EL SUEÑO DE UNA CIUDAD IDEAL

Antigua Guatemala, 1543

 

Si me pierdo, buscadme en Guatemala/junto al Volcán de Fuego y el de Agua 

(Ernesto la Orden, Viajes de arte por América Central)

 

Aldous Huxley publicó en 1934 un libro de viajes en el que cuenta su visita, entre otras ciudades de Centroamérica, a la Antigua Guatemala. De ella dice que su romántica belleza es “pintoresca hasta rozar los límites de lo permisible”. Visitamos la Antigua más de una vez y puedo confirmar cualquier ditirambo. El volcán de Agua preside una red de calles rectilíneas que forman un damero perfecto en torno a la hermosa plaza mayor porticada, donde se alza la catedral y los palacios del poder. Las ruinas de viejos conventos, invadidas por la selva tropical, siembran las calles de solitarios troncos barrocos. La ciudad fué fundada en 1543, cerca de un asentamiento inicial que tuvo que ser abandonado por alguna catástrofe natural. Floreció como capital de una amplia zona que abarcaba desde el actual estado mexicano de Chiapas hasta Costa Rica, con su obispo, gobernador, audiencia y gran riqueza colonial. En 1773 la naturaleza volvió a golpearla con repetidos terremotos. Obligó a abandonar la que se llamaba hasta entonces Santiago de los Caballeros y fundar una nueva capital, la Nueva Guatemala. Sólo en tiempos recientes recobró la que desde entonces se llamó “la Antigua” su esplendor natural como espectáculo incomparable y mestizo. Las flores rebosan desde los tejados, la marimba mezcla sonidos indígenas, africanos y españoles que resuenan en los patios y se propagan por las calles rectas. Por ellas vimos transcurrir de madrugada una procesión en la semana santa, con el volcán brumoso presidiendo a lo lejos, la calle alfombrada de colores y un acompañamiento de fieles locales completamente disfrazados de romanos. ¿Puede concebirse ejemplar más acabado de una ciudad ideal?

Antigua Guatemala (fte: viaxadoiro.com)

Cuando Platón y Aristóteles trataron este tema de “la ciudad ideal” se estaban refiriendo a la comunidad política que era el medio en que ellos vivían, la polis griega. La República y Las Leyes, los diálogos platónicos específicamente dedicados a este tema, son sobre todo tratados sobre la justicia y el gobierno. Pero en Las Leyes, el último y único en que no aparece Sócrates como animador de la polémica, encontramos como de paso unos interesantes párrafos sobre la ciudad en el otro sentido, el de la sede física de la convivencia política. Tres viajeros de avanzada edad, un ateniense, un espartano y un cretense se entretienen en una curiosa discusión. El cretense tiene el encargo de fundar una nueva colonia en su propia isla de Creta y pide consejo a sus acompañantes, conocedores de las leyes de Atenas y Esparta, sobre cómo legislar sobre su organización. Los interlocutores no rehuyen los detalles, al contrario. Deciden que la nueva ciudad deberá tener un nombre y la bautizan como Magnesia; debe ser fundada en una llanura, debe estar a cierta distancia de la costa y convenientemente rodeada de montañas que aporten desde sus arroyos agua suficiente para la población. Fundada en tiempo de paz, estará abierta al espacio circundante y no amurallada. Será trazada según una planta radial dividida en doce segmentos que parten de un espacio central comunitario, cada uno de ellos consagrado a un dios, con su correspondiente templo. En fin, no deberá albergar a más de 5040 ciudadanos, número mágico que admite 59 divisores, a los que se repartirá equitativamente la propiedad de los solares y las tierras cercanas. Para mantener estable el tamaño de la ciudad, los primeros titulares no podrán distribuir su parte a varios herederos.

Filarete: plano de Sforzinda, 1457

Quién iba a decirles a estos tres sabios de la antigüedad que sus ideas iban a ser reproducidas casi al pié de la letra en múltiples ciudades de Europa y de Hispanoamérica. En el Renacimiento, el neoplatonismo se encargó de recuperarlas y darles nuevas formas. En las grandes ciudades del norte de Italia, las clases altas, recientemente enriquecidas tras los siglos oscuros de la Edad Media, presentaban exigencias de ostentación y lujo. Promovieron estudios sobre la mejor manera de trazar nuevas ciudades y realizaron algunos ensayos en la práctica. Basándose en descubrimiento de los tratados clásicos, entre ellos el del arquitecto romano Vitrubio, Leon Battista Alberti, un  humanista polifacético, auténtico “hombre del Renacimiento”, diseñó en su libro De arte edificatoria (1452) una ciudad “ideal”. Tenía planta circular e incluía la especificación minuciosa de espacios medidos según cálculos y números simbólicos, con distribución de los solares y tierras de acuerdo con el rango de las clases sociales: grandes espacios centrales reservados a la vida en común, a la iglesia y a los palacios de autoridades y los nobles; barrios periféricos para las profesiones “malolientes” como carniceros, pescaderos y curtidores. El florentino Antonio Pietro Averlino, llamado Filarete, proyectó para el duque Sforza de Milán la ciudad que llamó Sforzinda, también de planta circular, con un foso que rodeaba una estrella de ocho puntas de muros fortificados. Leonardo da Vinci se ocupó, entre otras muchas cosas, de la ingeniería necesaria para el suministro del agua. Casi siempre, estos proyectos se realizaban en “ensanches” o ampliaciones, cercanos a ciudades antiguas que se habían quedado estrechas y no satisfacían la ambición de grandeur de los nuevos ricos, que querían ampliar las perspectivas. Así se hizo a finales del siglo XV en Ferrara, en Palermo y en Livorno, en este caso con la planta en forma de tablero de ajedrez que se iba a generalizar en la América recién descubierta.

Francisco Coello: mapa de Briviesca, 1868

En España, en cambio, no había falta de espacio sino más bien amplios territorios que se iban ganando en las guerras de la Reconquista. Había que repoblarlos y reforzarlos con nuevas ciudades desde las que continuar el progreso hacia el sur. Briviesca, una fortaleza en el camino de Santiago que había sido fundada en el 1123, fue “ensanchada” con una nueva ciudad que adoptó la planta rectangular cuando la adquirió la infanta Blanca de Portugal dos siglos más tarde. Y algo parecido hicieron los Reyes Católicos cuando en 1491 convirtieron el campamento provisional de Santa Fe en ciudad rectangular y amurallada desde la que iban a lanzar el asalto final para la conquista de Granada. En el código de Las Siete Partidas el rey Alfonso X incluyó ya algunas normas sobre urbanismo y el franciscano Francesc Eximenis se adelantó a los escritores del Renacimiento cuando en 1380 diseñó una ciudad ideal cuadrada, desarrollada en torno a una plaza mayor y dividida en cuatro cuadrantes, cada uno con su plaza central. Los florentinos y genoveses que tanta influencia tenían en las cortes de Castilla y Aragón trajeron de Italia las nuevas ideas sobre arquitectura y urbanismo que iban a ser pronto necesarias para organizar la exploración y ocupación de los enormes espacios de América. Pero antes se presentó la oportunidad de ensayar las nuevas soluciones urbanas una vez completada la conquista de las islas Canarias. El gobernador o “adelantado” Alonso Fernández de Lugo, que había participado en la conquista de Granada y después en la ocupación de las islas de Gran Canaria y La Palma, recibió de los Reyes Católicos el encargo de fundar en Tenerife una ciudad realenga que debía servir de capital para la gobernación del archipiélago. La elección de San Cristóbal de La Laguna parece directamente inspirada en Las Leyes de Platón. Iba a ubicarse en la única gran llanura de la isla, que está rodeada de colinas y se encuentra a pocos kilómetros de la costa. Tenía agua abundante pues estaba ocupada en parte por la amplia laguna que le dio su nombre. Había existido ya en aquel lugar un campamento militar construido por los  primeros conquistadores castellanos durante las batallas que habían librado con los aborígenes “guanches” por el control de la isla. El campamento original, la llamada “Villa Arriba”, fue descartado por Fernández de Lugo como sede de la ciudad, pues quería fundar una nueva acorde con las ideas renacentistas y con la categoría suficiente para ser sede del gobierno que había de controlar toda la vida colonial. El resultado fué un “ensanche” del primitivo asentamiento, una ciudad planeada para 6000 habitantes, abierta al espacio circundante, de planta cuadriculada con calles paralelas en damero, si bien modificadas en su dirección o ligeramente quebradas con el fin de “romper” los vientos, según las indicaciones de Vitrubio. Fue trazada una plaza mayor, donde el Adelantado estableció su residencia y se fundaron varios conventos y ermitas en puntos  que marcan la circunferencia exterior de la ciudad. La fundación definitiva de San Cristóbal de La Laguna tuvo lugar en el año 1497, y seguidamente fueron repartidos entre los colonizadores los solares de la ciudad y las fincas cercanas.

Dumond D’Urville: La Laguna en 1880

Cuando se fundó La Laguna hacía ya años que Cristóbal Colón había descubierto lo que él creía ser unas islas del Japón, el Cipango de Marco Polo. Era una América de vida precaria e incierta, “macondina” como la calificó Germán de Arciniegas, donde los asentamientos de los aborígenes que habitaban las islas primeramente descubiertas estaban dispersos y escasamente poblados. Pronto se fueron fundando ciudades como La Habana o Santo Domingo pero fue el descubrimiento de la Tierra Firme y de las antiguas civilizaciones precolombinas lo que disparó el desarrollo de un auténtico proyecto de conquista y poblamiento. Hernán Cortés llegó a la costa mejicana en 1519 e inmediatamente fundó Veracruz, una ciudad de nueva planta que trazó según las ideas renacentistas: plaza mayor en el centro y desde ella calles paralelas que dividen manzanas cuadradas o rectangulares. Pronto, sobre las ruinas de Tenochtitlán surgió la ciudad de México, también de trazado regular. La enorme plaza mayor de esta ciudad simboliza la esencial característica que diferenciaba a estas ciudades nuevas de las que se habían fundado o ensanchado en Europa. Y es que se hallaban en medio de enormes extensiones hacia las que era posible ampliar casi indefinidamente las nuevas urbes. El espacio, ha escrito J.H Elliott, tenía “efectos disolventes”, por lo que la traslación del orden europeo al nuevo continente tenía que adaptar las normas de la metrópolis a las características de los nuevos territorios. Se trataba de someter a los indígenas, pero también había que gobernar a una turba de conquistadores difíciles de contener una vez que se descubrieron las grandes riquezas mineras del mundo nuevo. Las ciudades se convirtieron en el instrumento del que disponía la monarquía para intentar el control ordenado de la conquista. Y así fueron surgiendo las nuevas urbes, todas ellas de trazado regular: entre otras, Panamá en 1519, México en 1521, Lima en 1535, Santiago de León de Caracas en 1567. Desde el principio intentó la Corona poner algo de orden en el proceso, con éxito desigual. Una norma de 1513 estableció unas primeras reglas, sin imponer sin embargo un trazado oficial único. Hubo que esperar hasta 1573 para que Felipe II promulgara las Ordenanzas de descubrimiento y población que, éstas sí, dictaban normas detalladas y precisas sobre el diseño de las ciudades. Sólo que se encontraron con que las principales estaban ya fundadas desde muchos años antes, de modo que la aplicación precedió a la norma. Las ordenanzas prescribían ya con exactitud todo lo necesario para el trazado de calles y plazas, reparto de terrenos, iglesias y palacios de las autoridades.

La Habana vieja en el siglo XIX

La Habana y Cartagena de Indias fueron las principales excepciones a la regla del orden urbanístico que reinó en el Nuevo Mundo. Los dos puertos de mar más importantes del Caribe tenían que adaptarse al contorno del lugar de la costa, en ambos casos irregular, que había sido seleccionado por ser el más apropiado para abrigar a los navíos en seguridad. Resultaba imposible adaptar el trazado de las ciudades a la cuadrícula renacentista, aunque se intentaba aplicar ésta a los sectores más espaciosos donde ello fuera posible. Pero además, la idea clásica de que las ciudades habrían de estar abiertas al mundo circundante no podía adaptarse a dos puertos tan cargados de riqueza, que sufrían continuos ataques de los piratas y de las potencias europeas que desafiaban el monopolio español sobre el comercio entre Europa y América. Cartagena de Indias se convirtió en la puerta del continente y recibía el tráfico de las explotaciones que venían de Lima. Fundada en 1533 se convirtió pronto, además, en el más importante centro de la trata de esclavos importados del África negra. Fué asaltada y saqueada por el inglés Drake en 1586, y ello obligó a Felipe II a ordenar la construcción de 11 kilómetros de murallas, torres  y fuertes para protegerla, con una catedral que más parecía castillo que templo. Resultó inexpugnable de allí en adelante, resistió incluso en el siglo XVIII un memorable ataque comandado por el almirante inglés Vernon con una flota de una magnitud nunca vista antes. Por su parte, la Habana fue fundada en el 1519 en su asentamiento definitivo y sufrió también constantes ataques, pues en 1561 se había decidido que fuera el punto de reunión de la Flota de Indias, un convoy de navíos que hacían juntos y bajo protección militar el camino desde y hacia España, donde el puerto de Sevilla gozaba del mismo monopolio. En 1586 fue declarada por Felipe II capital de la isla, condición que tenía hasta entonces Santiago de Cuba. Fue también fuertemente amurallada, en consecuencia, para repeler los ataques a la flota. Lo que no pudo evitar que en 1762 fuera asediada y conquistada por la armada británica, que conservó el dominio de la ciudad durante un largo año de ocupación.


(LA ORDEN MIRACLE, Ernesto: Viajes de arte por América central; I.C.I., Madrid 1985.–CEHOPU: El sueño de un orden. La ciudad hispanoamericana, Madrid, 1989.–NAVARRO, María Isabel: San Cristóbal de La Laguna. Una insólita experiencia histórica de la utopía insular en Platón. Ed. Artec Impresiones, Segovia, 2000.–ELLIOTT, J.H.: Empires of the Atlantic World. Britain and Spain in America. Yale Univ. Press, New Haven 2006.–MARTINES, Lauro: Power and Imagination. City-States in Renaissance Italy. Vintage Books, Nueva York, 1979.–ARCINIEGAS, Germán: Cartagena. En Cartagena de Indias. I.C.I. Madrid, 1990)