THEODOR MOMMSEN, PREMIO NOBEL DE LITERATURA

Estocolmo, 1902.

Julio César. Clara Grosh, 1892

 

La Academia sueca empezó a conceder el Premio Nobel de literatura en 1901. El ganador ese año fue el poeta y ensayista francés Sully Prudhomme. Al año siguiente, los candidatos entre los que hubo que elegir incluían a Leo Tolstoi, Émile Zola y otros no menos notables creadores. Ante lo comprometido que resultaba premiar a personas tan polémicas, cada cual a su manera, la Academia dio el premio al historiador alemán Theodor Mommsen (1817-1903). Era autor de una conocida Historia de Roma, publicada en Leipzig entre los años 1854 y 1856 en tres tomos, que se completaron con uno adicional en 1885. Justificando la concesión del premio, el secretario de la Academia se refirió a la larga carrera del escritor y a la popularidad de su conocida obra, por entonces ya traducida a nueve idiomas. Y añadió: “Se le concede por su habilidad en convertir hechos cuidadosamente investigados en un cuadro vivo… por ser el más grande maestro contemporáneo en el arte de la escritura histórica…(cuya) intuición y poder creativo reduce la distancia entre el historiador y el poeta”. Lo cierto es que Mommsen proporcionó a la Academia sueca la excusa para no tener que elegir entre los otros contendientes y era un candidato irreprochable. Amigo en su juventud del poeta y novelista Theodor Storm, se había aventurado en la literatura pura escribiendo poesía. Pero sobre todo era una institución en el prestigioso mundo académico alemán del siglo XIX, político y factótum de la Academia de ciencias de Berlín. Era además popular por su Historia de Roma, que se enseñaba en las escuelas y no faltaba en ninguna  biblioteca familiar. En 1892, el americano Mark Twain, por entonces también un literato plenamente consagrado, asistió a una recepción que dio en su honor la Universidad de Berlín y relató con su característica acidez el revuelo que había causado la llegada del famoso profesor: “yo hubiera viajado muchas millas simplemente para verlo de lejos y aquí estaba…con una engañosa modestia titánica que le hacía aparecer como si fuera una persona normal”.

Theodor Mommsen
Theodor Mommsen. Ludwig Knaus, 1881

Christian Mattias Theodor Mommsen había nacido en 1817 en Schleswig, un ducado que entonces pertenecía al reino de Dinamarca. Su padre era un modesto pastor luterano aficionado a la filología que no pudo pagar a Theodor los estudios en la universidad de Göttingen, la más prestigiosa de la época. Pero el joven Mommsen completó brillantemente sus carrera de derecho en Kiel, con un doctorado que ganó en 1843. El derecho que se estudiaba en aquella época era principalmente una versión modernizada de las Pandectas, la gran compilación jurídica que el emperador Justiniano había promulgado en el siglo VI, que seguía aplicándose en Europa. Era, en definitiva, derecho romano y Mommsen sucumbió al atractivo de este estudio, mitad jurídico mitad histórico, haciendo de la historia del derecho la profesión de su vida. La universidad le becó para viajar a Italia y allí pasó tres años, fascinado por las ruinas del antiguo imperio y por las enseñanzas de un famoso especialista en epigrafía romana, Bartolomeo Borghesi, que lo inició en el arte de descifrar las inscripciones latinas que cubrían tumbas, dinteles, baños y lugares de culto en Roma y en toda Italia. A la vuelta de su viaje, consiguió una cátedra en la universidad de Leipzig, aunque  tuvo que mudarse con cierta frecuencia, inquietado por su activismo político en las revoluciones de 1848 (era partidario de la unidad alemana y de la incorporación del ducado de Schleswig-Holstein a Alemania). Se exilió en Zurich y acabó enseñando derecho en la universidad de Breslau (Polonia). Desde allí presentó en 1854 a la academia de ciencias de Berlín el proyecto en el que centraría su máxima ambición: la recopilación del Corpus Inscriptionum Latinarum, un monumento de erudición  al que iba a dedicar toda su vida que dejó inacabado tras haber dirigido la publicación de los primeros quince tomos. Pocos años después se instaló definitivamente en Berlín, ya como catedrático de historia antigua y miembro de la Academia.

Entonces se produjo el curioso paréntesis en la vida de nuestro héroe que le daría pronto fama y, a la larga, el premio Nobel. En 1854 se había casado con la hija de un prestigioso editor de Weimar, Karl Reimer, y éste, sabedor de su talento, le había hecho caer en la tentación de escribir una obra para el gran público, una historia de Roma de carácter narrativo, ajena a la alta erudición de sus estudios filológicos, que se iban ampliando ya a la numismática, la paleontología y a las demás disciplinas del historicismo científico en boga en aquellos tiempos. El joven y fogoso profesor dejó de momento estas preocupaciones y aplicó su enorme capacidad de trabajo en escribir su obra más popular. La Historia de Roma inauguró una nueva forma de historiar, una visión holística que incluía no sólo la historia política sino también el derecho, la filosofía y la arqueología. Sobre todo, no era una historia de personajes ilustres ni estaba únicamente basada en las fuentes literarias al uso, sino que seguía las directrices del historiador danés Barthold Niebhbur sobre el estricto control crítico de la documentación. Mommsen dio entrada por vez primera a las masas, a la economía, a la geopolítica en una anticipación de la metodología materialista que más tarde iban a proponer, en su versión dialéctica, Karl Marx y los sociólogos. Todo ello con un gran aliento narrativo, una prosa exuberante y un ritmo majestuoso incluso en la descripción de los temas más áridos. Y algo más, que pronto le fue criticado al maestro alemán por los más puristas: la obra está escrita con gran pasión y con continuas referencias a las circunstancias contemporáneas. Quería Mommsen que su historia sirviera de espejo crítico del presente en el agitado campo de la política alemana. Se alejaba así también de la ciencia histórica excesivamente estricta que cultivaban sus colegas eruditos, a los que reprochaba que se empeñaran en “inquirir especialmente en aquello que no es posible saber, ni vale la pena”.

El Coliseo, Roma
El Coliseo, Roma

La Historia de Mommsen describe la época remota de la monarquía y las turbulencias de la república romana hasta el año 46 a. C. cuando en la batalla de Tapsos Julio César resolvió la guerra civil que lo enfrentaba a Pompeyo y tomó el poder del imperio como monarca, debilitando a la clase aristocrática en su calidad de líder de la facción demócrata. El libro acaba con un largo y rendido panegírico de César que llama la atención por su énfasis apasionado y casi produce rubor por expresiones sorprendentes de admiración, que no se sabe bien si son sinceras o simplemente interesadas en relación con la Alemania de su tiempo. Mommsen llega a llamar a Julio César “un hombre perfecto…el único genio creativo que Roma produjo y el último que nos dio el mundo antiguo”. Alguien ha sugerido que a Mommsen le traicionaba el subconsciente y estaba con tanto ditirambo expresando un íntimo deseo de alcanzar la gloria política y científica, confiado en su avasalladora voluntad y capacidad de trabajo. La interpretación común es que estaba intentando dramatizar la necesidad de acabar en Alemania con la frustración de la siempre retrasada unidad nacional. Parece que pensaba que del caos político sólo se saldría con la intervención de un “hombre fuerte” como César, cuyos excesos él creía poder excusar porque consideraba que, en efecto, su genio militar y político había sido imprescindible para salvar a Roma de un hundimiento inminente. Así lo explica al final del tercer libro de la Historia con todo lujo de detalles, opiniones y comparaciones con otras figuras de la historia (Guillermo de Orange, Cromwell, Napoleón) y con una exposición verdaderamente exhaustiva de las reformas que César introdujo en la administración, ejército y economía del imperio en el poco tiempo que pudo ejercer como dictador perpetuo hasta que fue asesinado en los idus de marzo del año 44 a.C.

Después de su sonado éxito, Mommsen no quiso continuar el relato histórico y se limitó a publicar un último volumen en 1885 sobre la administración y la cultura de las provincias romanas. Prefirió no escribir sobre los muchos “hombres fuertes” que dominaron Roma como emperadores durante siglos. Quizá la ascensión al poder del canciller Bismarck, primero en Prusia y luego en la Alemania unificada, le hizo desistir de apelar a un nuevo César para resolver las problemas del imperio alemán nacido de la guerra franco-prusiana de 1870. Mommsen había sido diputado en el parlamento de Prusia y en el Reichstag del imperio sin alcanzar gran relevancia como político y sí algunos problemas que estuvieron a punto de dar con él en la cárcel por su oposición al poderoso canciller, un verdadero titán en la política como Mommsen lo era en la historia. Mientras tanto, había continuado con su imparable energía su obra científica, que culminó con un tratado exhaustivo sobre el derecho público de Roma y una última obra sobre el derecho penal romano.

Este personaje extraordinario y prolífico, que escribió más de 1500 obras y tuvo la friolera de 16 hijos acabó su vida exaltado por la fama pero siempre lastrado por un pesimismo tan apasionado como su ambición. En 1899 se desahogó con amargura en un codicilo que añadió a su testamento. En él pedía a su familia que evitara que se le hicieran homenajes y biografías: “yo en mi vida, a pesar de los éxitos externos, no he llegado a ser aquél que debí ser…he sido siempre animal politicum y quise ser un ciudadano, lo cual no es posible en esta nación…” ¿Cómo explicar este final tan patético? Mommsen lo tuvo todo pero quizá su determinación y su afán de perfección le impidieron disfrutarlo. Como político es verdad que no llegó lejos. Como científico, se resignó a pensar que su máximo logro había sido su tarea como organizador de la ciencia alemana en su función como secretario general de la Academia desde 1873. Fue a la vez un historiador científico cuando trabajó las fuentes romanas y un aficionado cuando cultivó la historia literaria. En cuanto a lo primero, reconocía que, en el fondo, su preparación como filólogo había sido insuficiente. Y, probablemente, no se recuperó de las acusaciones de amateurismo que saludaron a su Historia de Roma entre los más puristas de los colegas historiadores. El historiador profesional vive el pasado desde dentro y no debe usarlo tan abiertamente como hizo Mommsen como comentario intencionado de la actualidad, sino que se instala en la normalidad de “lo que realmente ocurrió”, como había sentenciado el patriarca de la nueva historia alemana, Leopold von Ranke. Mommsen no respetó ese grado de purismo y, para colmo, había renunciado a ser plenamente un jurista, como había sido su vocación primera. Seguramente se sentía observado con una cierta displicencia por parte de los “auténticos” romanistas. Él había dedicado sus mayores esfuerzos al derecho público y no al tesoro del derecho civil, el verdadero legado de Roma que nunca ha sido superado. Este, tras la promulgación en Europa de los códigos civiles, ya no era de aplicación práctica y empezaba a ser estudiado con los métodos de la crítica textual, cuyo objeto era averiguar el sentido originario de los textos. Paradójicamente, una de las mayores contribuciones de Mommsen fue publicar en 1870 la edición crítica del Digesto de Justiniano, la gran compilación de casos de derecho privado, la última edición y la usualmente utilizada para esos estudios histórico-críticos.

 


(MOMMSEN, Theodor: The History of Rome (books 1 to 5), trad por William P. Dickson; Kindle Books.–CARR, E. C.: What is History? Penguin Books 1990.–ELTON, G. R.: The Practice of History; Fontana Press, 1967.–WIEACKER, Franz: Historia del Derecho Privado en la edad moderna; Aguilar 1957.–NOBEL WORDS: Theodor Mommsen; noblewords.blogspot.com.–NORDEN, Eduard; Prólogo a Römische Geschichte, gekürzte ausgabe, Leipzig 1932)