Estambul, 1453
Estambul, Hagia Sofía
Muchos años antes de que el imperio otomano acabara con el bizantino, la ciudad de Constantinopla se había convertido, según frase que hizo época, en “una isla bizantina en un mar otomano”. Parecía inexpugnable: rodeada de impresionantes murallas y protegida por el mar, resistió varios asedios, siete desde 1390 hasta el definitivo en 1453. Su importancia comercial no había disminuido y seguía siendo una encrucijada estratégica entre el Mar Negro al norte y el Mediterráneo al sur, entre Europa y Asia en el eje este-oeste. Para los otomanos, su conquista tenía además un valor simbólico, pues el sultán Mehmet II ambicionaba convertirse en el sucesor del imperio romano. Un nuevo fracaso en el asalto, sin embargo, hubiera sido demasiado humillante para los turcos y muchos lo desaconsejaron, empezando por el influyente visir Halil Pasha. Mehmet llegó al sultanato en 1444 cuando sólo tenía 13 años. Tan pronto como pudo acceder al poder efectivo nadie pudo disuadirlo de alcanzar la máxima gloria apoderándose de la gran capital bizantina. Y tomó una decisión estratégica trascendental: asfixiar a la ciudad desde el norte, romper sus suministros desde el Mar Negro. Su abuelo el sultán Beyazit I había hecho construir un castillo (Anadolu Hisari) en la parte asiática del Bósforo. Lo hizo con el acuerdo del emperador de Bizancio y escogió astutamente el punto más estrecho del Río. Mehmet decidió completar la maniobra y construyó otro castillo enfrente, en la parte europea que llamaban romana (Rumeli Hisari). Lo hizo arrasando pueblos e iglesias cristianas para conseguir materiales de construcción y sin atender a las protestas del emperador, a cuyos embajadores pasó a cuchillo cuando insistieron más de lo tolerable para el joven sultán. El castillo estuvo terminado en un tiempo récord en agosto de 1452 , tras cuatro meses de trabajos intensivos. Desde él, los otomanos se atribuyeron el derecho de hundir cualquier navío que se acercara a Constantinopla y no se detuviera o se negara a pagar una onerosa tasa.
Puesta del sol en el Mar Negro
El 26 de noviembre del mismo año un capitán veneciano llamado Antonio Rizzo quiso correr el riesgo de burlar la vigilancia otomana y pagó el atrevimiento con su vida y la de toda su tripulación. La noticia llegó a Venecia y puso en alerta a toda Europa: Mehmet iba en serio y el ataque a la capital bizantina era inminente. Desde el oeste fue concentrando frente a las murallas construidas por el emperador Teodosio II un enorme ejército dotado de toda clase de armas. Un ingeniero húngaro llamado Urban había construido por encargo del sultán un cañón de una potencia nunca vista, capaz de proyectar a gran distancia enormes bolas de granito. El 1 de abril de 1543 comenzó el asedio con bombardeos constantes y masivos. La ciudad, muy poco poblada y con escasos medios defensivos, resistió milagrosamente durante semanas de angustia hasta que las bombas abrieron brecha en la muralla. Mientras tanto, la armada otomana había intentado penetrar en el estrecho golfo llamado Cuerno de Oro, cuya entrada estaba protegida por una gruesa cadena sobre barcazas y defendido por la marina imperial. Tras varias derrotas de su flota en la cercanías de la ciudad, los otomanos tomaron una decisión no menos sorprendente que la audaz iniciativa de construir el castillo de Rumeli Hisari: trasladaron setenta navíos de varias clases desde el Bósforo hasta el Cuerno de Oro por tierra, remontando una empinada colina, aproximadamente por donde hoy se encuentra la plaza Taksim. La suerte de la ciudad estuvo echada cuando se vio cercada por tierra y mar por fuerzas muy superiores. Sucumbió en 29 de mayo de 1453 y fue ocupada y saqueada por los otomanos. El último emperador romano-bizantino, Constantino IX, murió en la refriega final.
Los hechos de esta terrible batalla sin cuartel son suficientemente conocidos: los relataron testimonios de participantes tanto turcos como europeos, los venecianos y genoveses que presenciaron el asedio desde la ciudad de Pera, en la orilla norte del Cuerno de Oro. Los ha resumido con gran detalle y dramatismo el historiador inglés Steven Runciman en un libro clásico. En él relata también las dudas que tuvieron las potencias europeas cuando se acercaba el asalto final a Constantinopla. Estaban empobrecidas Francia y Gran Bretaña por su guerra de cien años, y concentrada Castilla en rematar la Reconquista en el reino de Granada. Venecia era la más interesada en mantener el comercio de Levante, pero quería cobrar la deuda que le debía el imperio bizantino y se resistía a ayudar. Ni siquiera la Santa Sede fue capaz de conseguir que la república se prestara a enviar a tiempo refuerzos a la capital asediada. Las pésimas relaciones del patriarcado ortodoxo con Roma por razón de su cisma religioso no ayudaron a excitar el interés de las potencias católicas por defender la capital de la iglesia disidente. A todo ello se añadía la incredulidad de todos: no creían posible que la ciudad fuera vulnerable a un asalto tras haber visto cómo había resistido secularmente cualquier intento de conquista. De este modo, el imperio se quedó solo en el momento final. Occidente, por lo demás, había perdido interés en una Constantinopla rodeada por los turcos, que llevaban siglos convertidos desde su capital en Edirne (Adrianópolis) en el verdadero poder regional.
Para los comerciantes venecianos y genoveses, sin embargo, las consecuencias de la caída de Constantinopla amenazaban con la catástrofe desde el punto de vista de sus intereses económicos. Ambos comerciaban por igual con europeos y otomanos y mantenían relaciones muy cordiales con el sultán, hasta el punto de que los genoveses de Pera prometieron mantenerse neutrales en la batalla final por Constantinopla y además lo cumplieron. Para ellos el mayor riesgo consistía en la interrupción del tráfico marítimo desde el Mar Negro. Genoveses y venecianos habían aprovechado un momento histórico favorable para instalar prósperas colonias comerciales en Crimea y en el mar de Azov. La infame cuarta cruzada, financiada en gran parte por Venecia, expulsó a los griegos de Constantinopla desde el 1204 al 1261 y abrió el Bósforo al comercio de los navíos italianos. Ello permitió a los genoveses instalar sus colonias en Caffa y en otras ciudades en la costa de Crimea y a los venecianos en Tana, en la desembocadura del río Don. Su mercancía era variada: incluía caviar, pieles y, sobre todo, esclavos. La trata de esclavos, blancos y paganos, llegados de las estepas asiáticas y desde la región de Karelia en la actual Finlandia había existido desde la antigüedad romana. Conoció una resurrección con el imperio tártaro aliado a los comerciantes italianos y llegó a su máximo esplendor en el siglo catorce gracias a la peste negra que desde el 1347 invadió a Europa traída por las caravanas de la ruta de la seda: produjo por doquier una gran mortandad, casi un tercio de la población. La escasez de mano de obra dio nueva vida al mercado de esclavos de raza eslava (de ahí su nombre) y creó las enormes fortunas que permitieron el esplendor de templos e iglesias de la Venecia dorada.
1453 significó el principio del fin de todo eso. Una vez asentado en Constantinopla, que los turcos empezaron a llamar Estambul, Mehmet ii el conquistador quiso consolidar su dominio.
Gentile Bellini: Mehmet II
sobre los pocos restos que quedaban del imperio bizantino. Empezó por conquistar el imperio de Trabzon, en la orilla sur del Mar Negro y para 1475 había terminado con las colonias latinas en las ciudades de Crimea y sus alrededores. Los genoveses quisieron evitar la debacle “externalizando” las colonias comerciales a una empresa, la compañía del Consejo de San Jorge, que pronto fracasó ante el embate de los turcos. El kanato tártaro de Crimea, vasallo del imperio otomano, se hizo cargo entonces del comercio de esclavos, que entonces se destinaron sobre todo a sus posesiones en el Oriente Medio. Aunque lejanas a las cifras de lo que fue más tarde el comercio de esclavos africanos en el Atlántico, el tráfico desde el Mar Negro fue considerable. Casi un 80 por ciento de los ingresos de Tana procedían del comercio de esclavos y Caffa suministraba anualmente una media de 1500 esclavos en el siglo XIV. Desde el conjunto de las colonias del Mar Negro se estima que entre 1200 y 1760 fueron exportados más de seis millones de esclavos.
La irrupción otomana, por tanto, no detuvo el tráfico sino que lo desvió al Oriente edio y a los dominios turcos en el Mediterráneo. La propia Constantinopla continuó recibiendo abundantes esclavos cristianos, algunos de los cuales lograron con el tiempo posiciones de importancia. No hay que olvidar que los jenízaros, la formidable fuerza armada que protagonizó la expansión del imperio, fueron reclutados originalmente por el sultán Murad I cuando lanzó la primera ofensiva otomana sobre Europa en el 1360. Eran capturados como esclavos entre jóvenes cristianos de los Balcanes, elegidos entre los más hábiles para las armas. Convertidos al islam, les adiestraban como guardianes fanáticamente fieles al emperador. Solo en el siglo diecinueve pudo el imperio otomano librarse de esa fuerza que llegó a poner y quitar sultanes y se convirtió en un estado dentro del estado. El harem del sultán también se nutrió de esclavas blancas que llegaron a alcanzar gran poder. Solimán, el sultán que nosotros llamamos el Magnífico (y los turcos el Legislador por su importante obra de organización del imperio) vivió durante muchos años bajo el embrujo de Roxelana, una esclava capturada en la región de Galitzia que llegó a suplantar a la sultana Valide, la poderosa madre de Solimán. A ella le debemos la construcción de una bellísima mezquita que se puede admirar aún a la sombra de la gran mezquita de Solimán y que lleva el nombre de Rüstem Pachá, el visir protegido por la favorita.
De la mezquita de Rüstem Pacha en Estambul
A nuestras mentes modernas pueden resultar exóticas todas estas historias de la esclavitud. Extraña sobre todo la pertinaz supervivencia de una institución que parecía incompatible con la llegada del cristianismo. Esclavos los hubo desde tiempo inmemorial. El fabuloso código de Hammurabi, promulgado por el sexto rey de Babilonia casi 1800 años antes de Cristo ya imponía la pena de muerte a todo el que fuera cómplice de la fuga de un siervo. Los esclavos construyeron las pirámides de Egipto y las calzadas romanas por toda Europa. Ulises se jactaba de tener 50 esclavos en su palacio de Ítaca y en la Atenas de Pericles se calcula que pudo haber hasta 60.000 esclavos. La Roma del siglo segundo contaba con hasta 400.000 para una población de 20.000 ciudadanos (a razón de veinte por cabeza). El derecho romano les asignaba un estatuto civil especial, pues los consideraba cosas, no personas con derechos cívicos (servile caput nullum ius habet), con independencia de que el origen de su condición fuera la captura en guerra o la prisión por deudas.
Tras el colapso del imperio, todo se derrumbó, leyes y costumbres; todo menos la institución de la esclavitud. El estoicismo y el cristianismo intentaron paliar las crueldades derivadas de la condición de los esclavos y San Ambrosio de Milán recordaba en el siglo III que los dueños tienen obligaciones para con sus esclavos. Hasta muchos siglos más tarde, sin embargo, nadie puso en cuestión la institución en sí misma. San Isidoro de Sevilla no tenía dudas sobre el carácter divino del derecho a poseerlos y todavía los concilios del siglo V prohibieron que los esclavos testificaran en juicio o fueran ordenados sacerdotes. La esclavitud fue regulada minuciosamente en los códigos de los reyes visigodos y en Castilla el código de las Siete partidas de Alfonso X se ocupa minuciosamente del régimen jurídico aplicable a los esclavos musulmanes (lo mismo que paralelamente hacían las leyes islámicas respecto de los cristianos. El papa Pío II, que reinó poco después de la toma de Constantinopla (desde 1458) condenó efímeramente la esclavización de negros; la de blancos no cristianos no parecía plantearle mayores problemas.
El comercio de esclavos desde el Mar Negro a cargo de los tártaros se prolongó hasta que la emperatriz de Rusia Catalina la Grande conquistó Crimea en 1783. Los genoveses, desde que fueron expulsados del Mar Negro, ofrecieron sus servicios como financieros y geógrafos al Imperio español cuando las oportunidades se multiplicaron en 1492 con los descubrimientos en América y en Asia. La ocupación en exclusiva por los otomanos del espacio levantino y más tarde mediterráneo obligó a un movimiento pendular de gran alcance histórico que desplazó el centro de gravedad de las rutas comerciales hacia el Atlántico. Ya los portugueses habían empezado a importar esclavos desde sus colonias del Oeste africano antes del descubrimiento y los habían vendido en Europa cuando empezaron a escasear los nativos de las estepas orientales. El comercio de esclavos desde el Mar Negro fue un precursor de las nuevas rutas, ofreció un modelo de negocio y sobre todo una experiencia de explotación que resultó de gran utilidad para la colonización del continente americano. El tráfico de esclavos continuó ininterrumpido hasta bien entrado el siglo XIX. Pero la esclavitud como tal fue más longeva y sólo desapareció oficialmente a finales del siglo.
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(RUNCIMAN, Steven: The fall of Constantinople 1453; Cambridge Univ. Press 1965.–CROWLEY, Roger: Constantinople. The great Siege 1453; Faber and Faber, Londres 2005.–ASCHERSON, Neal: The Black Sea; Vintage Books, Londres 2007.–LORD KINROSS: The Ottoman Centuries; Perennial, Nueva York, 2002.–THOMAS Hugh: The Slave Trade. The story of the Atlantic Slave trade 1440-1870; Simon and Schuster, Nueva York 1997.–MIQUEL, Joan: Derecho privado romano; Marcial Pons, Madrid 1992)