La conversión de los visigodos

74.- La conversión de los visigodos

Nicea, 325

Cristo Pantocrator: catedral de cefalú (Sicilia), 1130

En las montañas de la Capadocia vivía a mediados del siglo IV una familia romana modesta pero culta. Había podido dar educación al menos a uno de sus hijos; le hicieron aprender, además del latín y el griego, las lenguas de su entorno y en su momento le introdujeron en los primeros escalones del presbiterio católico. Muy joven fue secuestrado por una banda de godos de una de las tribus que, llegadas de las estepas asiáticas, se habían establecido al norte de la desembocadura del Danubio. Tenían relaciones pacíficas con el imperio de Constantinopla, que pactaba con ellos para reclutar los mercenarios que utilizaba en las guerras con los persas. En ocasiones, estos godos se tomaban la justicia por su mano y secuestraban por la fuerza mano de obra esclava dentro del mismo territorio del imperio bizantino. Esta fue la suerte que corrió el joven al que me refiero, a quien sus captores llamaron Ulfila, que en su lenguaje se traduce como “lobezno”. Era un joven aplicado y culto que tomó sobre sus espaldas la tarea de evangelizar a los godos, que vivían aún en el paganismo. Desde sus humildes orígenes desarrolló una labor ingente y tradujo la Biblia a la lengua de aquellos (aunque omitió el libro de los Reyes, cuyos relatos de las guerras de los israelitas resultaba provocador para un pueblo belicoso al que los romanos querían pacificar). Ulfila fue ordenado obispo y honrado por el emperador Constancio II, que se desplazó al Danubio en el 348, cuando el modesto evangelizador había convertido, con la ayuda de la comunidad cristiana que habitaba entre los godos, a numerosos dirigentes de sus diferentes tribus. Por entonces apretaban el cerco al imperio hasta que en el 378 derrotaron a las tropas del emperador Valente en la batalla de Adrianópolis, la actual Edirne.

Toledo al atardecer

La predicación de Ulfila tuvo una gran acogida. Creó varias diócesis, una verdadera iglesia entre los godos y evangelizó a las diferentes tribus germánicas de ostrogodos, visigodos, francos que se encontraban inicialmente en la orilla occidental del mar Negro. Pronto se expandieron hacia el oeste de Europa, empujados por los emperadores de Bizancio que necesitaban disminuir la presión en la frontera y llenar el vacío de poder que estaba sumiendo al imperio occidental en el caos. Es difícil comprender el sorprendente éxito de esta conversión masiva y tampoco está claro qué caldo de cultivo encontró la predicación de Ulfila entre las poblaciones paganas. Pero lo cierto es que en un siglo estaba cristianizado todo el mundo que se encontraba en el trayecto de la gran emigración: la Tracia, Italia, el sur de Francia y el reino visigodo de España. Sin embargo, para que pudiera hablarse de una Europa cristianizada, o mejor católica, tuvieron que pasar varios siglos, pues la religión que tan eficazmente predicó Ulfila fue la versión arriana del cristianismo, que pugnó con la ortodoxia católica hasta el triunfo definitivo de esta.

 

La gestación de la religión cristiana no pudo ser más azarosa. El cristianismo empezó siendo una secta dentro del judaísmo. Santiago, el hermano de Jesús, lideraba junto con Pedro una modesta congregación en Jerusalén, fiel a la ley mosaica y creyente en la visión judía del mesianismo, que esperaba la llegada de un salvador del pueblo judío tal como habían prometido los profetas de Israel. No se sabe bien lo que pensaban, aunque parece claro que por tradición oral se había prendido el culto a Jesús, un mesías que no todos aceptaban como tal y que nadie consideró inicialmente que fuera Dios, pues ese extremo no estaba previsto en los libros sagrados. Pablo de Tarso tomó las riendas de una nueva predicación y de hecho fundó el cristianismo, lejos de sus raíces judías. Era un judío con ciudadanía romana y un viajero infatigable. Fue formando pequeñas comunidades de fieles en Grecia y en el Asia Menor y en torno a la década del año 50 les escribió numerosas epístolas, el primer documento escrito del cristianismo. Son amonestaciones polémicas, pues su predicación no era aceptada pacíficamente por los judíos cristianos de Jerusalén. Decía haber sido distinguido por una revelación personal de Jesús cuando iba de camino a Damasco y predicaba la llegada del verdadero mesías no sólo a los judíos sino también a los gentiles. Su misión llegó hasta Roma, donde según la tradición fue martirizado y muerto en el curso de las persecuciones del emperador Nerón en el año 67, coincidiendo con el martirio de San Pedro. La predicación de Pablo se basaba en la adhesión personal a Jesús, que según él era sin lugar a dudas el mesías prometido por los profetas, en cuya resurrección de entre los muertos creía fervientemente. En un párrafo de su primera Epístola a los corintios enunció una arriesgada paradoja al afirmar que la fe cristiana tiene como fundamento la resurrección (cap 15, 12 y ss.): ¿cómo alguno de vosotros andan diciendo que no hay resurrección de los muertos? Pues si no hay resurrección de los muertos tampoco resucitó Cristo. Mas si Cristo no resucitó, luego vana es nuestra predicación…Estas conocidas frases acaban con una afirmación que muestra que tampoco Pablo creía que el mesías fuera Dios: hemos testificado contra Dios diciendo que resucitó a Cristo…

 

Los Evangelios fueron compuestos unos veinte años más tarde, a partir del año 70. Fueron escritos de oídas por autores anónimos “según” lo que habían aprendido de los apóstoles, no por éstos personalmente, pues es probable que algunos de ellos hubieran muerto a las alturas del fin del siglo. Y tampoco en ellos se encuentra más que alguna frase ambigua sobre la divinidad de Jesús, cuyas palabras exactas, las que pronunció en la realidad, es obvio que no podemos conocer. Sólo en el prólogo al evangelio de Juan encontramos indicios de que los fieles de las iglesias dispersas por todo el Oriente Medio y el norte de África empezaban a estar convencidos de la divinidad del mesías: en el principio estaba el Verbo y el verbo estaba en Dios y el Verbo era Dios. Ese Verbo es el Logos de la filosofía griega que no tenía entre los antiguos carácter divino y vino a mezclarse confusamente con la tradición mesiánica de los judíos. Muertos los apóstoles y sin una estructura de autoridad coherente, las diferentes iglesias que se fueron formando aisladamente iban a la deriva, cada cual buscando cómo formular las creencias que las separaban de la tradición judaica. La confusión llegó al máximo cuando a partir del siglo primero los fieles cristianos dejaron de ser reclutados únicamente en las clases más desposeídas y, dada la decadencia extrema de los cultos paganos, empezaron a adherirse el cristianismo griegos cultos de las clases pudientes. Platón no concebía como dios más que a un ser lejano, eterno y origen de todo el universo, en un plano superior a otras deidades derivadas de él. Los teólogos primitivos se enzarzaron en polémicas sobre cómo adaptar una religión nacida de la esperanza mesiánica del judaísmo a las concepciones filosóficas y la terminología de la escuela de Atenas. Los evangelistas y predicadores primitivos estaban lejos de la claridad sistemática del pensamiento griego y formularon su doctrina acudiendo a sorprendentes paradojas: un dios padre junto a un dios hijo; un dios que se hace hombre; una muerte seguida de resurrección; un dios que se convierte en pan y vino. Nada más alejado de la claridad de la filosofía griega.

Bartolomé Esteban Murillo: san Isidoro de Sevilla

 

No es difícil comprender que esta mezcla explosiva de ideas sumiera a los cristianos en la más extrema inquietud. Alejandría, la ciudad más culta del imperio, donde se mezclaban judíos con griegos y romanos occidentales fue la olla donde se cocinaron todas las posibles contradicciones entre judaísmo, paganismo y cristianismo. El tema central en esta pugna secular no era sencillo: cómo hacer compatible el monoteísmo heredado de la ley mosaica con los sospechosos elementos de politeísmo pagano que afloraban en las disputas sobre la presencia de un dios padre similar al de Platón y a su lado un hijo al que también se considera dios, amén de otro personaje también divino, el espíritu santo. Muchos clérigos crearon interpretaciones lógicas pero muy dispares entre sí que luego serían consideradas heréticas pero que en su tiempo flotaban en un magma de grupos huérfanos de una dirección dogmática aceptada por todos. Orígenes, que predicó en la primera mitad del siglo III, fue uno entre varios teólogos que no veían manera de cohonestar el monoteísmo con la divinidad de Jesús. Un siglo más tarde, Arrio (256-336) fue el protagonista más destacado de esta dramática discusión. Este presbítero de Alejandría, dotado de una fuerte personalidad, había chocado con su obispo precisamente sobre el tema central de la naturaleza de Jesús. Según él, dios es por su propia naturaleza increado y no debe su existencia a ninguna otra cosa. De modo que si el hijo debe su existencia al padre, no puede ser Dios. Y si el hijo fue engendrado por el padre, tuvo que haber un momento en el que no existió. En consecuencia, no puede haber dos dioses porque entonces no hay diferencia entre el cristianismo y el politeísmo pagano.

 

La doctrina de Arrio se propagó con fuerza por todo el norte de África y por las iglesias del Asia menor, tenía lógica y se convirtió en una verdadera iglesia alternativa, con su culto propio, con su clero y sus obispos. Nació sin embargo en un momento muy inoportuno. El cristianismo, antes y durante la persecución del emperador Diocleciano medio siglo antes, había ido creciendo y extendiéndose y empezaba a heredar las estructuras administrativas del imperio romano en decadencia. Era una promesa de estabilidad y además una fuerza políticamente neutra, orientada hacia la vida interior, hacia la virtud y la salvación personal. Los evangelios reflejan un afán de neutralidad respecto del poder político romano (al César lo que es del César), lo que no es de extrañar pues fueron escritos en torno al año setenta, cuando el emperador Tito había destruido el templo de Jerusalén y acabado con la rebelión de los judíos. El mismo San Pablo en sus epístolas había excluido de sus iglesias cualquier veleidad revolucionaria. Constantino I vió en esta religión, organizada pero también individualista y conformista, un instrumento para consolidar su poder como emperador cuando tomó la iniciativa de reunificar el imperio bajo un único mando y trasladó la capital de la Roma decadente a Constantinopla. La caótica división del poder imperial en una  tetrarquía que había introducido el emperador Diocleciano daba paso a un poder único al que beneficiaba una religión monoteísta pero cosmopolita con la que podía unirse en un régimen teocrático, reservándose el poder supremo. 

 

Constantino decretó en el 313 en Milán la libertad de culto y demostró su preferencia por la religión cristiana, aunque no está claro que se convirtiera personalmente hasta poco antes de su muerte. Se encontró sin embargo con las pugnas dogmáticas sobre la naturaleza de Dios y vió claramente que tenía que poner orden en una discusión que perjudicaba sus objetivos políticos. Varios concilios parciales habían condenado las doctrinas de Arrio sin lograr debilitar el movimiento, por lo que decidió convocar un concilio “ecuménico” en Nicea (la actual Iznik en Turquía), que reunió en el año 325 nada menos que a trescientos dieciocho obispos de todo el orbe cristiano. Tras arduas discusiones, el emperador, presente y activo entre los prelados, zanjó la cuestión inclinándose por la tesis ortodoxa: el padre y el hijo son consustanciales, es decir igualmente divinos y el hijo no fue creado por el padre sino engendrado eternamente. Arrio y sus seguidores fueron proscritos, sus escritos quemados y sus iglesias destruidas. Pero la polémica siguió viva, alimentada por la inestabilidad del imperio, que vió a uno de sus titulares restaurar el paganismo (Juliano, llamado el Apóstata) y a dos emperadores convertidos al arrianismo, los hijos de Constantino, Constancio II y Constante. Volvieron las discusiones sobre la consustancialidad de padre e hijo, que posteriores teólogos quisieron dejar reducida a una similitud, o bien a una imagen o proyección de la divinidad. El obispo Atanasio de Alejandría defendió con gran elocuencia las tesis de Nicea y el emperador Teodosio I, de origen español y poco propenso a las elucubraciones griegas, acabó definitivamente con la polémica al declarar el cristianismo la religión del imperio. En un concilio que convocó en Constantinopla en el 381, dejó precisado el “símbolo” de Nicea tal como ha llegado invariable a nuestros días, dando al Espíritu Santo la importancia que le había regateado la formulación dogmática del año 325. Así quedó puesta la base para la doctrina de la santísima trinidad, el notable misterio de un dios que es uno pero a la vez tres.

 

Naturalmente, todas estas maniobras afectaron al evangelizador de los godos, nuestro obispo Ulfila, que participó activamente en las discusiones. No pudieron disuadirle de seguir predicando el credo a sus fieles de las tribus germánicas según las tesis del arrianismo. El cristianismo que él enseñó se extendió por toda la Europa occidental. El reino visigodo del sur de Francia y España fue arriano hasta que el rey godo Recaredo “convirtió” a su reino a la ortodoxia católica en el concilio de Toledo del año 589. Mientras tanto había mantenido una cierta tolerancia con la iglesia romana de las diócesis establecidas en España desde el tiempo de la dominación imperial. Pero los visigodos se habían traído de Bizancio no sólo una versión particular del dogma sino también la concepción de la relación de la Iglesia y el Estado que habían impuesto en el imperio oriental Constantino y su gran mentor el obispo Eusebio de Cesárea. Según su concepción cesaropapista, no hay separación entre la ciudad de dios y la ciudad del hombre. El imperio protege, engloba a la iglesia, le da su protección y toma su poder también de esta identificación con lo divino. Contra esta superioridad del poder temporal visigodo sobre la iglesia lucharon los obispos de la España romanizada hasta conseguir la conversión de Recaredo. Un siglo más tarde llegó el Islam a la península y volvió a resucitar una unión de estado y religión muy parecida al cesaropapismo.

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CARRÈRE, Emmanuel: Le Royaume; Folio Paris 2014.–ARMSTRONG, Karen: A History of God; Vintage, Londres 1999.–MacCULLOGH, Diarmaid: A History of Christianity; Penguin Books 2010.–HILL, Jonathan: The History of christian Thought; Lion Books. Oxford 2003.–HEATHER, Peter: The fall of the Roman Empire; PAN  Books. Londres 2005.–VILLACAÑAS BERLANGA, José Luis: La formación de los reinos hispánicos; Espasa Calpe. Madrid, 2006)