Washington D.C., 1947
La noción del “equilibrio de poder” es tan vaga que ha llegado a ser calificada de “impresionista”, pues se refiere, como lo indica su nombre, a una realidad inestable y precaria. Como descripción de una situación de hecho puede aplicarse a innumerables momentos de la historia de los pueblos e incluso de las personas. Como concepto con el que explicar un sistema internacional entre entidades soberanas fue el historiador Francesco Guicciardini quien la utilizó por primera vez en el siglo XVI para definir la política con la que Lorenzo de Medici intentó mantener la paz entre las ciudades-estado del Renacimiento italiano. Se trataba de unir a los actores del sistema, a través de alianzas, para evitar que uno de ellos pudiera imponer su hegemonía sobre los demás. Esta idea, que quería superar la noción medieval de una comunidad universal, ya fuera bajo la autoridad del Papado o del Imperio, fue retomada por los “equilibristas” de la Ilustración, como el abate Saint Pierre (1658-1743), que propugnaba una federación política basada en el cálculo del poder relativo de los posibles contendientes y el acuerdo entre todos para evitar la ruptura del equilibrio. El sistema es claramente inseguro e imperfecto, pues resulta muy difícil determinar exactamente la cantidad de poder que posee cada actor y ello ocasiona fatalmente que el equilibrio se rompa cuando uno de ellos se considera lo suficientemente fuerte como para intentar imponerse a los demás. La idea del equilibrio, obviamente, no pertenece al mundo normativo del derecho, salvo quizá como presupuesto para su existencia efectiva. Algunas paces como la del Tratado de Utrech en 1714 explicitaron que el equilibrio en Europa era el objetivo de los arreglos que siguieron a la guerra de sucesión a la corona de España, cuando Gran Bretaña, Austria y Holanda se unieron contra la pretensión de Francia de imponer su hegemonía en Europa al unir las coronas francesa y española en una sola cabeza. Inmanuel Kant, en su ensayo Sobre la paz perpetua de 1795, rechazaba de plano la idea del equilibrio como quimérica e incapaz de asegurar la independencia de los estados. Propuso como fundamento de una verdadera paz la conducta basada en el imperativo moral y diseñó un sistema confederal basado en un verdadero derecho internacional aceptado por todos los actores.
Como instrumento de análisis la idea del equilibrio es, sin duda, útil y puede ayudarnos a comprender el “sistema” que ha presidido la vida internacional de mi generación, conocido como “la guerra fría”. Sobre esta idea, dos enfoques radicalmente diferentes se enfrentaron con fuerza en 1947, año en el que se publicó un artículo de George Kennan sobre Las fuentes de la conducta soviética, al que respondió prontamente el ensayo de Walter Lippmann titulado La guerra fría. Un estudio de política exterior. Kennan era un diplomático norteamericano de segundo rango en la embajada en Moscú, culto y ambicioso. Escribió un famoso “largo telegrama” de 8000 palabras al departamento de estado en el que exponía una concepción pesimista sobre el curso que habían tomado los acontecimientos desde que en 1945 terminara la Segunda Guerra mundial con la derrota de la Alemania nazi. Enjuiciaba la conducta de la URSS, poco dispuesta a abandonar las posiciones adquiridas militarmente hasta el centro de Europa, como la expresión de un conflicto ideológico que venía de atrás, de 1917, cuando la Revolución rusa había lanzado una ofensiva para expandir el comunismo en el mundo. No había posibilidad de compromiso, según Kennan, con los soviéticos pues éstos no veían otra manera de mantener su poder que no fuera minando “la armonía interna de nuestra sociedad…destruyendo nuestro modo de vida y rompiendo la autoridad internacional de nuestro estado”. La única solución era una política de “contención” (containment), consistente en responder con firmeza a cualquier intento de los soviéticos de desafiar el orden mundial, sin importar los medios y el lugar donde se produjera la provocación. La sociedad soviética, concluía, es débil y tiene en su seno las semillas de su propia destrucción. Acabará derrotada por el pueblo americano y sus aliados, unidos en esta lucha por la democracia.
Walter Lippmann, que en 1947 era un consagrado e influyente comentarista político, recibió las tesis de Kennan, un joven diplomático de 43 años, con una crítica cercana al desprecio. En su ensayo le tachó de ingenuo representante de la política exterior tradicional de los Estados Unidos, basada en principios morales que el presidente Woodrow Wilson había concretado en 1918 en sus “catorce puntos para la paz en Europa y el mundo”. Para Lippmann, el planteamiento ideológico de Kennan no tenía en cuenta que las ideologías no se producen en el vacío, que la Unión Soviética era la heredera de las mismas pretensiones de expansión territorial que esgrimía la Rusia zarista. Responder a este desafío con la política de contención era una “monstruosidad estratégica”. Significaba dejar la iniciativa en manos de la URSS, cuya economía planificada le permitiría llevar la desestabilización allí donde quiera, mientras que Estados Unidos no tenía ni la flexibilidad ni los medios para contrarrestar sus desafíos. Tendría que emplear recursos ingentes para apoyar en nombre de la democracia a regímenes dictatoriales del tercer mundo y con ello, además, debilitaría la solidez de la alianza con las potencias europeas, temerosas de que alguna de estas aventuras periféricas pudiera desatar una nueva guerra mundial. La solución pasaba para Lippmann por negociar un tratado de paz que consiguiera la retirada de las tropas soviéticas y estableciera un equilibrio estable en el centro de Europa. Henry Kissinger, protagonista de la política exterior norteamericana en los mandatos de Nixon y Ford (entre 1969 y 1976) no pudo resistir la tentación de analizar la guerra fría, como Lippmann, en términos de “equilibrio de poder”. Al fin y al cabo, su tesis doctoral Un mundo restaurado y sus numerosos libros posteriores no ocultan su admiración por el canciller austríaco Metternich, artífice del sistema europeo de equilibrio que siguió a las guerras napoleónicas y que fue consagrado en el Congreso de Viena en 1815. Kissinger, norteamericano nacido en Alemania, no apreciaba especialmente el idealismo que había servido de ideología a la política norteamericana derivado de los principios de Wilson. Para él era preferible un sistema de estados fuertemente concertados en un equilibrio como el que de hecho existió en Europa durante la guerra fría y se ha mantenido hasta hoy, basado en la disuasión nuclear.
No fueron éstas las únicas críticas que encontraron las tesis de Kennan, pues hubo tímidos intentos de revisar la prácticamente unánime atribución de “culpas” a los soviéticos por el comienzo de la guerra fría. El golpe comunista de Praga en 1948 y otras actuaciones similares promovidas por la URSS, sin embargo, convencieron a los escépticos de que no iba a renunciar al avance territorial obtenido en Europa, sino que estaba decidida a mantener el control de los países que consideraba ya dentro de su “esfera de influencia”. La política de “contención”, oficializada como Doctrina Truman, se puso en práctica en términos políticos y también militares y para aplicarla Estados Unidos desplegó una serie de bases militares a todo lo largo de la frontera de la Unión soviética y sus países satélites en Europa y en Asia. La situación quedó estabilizada en Europa tras las crisis del bloqueo de Berlín en 1949 y la construcción del muro en 1961 entre los sectores occidentales y el soviético, pero Kennan acertó al predecir que el poder occidental iba a ser desafiado en los márgenes. Francia y la Gran Bretaña, las potencias que habían controlado el continente asiático en el siglo XIX habían quedado maltrechas tras la guerra mundial. Los Estados Unidos pasaron entonces a “contener” los avances soviéticos, con objeto de controlar a Irán primero y muy pronto a Arabia y otros países árabes ricos en petróleo. El vacío que dejó Francia en el sudeste asiático dió lugar a la guerra de Vietnam y la ocupación de Afganistán por la URSS en 1978 causó a su vez la reacción del movimiento islamista de los talibanes, apoyado por los EEUU. En todos estos casos y en otros bien conocidos, como había advertido Lippmann, la “contención” obligó a los Estados Unidos a apagar desordenadamente fuegos en todo el mundo aunque ello exigiera reforzar o crear regímenes tan poco democráticos como el de la Unión Soviética. Pero la propuesta de Kennan en cuanto al resultado final acabó por revelarse profética.
Existe una cierta confusión al fijar la fecha del fin de la guerra fría. Cuando en 1972 se reeditaron en Washington los ensayos de Walter Lippmann y de George Kennan, el autor del prólogo, Ronald Steel, justificaba así la publicación de los dos clásicos: “La guerra fría ha muerto y han empezado a hacerse las autopsias”. Es verdad que en 1972 había comenzado un período de distensión entre los Estados Unidos y la Unión Soviética bajo la llamada Doctrina Nixon, que entre otros objetivos señalaba el de progresar en el desarme y a la vez limitar el papel norteamericano en las guerras periféricas que habían proliferado en los años anteriores. Pero ya antes había habido momentos de relativa distensión, en los años posteriores a la muerte de Stalin en 1953 y tras la crisis de los misiles en Cuba en 1962. Nixon y Kissinger presidieron un período de negociaciones destinadas a limitar los daños de otras crisis como la que surgió a raíz de la guerra árabe-israelí de 1973. Tras la presidencia de Carter, que se movió también en la senda de la détente, Ronald Reagan reavivó en 1981 la guerra fría con el apoyo de Margaret Thatcher. Se mostraba decidido esta vez a ganarla, a ir más allá de la “contención”, esgrimiendo argumentos poco complejos, en términos maniqueos de una lucha del bien contra el mal, como una cruzada sin reglas donde todo estaba permitido, incluso apoyar donde hiciera falta a guerrillas que pudieran desestabilizar los regímenes considerados pro-soviéticos. Se comprende que Kissinger enjuiciara la política de Reagan con cierto desdén intelectual. Aún así, reconoció que, quizá por ser tan poco sofisticada, aplicada con determinación iba conseguir los mismos objetivos que él había pretendido obtener con un planteamiento más clásico. Reagan logró la victoria, según es opinión común, en 1989, nueva fecha en la que se ha venido situando el fin de la guerra fría. El dirigente soviético Gorbatchov se mostró dispuesto entonces a seguir negociando el desarme al mismo tiempo que intentaba reformar desde dentro el régimen soviético. La debilidad económica y la rigidez política de éste frustraron su intento de mantener el status quo y la Unión Soviética se desintegró.
Pero ¿fue en verdad una guerra la “guerra fría”? Esta expresión, que Lippmann tomó de George Orwell, no puede ser más inexacta, pues si bien en el período entre 1947 y 1989 hubo abundantes enfrentamientos armados, lo más característico de la “guerra fría” es que en Europa, su frente principal, no hubo guerra sino más bien una paz armada similar a la que precedió a la Gran Guerra de 1914-18 o a las paces precarias que siguieron a los grandes conflictos del pasado. El haber llamado guerra fría al complejo proceso que hemos vivido bajo la apariencia de paz deriva precisamente de la creciente dificultad de distinguir con rigor entre la guerra y la paz, como lo prueba el uso tan dispar que se hace del término, que va desde su significado original, hostilidades armadas, hasta las guerras “metafóricas” contra la pobreza, la droga y, más recientemente, “el terror”. La guerra es una realidad omnipresente en la historia humana, aunque nos cueste creerlo a los privilegiados que hemos vivido libres de esta experiencia extrema precisamente porque se supone que la guerra de nuestro tiempo era “fría”. Los clásicos consideraban que la guerra era un estado natural y no se ocupaban especialmente de sus causas, mientras que a la paz solo la mencionaban como un paréntesis entre guerras o como la situación subsiguiente a una victoria. Por ello nos advirtió León Tolstoi en su colosal novela Guerra y paz, tras haber sufrido personalmente los horrores del conflicto de Crimea, que no es posible tratar sobre la guerra de un modo científico o racional, que las guerras se producen por movimientos sociales irracionales que salen del control de los gobernantes y se desencadenan con frecuencia en momentos de tensión por circunstancias fortuitas, errores de juicio o accidentes imprevistos.
(TOLSTOI, Leo: Guerra y paz; Aguilar, Madrid, 1981.–LIPPMANN, Walter: The cold war; Harper Torchbooks, Nueva York, 1972.–KENNEDY, David: War and the Law; Princeton University Press, 2006.–VAGTS, Alfred y Detlev: The Balance of Power in International Law; AJIL, 73 nº 4, Oct. 1979.–KISSINGER, Henry: Diplomacy; Simon and Shuster, Nueva York, 1994.–HILLMAN, James: A Terrible Love of war; Penguin Books, Nueva York, 2004.–HARRIS, Marvin: Vacas, cerdos, guerras y brujas; Alianza ed., Madrid, 1974)