Auvers-sur-Seine, 1890
Van Gogh: Dormitorio en Arles, 1888
Theo van Gogh tenía cuatro años menos que su hermano Vincent. Su relación estrecha y entrañable quedó inmortalizada en la gran cantidad de cartas que se escribieron, de las que se conservan 668 escritas por Vincent desde agosto de 1872 hasta su muerte en julio de 1890, una correspondencia que sólo fue interrumpida durante los dos años en que los hermanos vivieron juntos en París, entre 1886 y 1888. Están llenas de confidencias, de cariño fraternal. Las de la primera época versan con frecuencia sobre aspectos materiales, sobre el afán de Vincent por conseguir que Theo, que era marchante de arte, le venda algún cuadro, sobre sus necesidades económicas, que fueron siempre satisfechas gracias a la ayuda del hermano. Gradualmente, las cartas fueron ganando sustancia artística. Aluden a la evolución de Vincent como pintor, a su tardío conocimiento de las modas de la época, a su conflicto con el mundo, a sus enfermedades. En ocasiones, las cartas revelan momentos de desconcierto anímico y en otras alguna confusión debida al progresivo agravamiento de su salud mental. El 17 de agosto de 1888, viviendo ya Vincent en Arles, comenta con su hermano que a pesar de su admiración por los puntillistas Seurat y Signac, él quiere volver “ a lo que buscaba antes de venir a París”. Y añade: “…yo estoy todavía como estaba en Nuenen, cuando hice un vano intento por aprender música, a tal punto que sentía ya entonces las relaciones que hay entre nuestro color y la música de Wagner”.
El Angelus de Millet
A pesar de las apariencias, no es esta una observación de las que pueden dar que pensar en fallos de la mente del artista. Todo lo contrario: está lógicamente relacionada con lo que acaba de decir sobre los puntillistas y su llegada a París. La vocación de Van Gogh como pintor fue muy tardía y su obra principal se concentra en los últimos años de su corta vida. Empleado de marchantes de arte en Holanda, en Londres y en París cuando era muy joven, se distraía con el dibujo y visitaba las exposiciones mucho antes de decidirse por su vocación de artista. En un momento dado, cuando tenía poco más de veinte años, decidió ser predicador, siguiendo la estela de su padre Theodor. Su vocación le llevó incluso a trasladarse a las minas de la región flamenca del Borinage, donde quiso evangelizar a los mineros y vivir sus mismas privaciones. Tan extremo celo, unido a sus escasas dotes como predicador, fueron recibidos con aprensión por las autoridades religiosas. Tuvo que renunciar a la tarea misionera y gradualmente se alejó de las creencias tradicionales de su mundo. Siguió dibujando y pintando como aprendiz de la mano de Anton Mauve, un pintor cercano a la familia. Sus temas y su tono eran lúgubres y oscuros, como envueltos en las brumas de la llanura holandesa. Los comedores de patatas fue su primera obra de cierto interés. La pintó en 1885 y con ella quiso manifestar su solidaridad con los pobres campesinos, cuyas manos retrata deformadas por la dureza del trabajo
Las desavenencias con la familia y el escaso éxito que tuvo en sus estudios de teología primero y de pintura después lo convirtieron en un autodidacta, independiente y rebelde frente a las modas. En 1886 tenía treinta y tres años y no acababa de encontrar su camino cuando Theo, el hermano protector, lo llevó consigo a París. Dirigía allí una modesta empresa como marchante de cuadros y reveló a Vincent un mundo nuevo. El impresionismo llevaba años reinando en el arte y representaba todo lo contrario del mundo algo siniestro que Vincent había vivido en sus años jóvenes y reflejado en sus dibujos y en sus telas iniciales. Quedó, naturalmente, fascinado por la brillantez del color y la luz que cultivaban los maestros del momento, aunque en sus cartas se inclina menos por el preciosismo de Claude Monet o Pissarro que por los caprichos de Edouard Manet y otros pintores menos avanzados en la técnica impresionista. Una y otra vez menciona como sus preferidos a Delacroix y a Millet. De éste último, famoso sobre todo por su cuadro El Angelus, le atrae el retrato de la vida sencilla de los campesinos en sus labores, que le trasladaban a su etapa de predicador de mineros: “parecen pintados con la misma tierra que siembran”. Como muestran las cartas a Theo, sólo pudo conocer a fondo el impresionismo cuando llegó a París. En las escritas desde Holanda aludía con frecuencia a lo que ha oído hablar sobre los impresionistas pero reconociendo que no tenía una idea clara sobre en qué consistía exactamente su técnica. Se alegraba de que Theo hubiera podido exponer alguno de sus cuadros junto con los maestros de moda pero insistía, todavía dos años después de llegar a París, en que “…pase lo que pase con el impresionismo sacrosanto, de todas maneras yo desearía hacer cosas que la generación de antes (Millet… Corot… Delacroix… Rousseau…) pudiera comprender”.
Vincent se hartó pronto de su vida parisina (¿acaso, escribe a Theo, la culpa no es un poco de París y los parisinos, cambiantes y pérfidos como el mar?). Temeroso por su salud y deseoso de más claridad se trasladó al sur, a la ciudad de Arles, cerca del Mediterráneo, donde encontró con creces en la naturaleza la luz y el color que le habían deslumbrado en los cuadros de los impresionistas. Y a pesar de que el furor inicial del impresionismo ha empezado a declinar y su arte será calificado ya de post-impresionista, Vincent asimila pronto los métodos de los parisinos. El puntillismo de un Seurat le ha interesado y lo aplica a sus paisajes. Desde luego, admira a Monet y se esfuerza a lograr en la representación de figuras humanas lo que Monet había hecho en el paisaje. Pinta retratos de sus conocidos en Arles, el cartero, la posadera, alguna prostituta, y sobre todo de sí mismo, pues como no tiene fondos suficientes para pagar a modelos tiene que resignarse con comprar un gran espejo donde se ve en todos los colores imaginables. Pinta continuamente, sobre todo paisajes del campo, los completa en una sola sentada, los retoca mínimamente en su estudio y en cuanto están secos los envía a su hermano para que intente venderlos en París. Pero ésto no ocurrió más que una vez: Van Gogh, aunque ahora parezca mentira, sólo pudo vender un cuadro en toda su vida: fue en Bruselas ya en 1890, cuando le quedan pocos meses de vida.
Van Gogh, que firmaba siempre sus cuadros con el nombre de pila, asimiló la técnica de los impresionistas, con trazos a veces un poco torpes y un enfoque menos sofisticado. Pero es sobre todo el espíritu de su pintura el que tiene características muy distantes a las de aquellos. El fue muy consciente de ello, como se refleja en las escasas páginas en que teorizó algo sobre su arte, que era instintivo y espontáneo. El impresionismo supuso un cambio radical en la manera de ver la realidad. Los pintores presentaban ahora una versión puramente óptica, subjetiva, no tanto de la realidad objetiva como de lo que el ojo ve. Los contornos de los objetos se difuminan, las imágenes reflejan la luz con trazos breves de color puro y no mezclado, el color toma el protagonismo como fin supremo de la pintura. Van Gogh se apartó de esta supremacía del colorido y utilizó el color como expresión de las emociones que le inspiraba la naturaleza. El ejemplo más conocido es el cuadro en que retrató su humilde habitación de Arles con la cama amarilla. Él mismo explicó que su objetivo era reflejar la sensación de la calma y el sueño sugiriéndola a través de los colores. Y lo mismo es claro en los paisajes, en los que con frecuencia aparecen nubes amenazadoras, fiel reflejo de las tormentas anímicas que lo iban invadiendo y que acabaron obligando a encerrarlo en el asilo psiquiátrico de Saint-Rémy. La obsesión con los girasoles, que Vincent pintó repetidamente, obedece también a una atávica fijación con el sol que representa a menudo como astro enorme y cegador.
Segador a la puesta del sol, 1888
Esta insistencia en el contenido, en la expresión más allá de la mera complacencia en el color y la brillantez explica la aparentemente misteriosa alusión a la música de Wagner que mencioné al principio. Nos ayuda a comprenderla la comparación que Adolfo Salazar hizo precisamente de la música de Richard Wagner con la de Frederick Chopin: el primero concebía un drama, una emoción que quiere expresar en música y luego busca el particular acorde que mejor pueda expresarla. Chopin, en cambio, experimenta primero con las armonías en el teclado del piano y de ellas deducen el contenido emocional más adecuado. La diferencia entre estos dos grandes creadores refleja la misma distancia que separa a Van Gogh de los impresionistas: el predominio del contenido emocional sobre la técnica. Paul Gauguin lo expresó de otro modo al reflexionar sobre el arte de su amigo Vincent, con el que convivió en Arles durante dos meses tormentosos. Tenían caracteres muy diferentes, calculador y más intelectual en su arte Gauguin, que planeaba sus cuadros según una idea predeterminada, mientras que Van Gogh, vital e impulsivo, se dejaba guiar por su pasión artística, y luego reflexionaba sobre el resultado. Gauguin quiso imponer un poco de orden en aquella vida alocada: Vincent desperdiciaba la pintura que quedaba en la caja, que “apenas si podía contener los tubos, todos abiertos, nunca cerrados”. Presumió además de que cuando llegó a Arles pudo disciplinar a su amigo y enseñarle a salir de la escuela neo-impresionista en la que estaba un poco perdido.
La noche estrellada
Gauguin acertó al subrayar que en realidad Van Gogh era un nórdico transplantado al Sur. “Daudet, los Goncourt, la Biblia quemaban su cerebro de holandés…todo el “Midi” lo convertía él en Holanda”. Desde luego, la Holanda que vivió Van Gogh era muy diferente de la que dió a luz el esplendor de los grandes pintores del siglo XVII. La decadencia económica, las guerras con Gran Bretaña, la ocupación napoleónica y las pugnas por la división con Flandes dieron paso a un país deprimido, más similar a la miseria de los mineros del Borinage que a los lujos de Vermeer. Aún así, en sus cartas a Theo el pintor menciona una y otra vez la nostalgia del país de su juventud, “el pais de los cuadros” como lo llamó en una ocasión. Junto con Gauguin, fue el crítico y poeta Albert Aurier quien mejor reveló esta querencia del pintor por su país, en una de las pocas críticas favorables que el pintor pudo leer en vida: “Van Gogh…este compatriota y no indigno descendiente de los antiguos maestros holandeses…no está tan alejado de los de su raza. Está sometido a las ineludibles leyes atávicas. Es holandés por los cuatro costados, de la sublime estirpe de Frans Hals”. Estas frases, acompañadas de rendidos elogios en un estilo ditirámbico y surrealista fueron escritas en enero de 1890, cuando Vincent había abandonado el sanatorio de Saint-Rémy y se había trasladado a Auvers, un pueblecito cercano a París. Buscaba el Norte, tras haber buscado en el Midi la claridad del Japón que tanto admiraba. Pero los elogios llegaron tarde y no fueron gran consuelo para Vincent. Se sintió sumamente halagado por el artículo y respondió con una carta en que le explicaba la dificultad que encontraba para trabajar con su técnica insuficiente en medio de las crisis de su enfermedad. Cuando pudo regalarle uno de sus cuadros que representan cipreses, Aurier le prometió escribir un nuevo artículo sobre su pintura. Pero el fin estaba próximo y el pintor le respondió: “estoy tan abrumado por la pena que no puedo enfrentarme a la publicidad”. Había intentado quitarse la vida en Arles envenenándose con pintura, aunque sin éxito. Esta vez pudo consumar su desesperación en Auvers. Este final entristece a sus admiradores, pero para nuestro consuelo existe una versión diferente de la muerte del pintor. Fue revelada en 2011 por Steven Naifeh y Gregory White Smith en una extensa biografía. Según ellos, a quienes avalan los análisis de los médicos forenses, Van Gogh no fue el autor del disparo que acabó con su vida, aunque así lo afirmó en las horas que tardó en sucumbir a sus efectos. El disparo fue hecho sin intención asesina por dos jóvenes a quienes el pintor quiso proteger con su silencio.
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(VAN GOGH, Vincent: Cartas a Theo; Adriana Hidalgo Ed., Córdoba, Arg. 2004.–BEUGHEN Jan van: Vincent Van Gogh. Un portrait; Hermes, Bruselas, 1938.–BONAFOUX, Pascal: Van Gogh cegado por el sol; Aguilar Universal, Madrid 1990.–STONE, Irving: Lust for Life; Plume, Nueva York 1984.–GOMBRICH, E.H.: Histoire de l’art; Phaidon, París 2006.–NAIFEH, Steven y WHITE, Gregory: Van Gogh. A life; Profile Books, Nueva York, 2011.–HAUSER, Arnold: Historia social de la literatura y el arte; Guadarrama, Madrid 1964.–SALAZAR, Adolfo: Music in our Time; Norton, Nueva York 1946.–BRAURE, Maurice: Histoire des Pays-Bas; P.U.F, París 1974)