Edad Media. Raimundo Lulio y el rey Alfonso X en sus VII Partidas codificaron sus normas y Don Quijote las sabía de verdad. El supremo humor de Cervantes consistió en presentarnos el cumplimiento del orden caballeresco a través del prisma de una mente desordenada que se niega a aceptar la realidad y cuando la acepta la considera conspiración de sus poderosos enemigos, magia y engaño. Don Quijote asume como propios los fines de la caballería andante y los cumple con conmovedora fidelidad: “defender las doncellas, amparar las viudas y socorrer a los huérfanos y menesterosos”. Y ejecuta los preceptos más formales de la orden con gran determinación cómica. Así cuando se hace armar caballero por el ventero de la posada tras velar las armas; cuando porfía que él como caballero sólo puede enfrentarse con los de su condición sin que quepa que le ayude Sancho o cualquier otro plebeyo; cuando profesa su amor por Dulcinea y le es fiel hasta el sacrificio, sin querer admitir la baja condición de Aldonza Moreno; cuando presume de arrostrar todo sufrimiento y privación en aras del deber. Pero en realidad, salvo los fines declarados y algunas normas superficiales de protocolo, la caballería carecía de las normas de un auténtico derecho sustantivo, pues presidía un mundo anárquico donde los nobles tomaban la justicia, una justicia ideal definida por ellos, por la fuerza y en solitario.

A falta de una verdadera justicia organizada, estos caballeros justicieros se consideraban, por si acaso, inmunes de la poca que había. Don Quijote no pudo expresarlo más claramente: “¿Quién ignoró que están exentos de todo judicial fuero…(ya) que su ley es su espada, sus fueros sus bríos, sus premáticas su libertad”? (Cap. 45). O cuando, en otra ocasión, se impacienta con Sancho: “¡Calla! ¿Y dónde has visto tú o leído jamás que caballero andante haya sido puesto ante la justicia por más homicidios que hubiera cometido?” (Cap. 10). Estas, entre otras, son las ideas que llevaron, con sus Amadises y sus Tirantes bajo el brazo, los españoles que pisaron tierra americana en 1492.


(DARÍO, Rubén: Cuentos fantásticos; Alianza Editorial, Madrid, 1976.–VALERO, Eva Maria: El Quijote en los albores del siglo XX hispanoamericano; en cvc.cervantes.es.–UNAMUNO; Miguel de: Don Quijote y Bolívar, en Ensayos completos, II; Aguilar, Madrid, 1967.–WASSERMANN. Jakob: Colón, el Quijote de los océanos; Ed. Funambulista, Madrid 2015.–HUIZINGA, Johan: El otoño de la edad media; Revista de Occidente, Madrid, 1973.–CUENCA, Luis Alberto de: Floresta española de varia caballería; Ed. nacional, Madrid, 1975.–PICON-SALAS, Mariano: Mítica americana y libros de caballería; en De la conquista a la independencia y otros estudios; Monte Avila, Caracas, 1987))