VIRTUOSOS DEL ROMANTICISMO

París, 1823

 

A pesar de ser tan excelso poeta y tan lúcido pensador, Heinrich Heine no pudo resistir la tentación de sumarse a la creación de una leyenda típicamente romántica. En la primera de sus Noches florentinas (1837) el narrador Maximilian cuenta historias a María para distraerla en su enfermedad, que la ha llevado a las puertas de la muerte. En un una de ellas aparece el violinista Niccolo Paganini (1782-1840) en su versión más extrema y fantástica, un verdadero paradigma de la truculencia romántica. Maximilian cuenta que lo ha visto paseándose por un parque de Hamburgo, enfundado en un largo abrigo negro, cadavérico y pálido con su larga melena, silencioso y rodeado de misterio. Le acompaña un ser diminuto que lo acecha desde la sombra: “el propio Satán”. Como el doctor Fausto, Paganini no ha podido menos que pactar con el diablo para romper las fronteras de lo humano en el arte del violín. Nadie ha tocado como él y no es posible que su fascinante virtuosismo haya sido adquirido sin ayuda diabólica. Por la noche, el narrador asiste a un concierto del famoso violinista y comprueba personalmente el extraordinario poder técnico del artista, la belleza de su sonido, la dulzura en la expresión en el pasaje cantabile. Cada pieza que ejecuta sume a Maximiliano en un trance en el que el narrador vierte literariamente con imágenes oníricas la impresión que le han causado las notas que surgen de las profundidades del violín. Al final, no podía faltar, al maestro se le rompen tres cuerdas de su instrumento, pero él sigue tocando en la que queda, la grave cuerda de sol, e improvisa sobre ella uno de sus números favoritos, las variaciones sobre un tema de la ópera Moisés de Rossini, la muestra extrema de su habilidad de instrumentista. Paganini, músico precoz, perpetuo itinerante en Italia primero y en toda Europa ya en su edad madura, se había convertido en un fenómeno de culto. No sólo en lo musical sino también en el mundo de las relaciones públicas. Su mito incluía amoríos más o menos verdaderos, tropiezos con la justicia, compulsiva ludopatía, graves enfermedades, riqueza extrema y fracasos económicos estrepitosos. Y algunas obras valiosas: sus innovadores Caprichos op. 1, seis conciertos para violín y orquesta y muchas piezas de lucimiento, todo en el estilo operístico italiano y en un nivel notable, sin ser gran música.

Josef Danhauser: Liszt al piano,1840

LLama la atención en el relato de Heine la alusión reiterada al tipo de auditorio al que se sumó Maximiliano en el teatro de la Comedia de Hamburgo. En la primera fila del palco estaba “todo el mundo comercial, Olimpo de banqueros y millonarios, dioses del café y del azúcar, al lado de sus gruesas diosas conyugales”. Nada puede ser más típico de la época en la que florecieron los virtuosos románticos. Eran los años de bonanza en los que se consolidó la burguesía como fuerza social dominante. El final de las guerras napoleónicas había dado paso a la estabilidad política bajo el signo monárquico y a una gran expansión económica. Viena, París, Londres y Leipzig crecieron y crearon grandes teatros para albergar al masivo público burgués. La música, hasta entonces refugiada en los palacios para adorno de restringidas fiestas aristocráticas, llegó a un nuevo público que exigía menos protocolo y más entretenimiento. Rompió con las rigideces formales del clasicismo y abandonó el lenguaje refinado y la artificiosidad cortesana. Se adaptó a las necesidades expresivas del nuevo hombre romántico, que afirmaba su individualidad, teñida de alguna envidia, en la adoración del el artista heroico. El gusto se democratizó y en gran medida también se vulgarizó, pues la música quiso llegar al hombre común con piezas cortas expresivas de las emociones y de la personalidad del intérprete, que hasta entonces quedaba en un discreto segundo plano. Era la atmósfera ideal para la aparición de los grandes virtuosos: el progreso de la técnica contribuyó a su ascenso pues permitió modificar los instrumentos para darles mayor facilidad de ejecución y una gran proyección sonora con la que su música llegaba hasta el fondo de las grandes salas de conciertos.

Ingres: niccolo Paganini, 1819

Aquí entra en escena el virtuoso, el genio altanero y carismático, en ocasiones excesivamente dispuesto a halagar con malabarismos manuales y apelaciones extremas a la sensualidad del oyente. En pos de la gloria y el dinero los virtuosos no sólo explotaban su talento instrumental, también se fabricaban existencias novelescas para atraer al gran público a sus conciertos. Con frecuencia fomentaban la leyenda de su parentesco con Fausto, porque sólo gracias a un pacto con el diablo era posible traspasar barreras de dificultad técnica nunca antes superadas. No es de extrañar que la proliferación de este tipo de espectáculos suscitara, al lado del entusiasmo de las masas, una visión crítica por quienes lamentaban el retroceso de la música “pura” u objetiva de los tiempos pasados. El virtuoso recibió una descalificación sutil en la primera edición del diccionario musical publicado por sir George Grove en 1889: “un ejecutante que sobresale en el aspecto técnico de su arte… (y es) naturalmente propenso a la tentación de usar sus habilidades en detrimento de la intención del compositor”. Con expresión bastante desabrida alude a que el término es “de origen italiano” y no se aplica a maestros como Mendelsohn, Joachim o Clara Schumann. Richard Wagner también despreció oblicuamente al virtuoso al reconocer que además de los malabaristas al uso existían otros excepcionales “que también son artistas”.

Miklós Barabas: Liszt, 1847

Zarco Cvejik, en un interesante estudio sobre el fenómeno del virtuoso, ha buscado la raíz de este rechazo en el campo de la filosofía que inspiraba a la crítica musical. La música instrumental, tras haber sido calificada por Kant y Hegel de mero placer banal para los sentidos, había pasado a ocupar el papel predominante entre las artes. La estética musical surgida con el Romanticismo en torno a 1800 ignoró a la música vocal y a la ópera y trató a la música como un arte absoluto, exento de las connotaciones visuales de la pintura o del discurso político o sentimental de la literatura. E.T.A. Hoffmann, Schelling y Schopenhauer vieron en ella un arte abstracto y metafísico que simplemente combinaba sonoridades espirituales en tiempo y armonía. No es difícil comprender que el virtuoso apareciera en este contexto como un elemento perturbador. En sus manos la música perdía su pureza, pues era inevitable que pasara al primer plano no solo el cuerpo del artista sino también las características técnicas del instrumento.

Edgar Bundy: Antonio Stradivari, 1893

El carácter fáustico, ambicioso y activista, heroico y espectacular del nuevo virtuoso chocaba también con una cierta mentalidad provinciana de los profesionales de la música y de los aficionados practicantes de la Hausmusik. Los compositores, gracias a los nuevos avances tecnológicos, se lanzaron a componer música que requería gran pericia instrumental, y así crearon una separación entre la música destinada al público masivo y la gran música, la suya. El virtuoso atraía al gran público burgués pero al mismo tiempo corría el riesgo de llegar a excesos no sólo musicales sino también vitales, de sobrepasar las fronteras de lo posible en música y también los límites de lo admisible para la moral burguesa. Franz Liszt (1811-1886), a quien se considera el máximo exponente del virtuoso romántico es, junto a Paganini, el ejemplo más claro de este choque de sensibilidades. Fue el típico niño prodigio. Nacido en Hungría y formado en Viena donde lo acogieron Beethoven, Salieri y Hummel, triunfó en París en 1823, cuando apenas había salido de la adolescencia y, deslumbrado por las proezas de Paganini, quiso emularlo en el piano. En un conocido cuadro del pintor vienés Josef Danhauser podemos contemplar al artista en plena interpretación rodeado de todo el romanticismo artístico de aquél París exultante: George Sand, el viejo Victor Hugo, la condesa Marie d’Agoult su amante, Chopin, incluso Paganini abrazado con Gioacchino Rossini, todos ellos adorando el busto del divino Beethoven. Liszt leía intensamente a los clásicos y a los escritores del momento, coqueteaba con el socialismo aristocrático de Saint-Simon, triunfaba en los salones de la alta sociedad. Su técnica y su sensualidad arrasaron a toda Europa y la adoración llegó hasta la corte del zar en San Petersburgo y la del sultán en Constantinopla. No menos famoso y romántico por sus amores, estuvo unido con la D’Agoult y tuvo tres hijos de ella antes de abandonarla para unirse en un amor imposible con la princesa rusa Caroline zu Sayn-Wittgenstein. Pasó sus últimos años en Roma y Weimar, entre la admiración rendida del público y el desprecio puritano de los críticos, dedicado a la música coral religiosa, a la enseñanza y a la contemplación.

Anon.: Liszt ante el emperador Francisco José

Liszt admiraba a Chopin, componía variaciones a temas de Bach e interpretaba con pasión a Beethoven, cuyas nueve sinfonías transcribió para el piano. Ello le situaba en una posición singular, superior a la de los virtuosos contemporáneos. Tras su época de brillo superficial como concertista de piano decidió romper fronteras no sólo en su técnica pianística, que había hecho avanzar hasta alturas nunca antes vistas, sino también en su maestría como compositor. A partir de 1848 aceptó el puesto de director musical en al ducado de Weimar, una pequeña ciudad de cinco mil habitantes que había acogido a algunos tan ilustres como Herder, Goethe y Schiller. El propio Liszt había hecho incursiones en la literatura musical con ensayos estimables, en especial uno sobre la música de los gitanos que había acompañado su infancia húngara. En Weimar, Liszt dirigió a su orquesta la música de Beethoven y también la de los románticos más avanzados, Berlioz y Wagner. Estrenó sus obras, escribió sobre ellos y se unió a un movimiento de renovación de la música que rivalizó con los compositores más conservadores, capitaneados por Johannes Brahms. Él mismo impregnó su música de literatura al asociarla con la poesía en sus “poemas sinfónicos”, un género musical de su invención que se situaba fuera de las formas académicas y quería traducir en sonidos los ecos de la naturaleza y los mitos y leyendas de la literatura universal. De sus largas travesías por Suiza e Italia salieron algunas de sus más perfectas obras para el piano, reunidas en los Años de peregrinaje, donde la literatura está también presente en la evocación de obras de Dante y Petrarca, sus poetas favoritos. Naturalmente, a una personalidad tan faústica como la del compositor húngaro no podía faltarle la referencia a la obra cumbre de Goethe. Fausto protagoniza una amplia sinfonía suya con coros y varias piezas para piano entre las que destaca el excitante vals de Mefisto. Liszt, dijo irónicamente Heine, “quería serlo todo” y lo fué: pianista virtuoso, compositor, director de orquesta, escritor, revolucionario, maestro, incorregible Don Juan. Y no se contentó con todo eso: amargado por la muerte de dos de sus hijas y desesperado por el fracaso de su matrimonio con la princesa Sayn-Wittgenstein, que topó con obstáculos religiosos y políticos de altísimo nivel, se retiró en Roma en el convento de Nuestra Señora del Rosario como abate franciscano, aunque nunca llegó a ser consagrado sacerdote.

Desde la Villa d’Este, Roma

Este personaje tan extraordinario tenía, eso sí, algo en común con Paganini, el otro virtuoso fulgurante: una extraordinaria facilidad técnica para producir efectos inauditos con sus instrumentos, a velocidades ultrasónicas y con matices de expresividad y calidad de sonido que parecían sobrehumanos. Paganini fue apreciado por los grandes de su época, como Schumann, Chopin, incluso más tarde Brahms y Rachmaninov, quienes lo homenajearon con versiones de sus Caprichos.. La música virtuosística de Liszt posee además una cualidad de “nobleza” que resaltó el pianista Alfred Brendel al comentar su obra. Pero ¿cómo pudieron adquirir esa maestría? Mucho se ha escrito sobre “el secreto” de Paganini, él mismo fomentó la leyenda para añadir misterio a su éxito. Los dos grandes virtuosos tuvieron en común con muchos otros, también con Mozart y con Beethoven, una formación muy temprana y rigurosa, casi siempre aprendida en familia de músicos. En el caso de Paganini, además, se ha querido explicar el “secreto” en una cierta características física suya, una flexibilidad articular extrema. Sobre ello escribió el mismo Goethe, curioso sobre la influencia de los órganos corporales en el talento, tras leer lo que al respecto había escrito el médico que trató al violinista toda su vida. Es indudable que el privilegiado cerebro del virtuoso tiene que estar dotado de facultades más desarrolladas que las del resto de los mortales, de reflejos rapidísimos y de una extraordinaria capacidad de localización de las notas en el espacio, tanto en el teclado del piano como en el inhóspito mango del violín. Pero sin negar el carácter fáustico de muchos virtuosos, con su ingrediente de exhibicionismo y su ambición de gloria y otros placeres, ni los Caprichos de Paganini ni los Estudios de ejecución trascendental de Liszt son imposibles de interpretar, al contrario de lo que han dicho a menudo los instrumentistas al referirse a tantas obras de difícil ejecución. ¿Hemos de creer que Vladimir Horowitz o Jascha Heifetz tenían un pacto con satán para tocar tan excelsamente como han tocado? Para no hablar de los centenares de músicos, chinos o no, que dos generaciones más tarde pueden interpretar a la perfección cualquier partitura, incluso la más intrincada que pueda imaginarse.


 

(HEINE, Heinrich: Noches florentinas (traducción de Carmen Bravo Villasante); Salvat y Alianza editorial, Estella 1970.–DORIAN, Frederick: The History of Music in Performance; Norton, Nueva York, 1942.–CVEJIC, Zarko: The Virtuoso as Subject. The reception of Instrumental Virtuosity, c.1815-c.1850: en www.cambridgescholars.com .–SALAZAR, Adolfo: Los grandes compositores de la época romántica; Aguilar, Madrid, 1958.–BRENDEL, Alfred: On Music; MPG Books, Londres, 2007.–ROTH, Henry: Violin virtuosos; California Classic Books, 1997.–DANCLA, Charles: Notes et souvenirs; Symétrie, Lyon 2012.–EINSTEIN, Alfred: Music in the Romantic Era; Norton, Nueva york, 1942)