Nueva York, 1935
El movimiento aislacionista norteamericano que se organizó en 1940 en el America First Committee contó con la participación de muchos jóvenes que acabarían siendo relevantes en la política y en las finanzas de los Estados Unidos. Dos de ellos llegaron a presidentes: John F. Kennedy y Gerald Ford. La organización, que llegó a tener 800.000 miembros contribuyentes y 450 sedes en todo el país, se opuso ruidosamente a la ayuda que el presidente Franklin D. Roosevelt prestaba a Gran Bretaña desde el principio de la guerra con Alemania en 1939. Uno de sus más decididos promotores fue el piloto e ingeniero Charles Lindberg, que se había hecho famoso en 1927 por haber cruzado el océano Atlántico por primera vez en solitario y sin escalas. Su familia era de origen sueco y su padre había hecho política en Washington oponiéndose como congresista a la participación de los Estados Unidos en la Gran Guerra de 1914-18. Lindberg vivió en Alemania entre 1935 y 1939 y volvió a su país convencido de las bondades del régimen nazi. Seducido por Hitler predicó la no-intervención en la guerra en múltiples conferencias y actos públicos en los que culpaba a los judíos de estar empujando a los Estados Unidos a las hostilidades con sus poderosos medios financieros y propagandísticos, incluidos la prensa, la radio y el cinematógrafo. Sus ideas y la retórica antisemita y aislacionista del America First Committee terminaron, por razones obvias, en 1941 tras el ataque de la aviación japonesa a la base americana de Pearl Harbour. Pero el ambiente de tensión política había llegado por aquellos años a un verdadero paroxismo con los extremos enfrentados violentamente. El caso Sacco y Vanzetti fue uno de los más significativos detonantes: dos anarquistas de origen italiano fueron juzgados sin las mínimas garantías y electrocutados en 1927, causando la indignación de la opinión pública liberal no sólo en Estados Unidos. El jurado actuó a todas luces movido por prejuicios contra los inmigrantes y los izquierdistas.
Las ideas de Lindberg y el America First Committee tuvieron, naturalmente, importantes críticos. El propio presidente F. D. Roosevelt denunció directamente la campaña del famoso aviador y en el mundo de los medios destacó la periodista y escritora Dorothy Thompson (1893-1961). Había sido sufragista activa en sus años de juventud y hecho carrera como reportera en Europa desde los años veinte. Corresponsal en Viena y en Berlín, esta amiga de Bertold Brecht, Thomas Mann y Stefan Zweig pudo hacerle una entrevista a Adolf Hitler en Munich en 1931, de la que surgió más tarde un libro demoledor, que tituló I Saw Hitler (yo vi a Hitler). En él advirtió de los peligros del nazismo incipiente y describió al futuro dictador en términos muy despectivos: “casi no tiene cara, un hombre cuyo aspecto es una caricatura, su cuerpo parece cartilaginoso, sin huesos…”. Cuando el personaje llegó al poder no tardó en expulsar a la señora Thompson de Alemania, la primera expulsión de un periodista del país: sucedió en 1935.
Evidentemente, la señora Thompson había subestimado a Hitler y a su movimiento, pero más tarde fue decisivamente activa en la oposición al nazismo de Lindberg y el movimiento America First, que culminó con la sonada condena de un discurso del aviador: “es la voz de Lindberg pero las palabras son de Hitler”. En 1928 se había casado con el escritor Sinclair Lewis, a quien convenció para que escribiera un libro para llamar la atención sobre el peligro de que el autoritarismo que triunfaba en Europa se propagara por contagio a los Estados Unidos. El resultado fue una novela escrita con muchas prisas en el verano de 1935: It Can’t Happen Here (eso aquí no puede pasar). Lewis era ya por esas fechas un escritor rico y famoso. Había recibido en 1930 el primer premio Nobel dado a un norteamericano y había triunfado con novelas monográficas en torno a temas sociales: la mezquindad y el aburrimiento en la pequeña ciudad americana (Main Street, 1920); la corrupción en el mundo de las finanzas (Babbit, 1922); lo mismo en el de la predicación evangélica de masas (Elmer Gantry, 1927). Era hombre soberbio: cuando publicó Arrowsmith en 1925, una novela que diseccionaba el mundo de la medicina en Norteamérica, rechazó airadamente el Premio Pulitzer, molesto de que se lo hubieran dado en los años anteriores a las escritoras Willa Cather y Edith Wharton. El propio Lewis reconocía que It Can’t Happen Here no era su mejor libro. Lo escribió en poco más de dos meses, acuciado por la urgencia de la situación política, y su estilo resulta aún más perentorio y colérico que el de sus anteriores novelas. Pero el resultado no pudo ser más efectivo en su denuncia del peligro autoritario. Relata la irresistible ascensión al poder del senador Berzelius (“Buzz”) Windrip, que llega a ganar las elecciones a la presidencia al mismo Roosevelt con una plataforma típicamente populista destinada a atraer a la clase obrera de raza blanca. Prometía un ingreso mínimo de 5000 dólares a cada familia de “verdaderos americanos” y aseguraba que iba a devolver a los Estados Unidos su pasada grandeza y restaurar sus valores tradicionales. Su presidencia deriva, previsiblemente, en una dictadura “corporativista” en la que todo disidente es encarcelado y toda manifestación reprimida violentamente. El protagonista, Doremus Jessup, un moderado periodista, que no se adhiere ni al fascismo ni al comunismo, tiene que refugiarse en la clandestinidad y finalmente huir a Canadá para unirse al contraataque de las fuerzas democráticas.
Este libro, escrito con un mal humor indignado que a menudo resulta cómico, no estuvo sólo en su época, pues el miedo al fascismo tuvo otros muchos cultivadores en la literatura y en el espectáculo. Charles Chaplin (El gran Dictador) y los hermanos Marx (Sopa de Ganso) son algunos de los más conocidos y ya ha salido a relucir en estos Papeles la colaboración del popular dramaturgo neoyorquino George S. Kaufmann con el compositor George Gershwin. Juntos habían estrenado en 1927 una parodia de la guerra titulada Strike Up the Band, de éxito desigual, y en 1933 se atrevieron con Let’em Eat Cake, una farsa política de contenido muy similar al que poco después tuvo la novela de Sinclair Lewis. En ella un ex-presidente llamado Wintergreen recupera el poder con la ayuda del general Kruger. Exigen a los aliados europeos que paguen sin demora la deuda generada por la participación de los EEUU en la guerra de 1914-1918 y promueven la destrucción del régimen democrático con un discurso delirante: “la situación es insostenible, dice Kruger, el mundo tiene que moverse y yo estoy aquí para moverlo. Abajo con todo. Abajo con todas las mayorías y con todas las minorías, ¿quién ha dicho que dos más dos son cuatro?”
Ante estos testimonios inquietantes es lógico preguntarnos con Sinclair Lewis: ¿pero era posible que sucediera lo que muchos temían hasta el punto de que sus miedos encontraran tanto eco en la cultura popular? Lo cierto es que el peligro de una deriva autoritaria en Estados Unidos no se ha materializado hasta ahora, pero ha seguido estando vivo e inspiró hace unos años la novela de Philip Roth La conjuración contra América (2004). Los Padres de la Constitución americana de 1787 tuvieron muy presente la posibilidad de que un abuso de poder pudiera acabar con la democracia y se emplearon a fondo en crear un sistema que lo impidiera. El resultado fue un complicado mecanismo basado en la filosofía política de James Madison y de Alexander Hamilton. Según argumentaba el primero con ironía, el gobierno es el más claro reflejo de la naturaleza humana, y si fuéramos ángeles no necesitaríamos ningún gobierno. Por ello, si bien hay que permitir que el gobierno controle a los ciudadanos, hemos de asegurarnos también de que el gobierno se controle a sí mismo. Básicamente, el sistema que propusieron funcionaba así: el principio fundamental es que los tres poderes del Estado, legislativo, ejecutivo y judicial estarían separados, una idea de Montesquieu totalmente inexplorada en la práctica hasta 1787. Ahora bien, una separación estricta no sería operativa en la práctica, por lo que había que introducir correcciones. En primer lugar, al poder ejecutivo se le daban los medios y las competencias necesarias para llevar la iniciativa política, evitando así la parálisis del sistema a la que llevaría una actuación mecánicamente independiente de los otros poderes. En segundo lugar, ciertos controles y contrapesos (checks and balances) deberían evitar cualquier abuso: para ello, en determinados casos a uno de los poderes se le da la facultad de interferir en el funcionamiento del otro; así, el presidente tiene capacidad para vetar una ley del legislativo; por su parte, el Senado es competente para aprobar ciertos nombramientos de los poderes ejecutivo y del judicial, o para ratificar los tratados internacionales negociados por el ejecutivo.
En último caso, si a pesar de los contrapesos el sistema no funciona existe la posibilidad de recurrir al procedimiento de destitución. El famoso Impeachment supone el máximo exponente de esta mezcla de poderes, pues le da al poder legislativo una competencia judicial para controlar al ejecutivo. No hubo muchas dudas sobre la oportunidad de introducir este procedimiento. Benjamin Franklin defendió su necesidad con un argumento extremo: de no existir, dijo, “la única alternativa es el asesinato”. Más discutida fue la definición precisa de esta peculiar institución en la Constitución: “El presidente, el vicepresidente y todos los funcionarios civiles de los Estados Unidos serán separados de su puesto cuando sean acusados (impeached) y condenados por traición, soborno u otros crímenes o delitos graves” (art II.4). Alexis de Tocqueville, en su famoso libro sobre la democracia americana, explicó la singularidad del Impeachment, comparándolo con procedimientos similares que existían en su tiempo en Francia e Inglaterra, donde la cámara alta tenía plena jurisdicción penal para juzgar cierto tipo de crímenes. Los Estados Unidos crearon un híbrido: por un lado, se dio al Congreso el poder de remover a cargos públicos, con plenas garantías procesales y a condición de obtener mayoría simple de la cámara de representantes para la acusación, y de dos tercios en el Senado para la destitución. Ahora bien, se trataba de una jurisdicción estrictamente política y no penal, ya que el legislativo sólo podía decidir la destitución pero no la condena de presidentes o funcionarios. Esta seguía siendo competencia de los tribunales ordinarios.
La institución del Impeachment ha sido utilizada en Estados Unidos con parsimonia: en dos siglos, un total de catorce procesos y cuatro condenas. Ningún presidente fue condenado y sólo dos estuvieron sometidos a este enjuiciamiento excepcional: Andrew Johnson en 1868 y Bill Clinton en 1998. En ambos casos el Senado rechazó la acusación ya que no se obtuvieron los dos tercios requeridos. Así pues, puede decirse que el Impeachment ha cumplido la función para la que lo crearon los padres de la patria: actúa poderosamente como advertencia disuasoria. Así lo demostró el caso del presidente Richard Nixon con ocasión del famoso escándalo del Watergate. Arthur M. Schlesinger Jr. escribió acertadamente que el Impeachment había sido concebido pensando en la posibilidad de que un presidente perdiera los “controles y contrapesos” sobre su propia sed de poder. La tendencia de la presidencia a invadir competencias ajenas y convertirse en “imperial” llegó con Nixon a su paroxismo. Se rodeó de fieles adictos sin escrúpulos inspirados por la ideología ultra de un Patrick Buchanan y afirmó el prestigio de la presidencia de manera exorbitante: cualquier exceso en su ejercicio estaba justificado, según él, por razones de seguridad nacional. En junio de 1972 cinco agentes suyos fueron detenidos espiando en las oficinas que el partido demócrata ocupaba en el edificio llamado Watergate. El proceso contra ellos desató una serie de revelaciones sobre los métodos ilegales utilizados masivamente por el ejecutivo en los años 1969-70 para hostigar a adversarios políticos y para acabar con cualquier protesta contra la guerra de Vietnam. El presidente negaba y mentía, rechazando entregar a los investigadores las grabaciones obtenidas clandestinamente en el despacho oval de la Casa Blanca. En octubre de 1973, destituyó bruscamente al fiscal especial nombrado para el caso, Harvey Cox. En un clima de gran tensión, los colaboradores de éste nos contaban cómo tuvieron que abandonar de noche las oficinas de Cox llevándose toda la documentación que pudieron salvar. Al final, Nixon no tuvo más remedio que entregar las grabaciones, lo que sólo hizo tras haber borrado los 18 minutos más gravemente incriminadores. Se inició el procedimiento de Impeachment y todo apuntaba que esta vez sí habría mayorías en ambas cámaras. Las acusaciones no eran para menos: presiones al FBI a través de la CIA para limitar la investigación; ilegalidad de las grabaciones; promesas de impunidad a los asaltantes; sobornos para limitar las pesquisas…Nixon no quiso esperar: dimitió en agosto de 1974 con una sonrisa desencajada al subir al helicóptero que lo desalojó de la residencia presidencial. Cometió dos errores: abusó de su poder y se enfrentó con los poderes que actúan, al margen de los constitucionales, como contrapesos fácticos: la opinión pública, los medios de comunicación y los servicios secretos. Fue el primer presidente norteamericano que se vió obligado a dimitir de su cargo, por ahora.
(Nuevos papeles de Volterra)
(LEWIS, Sinclair: It Can’t happen here; Signet Classics, Chicago, 1970.–SCHORER, Mark: Sinclair Lewis. An American Life; McGraw-Hill, Nueva York, 1961.–CUNLIFFE, Marcus: The Literature of the United States; Pelican Books, Londres, 1954.–ZINN, Howard: A People’s History of the United States; HarperCollins, Nueva York, 1999.–SCHLESINGER, Arthur M.: The Imperial Presidency; Popula Library, Nueva York, 1973.–CHASE, Harold y otros: American Government in Comparative Perspective; Franklin Watts, Nueva York, 1980)