Múnich, 1848
La abdicación del rey Luis I de Baviera en 1848 es generalmente relacionada con el escándalo que produjo su relación amorosa, comenzada en 1846, con la cantante y bailarina Marie Dolores Eliza Rosanna Gilbert, cuyo nombre artístico Lola Montes la había hecho famosa en toda Europa. El rey tenía sesenta años, por lo que calificar su amor de “senil” como ha sido habitual no deja de ser exagerado, a pesar de la época. Ella era una joven de 25 años con un largo recorrido. Las razones de lo que ocurrió en 1848 son desde luego más complejas, como se verá. Pero el mero hecho de que se considere su presencia en la corte de Múnich como el detonante del fin desastroso de un rey que inicialmente fue popular da que pensar sobre lo extraordinaria que debió ser la personalidad de esta mujer. Era hija de un militar y pasó sus primeros años en la India y en Escocia. Se distinguió desde su más tierna infancia por un carácter osado, altanero y caprichoso. Sin mucha preparación ni talento musical pero animada de una gran seguridad en sí misma, inició una carrera como cantante y “bailarina española” fabricándose una identidad exótica, aunque sus padres eran irlandeses. Fue fanática defensora de su propia libertad y tuvo varios maridos no muy interesantes, de los que se separó pronto. Lo mismo le pasaba con sus numerosos amantes, estos sí de la máxima categoría. Se cuentan entre ellos el gran virtuoso Franz Liszt y el escritor Alejandro Dumas, a quienes conoció en París donde, a pesar de estar en momentos bajos de su carrera artística, fue admitida en el círculo literario de George Sand. Perseveró en su vocación en varias ciudades europeas, incluidas Varsovia y San Petersburgo, con éxito desigual en los escenarios pero sobresaliente en la alta sociedad. La más llamativa parada en este eterno vagar fue Múnich. Allí tuvo una aparición en escena fulgurante, con la que enamoró al Rey Luis, que también tenía a sus espaldas una larga carrera de agitadas pasiones. La Montes, fumadora pionera de cigarros puros, era, además de atractiva y seductora, algo intelectual y desde París llevó ideas liberales a un país que se debatía entre los aires revolucionarios y el más extremo conservadurismo clerical. Exigió ser nacionalizada como ciudadana bávara y el rey, contra la oposición de casi todos, no sólo accedió sino que le dió por añadidura el título de condesa de Landsfeld, junto con opulentos regalos. Ella quiso influenciar el curso de la política del reino bávaro y consiguió con su oficiosidad que cayera el gabinete ultramontano de Karl von Abel, pero no pudo evitar que las tensiones acumuladas en años de crisis obligaran al rey a abdicar. Lola tuvo que huir de Múnich y acabó cantando y bailando para los mineros de California y Australia, presas de la fiebre del oro, con un espectáculo que tituló Lola en Baviera.
El rey Luis I tenía una personalidad casi tan fogosa como la de su amante. Aunque en siglos anteriores algunos duques de la casa Wittelsbach habían recibido el título real e incluso uno de ellos, Ludovico IV, llegó a ser elegido emperador en 1328, su padre Maximiliano I había sido el primer rey de la moderna monarquía de Baviera. En 1806 lo había elevado a tal dignidad la invasión de Napoleón, que integró al ducado bávaro en la Confederación del Rin, en la que agrupó a varias entidades alemanas semi-soberanas bajo su protectorado. A estos países, cuyas poblaciones acogieron con frecuencia al Emperador como un libertador portador de ideas progresistas, les impuso constituciones y leyes igualitarias y laicas inspiradas en el Code civil francés, que acabó con la estructura jurídica feudal. Baviera tuvo ya una primera constitución en 1808, diseñada por el ministro ilustrado Maximilian von Montgelas, quien además inició la modernización de la administración, suprimiendo privilegios de la Iglesia católica y admitiendo su igualdad con el protestantismo y otras religiones. Cuando en 1812 cayó el Imperio con la derrota de Napoleón en Rusia, Baviera cambió de bando y se unió a Austria en una nueva coalición anti-napoleónica. El rey Maximiliano I “otorgó” en 1818 una nueva constitución que tuvo una vida más duradera. Consagraba el principio monárquico restaurador que triunfaba entonces en toda Europa tras el Congreso de Viena y restringía los avances alcanzados bajo influencia francesa.
Siendo aún príncipe heredero, el futuro rey Luis I tuvo que luchar junto a los ejércitos napoleónicos, precisamente en las batallas de la campaña de Rusia, en las que Baviera sufrió fuertes pérdidas. Y además no estaba nada de acuerdo con las ideas liberales y revolucionarias. Cuando heredó el trono en 1825 había pasado años en Francia e Italia interesándose sobre todo por la arquitectura y el arte y preparándose para una labor ingente de edificación en su futura capital. Tuvo que reinar bajo los principios de la constitución de 1818 pero hizo una interpretación más bien extrema del “principio monárquico”. Sostenía que no había varios poderes legislativos sino sólo uno, el del Rey asistido por el consejo de los estados: “el Rey ordena, decía, y no permite que se le diga lo que tiene que hacer o dejar de hacer”. Amenazaba a quienes le regateaban los fondos necesarios para su plan de embellecer y ampliar la ciudad de Múnich: “estos señores, parece que dijo refiriéndose a nobles y a los representantes populares que encontraban excesivo el proyecto de la Ludwigskirche, no me conocen; no saben que yo soy un Wittelsbach y que de un plumazo me puedo llevar a otro lugar la universidad de Múnich”. En 1826, él mismo había trasladado a la capital la universidad bávara, en la que había estudiado, desde su emplazamiento original en Landshut.
Ahora bien, esta actitud y este carácter no eran los más apropiados para los tiempos que se avecinaban. Luis vivía absorbido por sus aficiones artísticas mientras se fraguaba en Alemania y en toda Europa una gran revolución. Después de 1815 se habían impuesto los años de la cultura Biedermeier, en los que reinó una calma aparente debida al cansancio de las guerras napoleónicas y la reorganización de Europa en un sentido monárquico y conservador diseñada en el Congreso de Viena. Pero los alemanes no quedaron conformes con el régimen pactado por las potencias europeas para mantener a Alemania desunida y débil, como había quedado en 1648 tras la Paz de Westfalia. Desde el principio de la intervención francesa habían absorbido las ideas de nación y de libertad que llegaron inevitablemente con las tropas de Napoleón. Estudiantes y artesanos nacionalistas encendieron una fuerte tensión social que se agravó a partir de 1830, pues las monarquías de la Santa Alianza impusieron políticas represivas como reacción y defensa frente a la revolución burguesa que acabó en Francia con el reino de los borbones. En Baviera el Rey siguió complacido esta pauta y dio paso a gobiernos ultraconservadores y neocatólicos. No vio venir el furor nacionalista inspirado por ideólogos como Johann G. Fichte en sus Discursos a la nación alemana. A todo ello se unió en la década de 1840 una crisis económica grave causada por el éxodo a las ciudades de campesinos empobrecidos por las guerras y también por la decadencia de los oficios artesanales que fue consecuencia de la supresión de los gremios. Este es el contexto en el que Luis I de Baviera no tuvo reparo en hacer ostentación de sus amores con la irresistible Lola Montes. La revolución de marzo de 1848 fue un terremoto que desde su epicentro en París sacudió a toda Europa y pronto se extendió a Múnich. Ante las exigencias de las masas, el rey se vió obligado a ceder e hizo concesiones liberalizadoras, pero prefirió abdicar antes que tener que adaptar su poder a los estrechos límites de una monarquía parlamentaria.
Desde luego, su obra como refundador de la ciudad de Múnich fue impresionante y nadie le niega el mérito. Su capital carecía del pedigree de ciudades como Ratisbona, Augsburgo o Salzburgo, creadas mil años antes que ella por el Imperio Romano en la provincia de la Retia, equivalente aproximado de la actual Baviera. Solo fue cristianizada en el siglo VIII por san Bonifacio, que fundó un pequeño asentamiento de monjes (Mönch en alemán, de donde el nombre actual de la ciudad: München). Oficialmente fue fundada en 1158 porque ofrecía una posición intermedia favorable para el comercio de la sal en la ruta entre las minas de Salzburgo y la metrópolis económica de la época, Augsburgo. Un siglo más tarde, los duques de la dinastía de los Wittelsbach la convirtieron en sede de su corte y comenzaron su embellecimiento ininterrumpido. Durante varios siglos siguió los avatares típicos del régimen feudal, con continuas guerras familiares por cuestiones sucesorias, que ocasionaron particiones y reagrupamientos entre los señoríos territoriales de la región. Durante la Guerra de Treinta Años fue ocupada por suecos protestantes en 1632 y por españoles católicos en 1634 y perdió población hasta convertirse en una ciudad provinciana de 9000 habitantes.
Pero no tardó en recuperarse. Luis I la encontró mejor en 1825, pues sus antecesores habían querido compensar su falta de solera con generosas iniciativas para convertirla en un notable centro de cultura. Era ambicioso y tenaz y no reparó en gastos para convertirla en una ciudad esplendorosa. Contó con dos arquitectos notables, Leo Klenze y Friedrich Gärtner y, ya desde sus años en París, con el encargo de su padre el rey Maximiliano I de “ocuparse de todo lo relacionado con la construcción y el arte”. De sus viajes a Italia había vuelto fascinado por el clasicismo y no paró hasta convertir la ciudad, como ha escrito Claudius Seidl, en una especie de parque temático en el que se reúne el gótico de la Frauenkirche con las iglesias barrocas inspiradas en Roma, la arquitectura neogótica del Ayuntamiento, los templos clásicos de Grecia y el Renacimiento florentino, representado por la Loggia de los mariscales, copiada de la Loggia dei Signori de Florencia, con leones incluidos. Hizo construir también ampulosos edificios “honoríficos” acordes con el nacionalismo imperante: el Walhalla, el Salón de la Liberación, los Propileos, etc. Pero su más querida contribución fue la avenida que tomó su nombre y que prolonga la ciudad hacia el norte partiendo de la Odeonplatz. La Ludwigstrasse arrasó las viejas construcciones medievales y se fue llenando de palacios renacentistas hasta la nueva Universidad y, más allá de la Puerta de la Victoria, otra de las aportaciones honoríficas del reinado, hacia el barrio de Schwabing. Esta avenida se prolonga hacia el norte paralela al gran Jardín de los Ingleses. Pero Múnich, como es fácil observar, mira al sur y brilla sobre todo en los días de sol que la tiñen de colores propios de Italia, más cercana física y culturalmente que la Alemania del norte. Thomas Mann, que vivió muchos años allí, lo plasmó en una famosa frase: München leuchtete (Múnich relucía).
La semilla sembrada por Luis I como mecenas de las artes germinó brillantemente con el paso de los años, en el fin de siècle, con la música de Wagner y del muniqués Richard Strauss, con Vasili Kandinsky, Paul Klee y los demás pintores del grupo Der Blaue Reiter (El jinete azul). Pero la historia de Múnich como capital europea de la cultura venía de atrás. El Emperador Ludovico IV aportó en su reinado de treinta años un impulso intelectual decisivo a la pugna con el Papado dando cobijo y apoyo a los mayores teóricos del poder imperial, Marsilio de Padua y Guillermo de Occam. A finales del siglo XV Munich se había convertido en una “gran ciudad” medieval con sus 13.000 habitantes, había construido su catedral y acogido a una pléyade de artistas y artesanos de todo tipo como sede de numerosas fiestas y diversiones promovidas por los duques Wittelsbach. En 1506 se unificó de manera casi definitiva el territorio de Baviera y se preparó su capital para tomar parte activa como protagonista de la Contrarreforma, absorbiendo los vientos del arte barroco que subían desde Roma, culminando en la iglesia de los Asam y la de los Teatinos. El compositor flamenco Orlando di Lasso fue el maestro de capilla del duque Alberto de Baviera desde 1563 y permaneció en Múnich hasta su muerte. Y tras la Guerra de los Treinta años la ciudad se convirtió en una verdadera capital del arte con la edificación de la Residencia ducal. En 1781 Mozart estrenó en el teatro de la Residencia su ópera Idomeneo y dio con frecuencia conciertos en el palacio de verano de Nymphenburg: Munich se encontraba, al fin y al cabo, convenientemente situada a mitad de camino entre Salzburgo, donde vivía el compositor, y Augsburgo, donde visitaba con frecuencia la familia de su futura esposa Constanza.
(VOLKERT, Wilhelm: Geschichte Bayerns; Verlag C.H. Beck, Munich 2001.–SCHULZE, Hagen: Pequeña historia de Alemania; Alianza, Madrid, 2001.--FRIEDEL, Helmut y HOBERT, Annegret: The History of the Blue Rider; Prester Verlag, Munich 2000.–CHRISTLIEB, Wolfgang: Ludwig I. König und Bauer; VON Müller, Karl Alexander: 800 Jahre München: ambos en MERIAN 12, 1958.–WIKIPEDIA, 2017: Lola Montez.--SEIDL, Claudius: Wo das Leben so Spielt, en MERIAN 10/52)