VIAJAR EN INVIERNO

Viena, 1828

 

Franz Schubert (1797-1828) vivió poco, no llegó a los treinta y dos años. Cuando Beethoven cumplió esa edad, en 1802, se encontraba en el arrabal vienés de Heiligenstadt componiendo su segunda sinfonía, es decir que apenas había empezado a acometer las obras de su período heroico ni, por tanto, las más tardías y avanzadas. En cambio, el joven Franz madrugó como compositor y dejó establecido definitivamente su estilo cuando apenas salía de la adolescencia. En 1816 había compuesto ya El rey de los Elfos  (D. 328), un Lied basado en una balada de Goethe que concentra en muy pocos minutos todo el pathos del Romanticismo. Un padre cabalga en la noche tormentosa con su hijo enfermo y delirante en el regazo; la voz cuenta la historia mientras el piano subraya con acordes febriles el galope del caballo y los últimos latidos desesperados. Esta obra maestra de juventud merecía ser conocida por el gran maestro de Weimar, ídolo junto con Schiller del jovencísimo compositor. Su amigo y mentor Joseph von Spaun, poeta aficionado, la envió con una carta adulatoria al gran poeta convertido en institución de la cultura europea. Goethe devolvió sin un comentario el paquete que contenía la carta junto con cuarenta y cuatro Lieder sobre poemas del maestro que acompañaron en el viaje a Weimar al Rey de los Elfos. Para poner música a su poesía le bastaba su secretario Carl Friedrich Zelter, compositor aficionado que resaltaba el contenido, la palabra magistral, y dejaba al piano reducido a una participación subordinada. Sólo en 1830, cuando Schubert había muerto, se dignó Goethe emocionarse con una obra tan perfecta y apasionada al oírla cantada por una celebridad de aquellos años, Wilhelmine Schröder-Devrient. Lo suyo era el clasicismo, a pesar de haber abierto la caja de Pandora del sentimentalismo romántico con su Werther.

Julius Schmid, una schubertiada, 1897

Schubert debió sentirse decepcionado por este desaire, aunque dada su timidez quizá consideró demasiado osada la iniciativa de su amigo Spaun. Con lo famoso que ha sido después parece increíble que el compositor apenas pudiera organizar en toda su vida más que un concierto público. No era un instrumentista virtuoso a la moda, incluso sentía gran frustración por no poder interpretar al piano algunas de sus partituras más complicadas. Pero el joven Schubert había establecido a los dieciocho años un estilo, a medio camino del Clasicismo por la perfección de las formas y el Romanticismo por los temas poéticos que transformaba en Lieder con engañosa facilidad. Llegó a componer más de seiscientos transmutando en música las obras de multitud de poetas de aquella época dorada de la lírica alemana, algunos famosos y otros no tanto. Entre éstos se contaban los amigos de su círculo literario-musical, el propio Spaun, Franz von Schobert, Johann Mayrhofer, etc. Él mismo se aventuró tímidamente en la poesía y escribió alguna interesante página autobiográfica. Pero su vida estuvo intensamente concentrada en la composición, a la que se dedicó muy pronto contra la oposición de su padre, un maestro puritano y estricto que sin embargo le dió la educación musical necesaria para que hiciera precisamente lo que él no quería que hiciera. Pianista y violinista precoz, fue admitido pronto como miembro del coro de la corte imperial, los que más tarde se conocieron como los Niños cantores de Viena. Se independizó pronto del apoyo familiar y ya no paró de componer, con ambición creciente, hasta su temprana muerte.

Caspar David Friedrich: caminante ante un mar de nubes, 1817

De la persona Schubert sabemos poco, algunas anécdotas escritas por sus amigos, retratos numerosos a cargo del pintor Moritz von Schwind que representan al compositor en sus Schubertiadas, las reuniones literario-musicales que celebraban regularmente para dar a conocer poesía y música de aquel grupo de apasionados diletantes. Las impresiones son contradictorias: nos presentan, por un lado, la imagen de un sociable bon-vivant, bebedor y acompañante festivo de bailes al son de su música, enamorado siempre de amores imposibles: de la soprano Thérèse Grob en su adolescencia, de la aristocrática Caroline von Esterhazy años más tarde. Frente a esta imagen, nos ha llegado la del artista consciente de su talento y enormemente ambicioso, convencido quizá de ser el continuador de los grandes, el heredero de Haydn, Mozart y Beethoven, orgulloso y colérico en ocasiones, frustrado al no ver reconocida la altura de su arte. Dedicado al Lied en sus primeros años de  fertilidad creativa, desarrolló una creciente atención a otros géneros musicales y compuso abundante música de cámara, sinfonías, misas, todo ello dominado por el melodismo brillante de su música impregnada de poesía. El misterioso personaje se nos revela sobre todo en la elección de los textos literarios a los que dió vida con su música. En sus últimos años, atacado ya por una grave enfermedad, la sífilis, volvió a sus orígenes de liederista eligiendo para poner en música dos ciclos poéticos de un discreto escritor alemán, Wilhelm Müller (1794-1827). Este berlinés acomodado, bohemio como él, proporcionó a Schubert La bella Molinera y El viaje en invierno, a través de los cuales conseguimos romper el velo de la personalidad de este genio y atisbar su íntima visión de la vida.

Wilhelm August Rieder: retrato de Schubert en 1825

Schubert descubrió por casualidad la obra de Müller, recogida principalmente en una colección de poemas que tituló irónicamente 77 poemas de los papeles póstumos de un trompista itinerante. Puso en música brillantemente La bella molinera en 1823, cuando estaba hospitalizado por un ataque agudo de su enfermedad: una colección de poemas que cuentan el amor trágico del molinero por la bella molinera, personajes típicos como pocos del Romanticismo. El viaje en Invierno tuvo que esperar: lo compuso en 1827 y lo estaba corrigiendo cuando le sorprendió la muerte en noviembre del año siguiente. No fue casualidad. La poesía del Winterreise no tiene la altura de la de alguno de los grandes a los que nuestro compositor puso música. Tiene, sin embargo, todos los ingredientes necesarios para desvelar una amarga confesión final, una reflexión retrospectiva sobre la propia vida y a la vez un manifiesto de adhesión al espíritu romántico. Sus temas principales se van desgranando en 24 miniaturas aparentemente desordenadas, aunque conectadas entre sí por la disposición de las tonalidades y por el juego del piano que acompaña al canto describiendo paisajes y climas, ansiedades y tormentas emocionales, el romántico “desorden de la experiencia“ del que habló Charles Rosen. Los hechos han tenido ya lugar cuando el ciclo comienza. Un joven vaga por los campos después de haber sido rechazado por su amada. Merodea en torno al pueblo donde ha vivido, visita el tilo donde ha grabado sus palabras de amor, siente el viento frío que congela sus cabellos, huye de los cuervos que le acechan desde los tejados y de los perros que le ladran amenazadores, oye el cuerno ligero del correo que ya no le traerá cartas de la amada, se refugia para descansar en la cabaña de un carbonero. En los últimos versos siente el soplo frío de la muerte en un cartel que le indica “un camino por el que no podrá volver”, en una tumba que querría tener por posada. El final, como casi todo, queda en suspenso, tenemos que adivinarlo.

C.D. Friedrich: dos hombres contemplan la luna, 1825

El tenor Ian Bostridge, intérprete e historiador, estudioso de esta obra, compara este vago recorrido con una pieza de Samuel Beckett. Tiene algo, en efecto, de teatro del absurdo: no sabemos quién es el personaje. Tampoco lo que le ha pasado ni donde está, sólo sabemos lo que siente. El resto de la historia tiene que suplirlo nuestra libre imaginación. El protagonista es un caminante, un peregrino, el Wanderer que tantas y tantas veces aparece en la literatura del Romanticismo alemán. La figura del peregrino se pierde, naturalmente, en la noche de los tiempos literarios, empezando por Ulises y Telémaco. Goethe lo convirtió en el personaje central de su Wilhelm Meister: un joven que emprende su viaje de iniciación para aprender un oficio. Es el primer exponente de la literatura de Bildung, típica de la Ilustración, impregnada de la curiosidad por la naturaleza y de la confianza en la capacidad del ser humano para alcanzar el progreso personal. El Wanderer mejora su cuerpo y cura su mente a través del caminar. Schubert puso música a varios poemas de Goethe sobre caminantes, en los que domina esta continua alusión al viaje de iniciación del que se ha de volver madurado para enfrentarse con la vida real. Ahora bien, si en la Alemania del siglo XVIII se fomentaron las excursiones de aprendizaje, de camaradería universitaria, el mundo trastornado por las guerras napoleónicas y por las difíciles condiciones políticas de la Restauración canta más bien a un caminante solitario. El Romanticismo fue la respuesta de una cultura establecida en lo seguro e inmutable a las turbulencias revolucionarias que acabaron con las certezas del orden social y político. Adoptó con naturalidad el motivo del caminante, pero lo hizo con una nueva visión. No se trataba ya de caminar para aprender, sino de vagar sin rumbo, incesantemente, para huir de una realidad cambiante y amenazadora. El peregrino romántico es esencialmente nostálgico de algo que desconoce pero que tiene necesariamente que estar lejos: una patria que no existe. Hacia esa meta desconocida camina sin destino, pues el caminar se convierte en un fin en sí mismo.

Gustav Klimt: Schubert al al piano, ca. 1899

Numerosos Lieder de Schubert tienen el Wanderer como tema. Todavía en el espíritu de la Ilustración, varios de ellos representan la visión ilustrada y cantan el viaje de iniciación y aprendizaje. En la misma línea positiva había puesto música a un poema de su amigo Mayrhofer que reflejaba una versión mística de la soledad: “dadme la plenitud de la soledad”, entona un monje que al final de una larga y agitada vida se retira a meditar en el atardecer de su convento en busca de la santidad (Eimsamkeit, D. 620). Pero ya el propio Goethe había señalado el camino hacia la concepción romántica en un sereno nocturno donde aparece un aviso ominoso del peligro del eterno caminar: en las cumbres reina la paz, los árboles no se mueven por el más mínimo soplo, los pájaros callan en el bosque: caminante,”pronto descansarás tú también” (Wanderer Nachtlied II, D. 768). También está ya en pleno espíritu romántico un Lied significativo que Schubert basó en un poema de Georg Philipp Schmidt (Der Wanderer, D 489). Su protagonista se siente extraño en todos sitios. El sol es frío en la montaña, las flores se marchitan, la vida envejece: “Allí donde tu no estás, está la felicidad”. El caminante del Viaje en invierno también se siente extraño y sólo. El ciclo empieza con las palabras clave: “llegué como un extraño y como un extraño me voy”. No sabemos si se refiere al desolado paisaje o a la casa de la que ha sido despedido, forma parte de la ambigüedad del ciclo. El protagonista vaga solitario y sólo al final aparece otro ser humano, un organillero mendigo que repite monótonamente su cantinela. Se trata, lo mismo que en los personajes solitarios de los cuadros de Caspar David Friedrich, de la versión más patética de la soledad. El enfermo compositor eligió los lúgubres versos de Müller para darnos la íntima versión de sus sufrimientos finales. El protagonista se compara en su caminar a una nube oscura que corre impulsada por el viento: arrastra sus pies por los caminos contemplando la vida alegre de los demás, sólo “y sin que nadie lo salude…”

Rudolf Alfred Höger: Heurigen en Grinzig, 1900

Schubert se sumó a este culto del caminante solitario a pesar de haber pasado una vida más bien sedentaria y nada solitaria, al menos en apariencia. Sólo salió de su ciudad para instalarse en la cercana finca de los Esterházy en Zelesz, entonces en la vecina Hungría. Vivió además una existencia gregaria, pues cuando no estaba dedicado a componer su música solía buscar la compañía de sus amigos literatos en sus casas y en las tabernas de Viena, o probando el vino nuevo en los Heurigen de las cercanas colinas de Grinzig. La Viena que vivió Schubert estuvo dominada por un régimen opresivo que toleraba mal la frivolidad de los artistas y no toleraba en absoluto la libertad política. Austria había cerrado la etapa revolucionaria y el desorden napoleónico con el sistema policial de los Decretos de Carlsbad, que el canciller Metternich dictó en 1819 y que en lo cultural dieron paso al llamado período Biedermeier, marcado por un estilo burgués y familiar, antiheroico. Todos los indicios apuntan a que nuestro compositor y sus amigos burlaban con su vida aparentemente frívola la vigilancia de la policía y las trabas que los censores ponían a las pocas óperas que le dejaron estrenar. En una ocasión, sin embargo, encontramos a Franz interrogado por la policía a propósito de la detención de un amigo suyo revolucionario, Johann Senn, que fue condenado a una larga pena de prisión. Poco después, Schubert convirtió en Lieder dos de sus poemas, una venganza tan implícita como inocua, el desafío propio de un tímido que no quiere correr el riesgo de comprometerse activamente en política para defender sus ideas. Su rechazo del régimen represivo se deduce también de su admiración por Wilhelm Müller. También el berlinés supo nadar y guardar la ropa en un modesto puesto de bibliotecario en su nativa Dessau, protegido benévolamente por el duque local. Pero había apoyado a los griegos que luchaban por emanciparse del Imperio otomano y había viajado a Italia, donde conoció la rebelión clandestina de los Carbonari. ¿Es casualidad que el único descanso que encuentra el caminante del Winterreise en su amargo vagar sea al abrigo de la cabaña de un carbonero?  


 

(EINSTEIN, Alfred: Schubert. The man and his Music; Panther Books, Londres 1951.–SCHNEIDER, Marcel: Schubert; Seuil, París 1994.–BOSTRIDGE, Ian: Schuberts Winterreise; C.H.Beck, Munich, 2015.–BUDDE, Elmar: Schuberts Liederzyklen, Ein Musikalischer Werkführer; C.H.Beck, Munich 2012.–HÄRTLING, Peter: Schubert. Novela; Seix y Barral, Barcelona, 1997.–ROSS, Alex: Great Soul; searching for Schubert, en Listen to This; Fourth Estate, Londres 2011.–ROSEN, Charles: The Romantic Generation; Harvard U.P., 1958)