LOS CANÍBALES DE MICHEL DE MONTAIGNE

Rouen, 1562.

En octubre del año 1562 Francia estaba envuelta en la guerra civil. Michel de Montaigne (1533-1592) era un joven noble del séquito real de Carlos IX que participaba en una campaña del bando católico contra los hugonotes para recuperar la ciudad de Rouen. Las autoridades de la ciudad le ofrecieron un espectáculo insólito, presentando a la comitiva como entretenimiento un grupo de indígenas traídos del Brasil, que los franceses llamaban La France Antarctique. Montaigne pudo entrevistarse con ellos a través de un intérprete y preguntarles sobre sus costumbres. Era ya un curioso devorador de libros y seguramente estaba fascinado por el encuentro con gentes del recién descubierto “nuevo mundo”, descrito en los memoriales de los descubridores españoles y en especial los del padre Las Casas. Entre ellos estaba una Historia de las Indias publicada en 1555 por el clérigo español Francisco López de Gomara, un libro que Montaigne sin duda conocía. Cuando empezó a escribir sus famosos Ensayos, no tardó en dedicar a este tema una larga divagación (Libro I, 31) que tituló Sobre los caníbales. En él da de los llamados “salvajes” una visión contradictoria, cosa habitual en su obra, que el autor reconocía como reflejo de las inconsistencias de la vida misma. Empieza por describir las costumbres de los nativos y la inocencia del estado de naturaleza, incontaminado por la civilización. A continuación pasa a detallar sus prácticas guerreras, el atroz trato que dan a los prisioneros, a los que apalean, asan y comen en común. De acuerdo, no obstante, con las ideas humanistas del tardo Renacimiento, da por buenas las cualidades de los llamados bárbaros, comparándolos con sus contemporáneos, especialmente con los franceses, en plena y cruenta lucha fratricida poco después de haber salido de la “barbarie” de la Edad Media: “podemos llamarlos bárbaros de acuerdo con las reglas de la razón pero no si los comparamos con nosotros, que los superamos en toda clase de barbarie”… y encima “bajo pretexto de piedad y religión”.

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Los hombres del nuevo mundo afloran con frecuencia en los ensayos de Montaigne, y en uno de ellos, dedicado a Los carruajes (Libro III, 6), Montaigne se pierde en una prolija disgresión sobre su “devoción, claridad de espíritu natural y pertinencia” y sobre el esplendor de este “mundo niño”, sobre todo en los imperios de Méjico y Perú tal como los describía Gomara. Ahora bien, que Montaigne utilizara para encabezar su ensayo más temprano la palabra “caníbales” no deja de ser intrigante. Creo que tiene una explicación en el ambiente de enfrentamiento religioso que vivía en aquellos años Francia, que sufrió los estragos de nada menos que de diez guerras civiles entre 1562 y 1598. Partido en dos entre los católicos y los protestantes, el país sufrió una gran devastación hasta que el hugonote rey de Navarra se convirtió al catolicismo, declaró aquello de que “París bien vale una misa” y unificó al país reinando como Enrique IV. Estas guerras que dividieron a Europa empezando con la reforma de Lutero, extendida a Francia de la mano de Juan Calvino, tuvieron causas variadas, como es obvio, no sólo religiosas. Pero uno de sus detonantes teológicos me ha llamado la atención porque resulta bastante exótico para la mentalidad de nuestros días. Me refiero a la discusión sobre la frase evangélica Hoc est corpus meum  (esto es mi cuerpo). Los protestantes la interpretaban dándole un sentido puramente simbólico o espiritual y acusaban a los católicos, que tomaban esas palabras al pié de la letra, de comportarse como auténticos “caníbales” cada vez que practicaban el sacramento de la eucaristía. Nuestro autor, como católico aunque no muy ferviente, debió sentirse aludido. Esta extraña fascinación con la violencia no es de sorprender en alguien que como Montaigne vivió rodeado por ella. Y la curiosidad por el canibalismo, que no fue infrecuente en la época, se prolongó hasta la Ilustración, como se puede comprobar en autores como Voltaire, que dedicó un artículo a Los antropófagos en su Diccionario Filosófico.

Montaigne tuvo ciertamente una vida accidentada. Un padre rico y ennoblecido, Pierre Eyquem, y una madre de origen judeo-español de apellido Louppes (López) le dieron la educación más esmerada posible en la época, poniéndolo en manos de un preceptor alemán que le hizo aprender el latín antes incluso que su nativo francés, lo que explica la abundancia en de las citas latinas que utiliza en sus ensayos para reforzar sus argumentos. Con 24 años su padre, que había sido alcalde de Burdeos, lo colocó ya en las instituciones, donde tuvo diversos cometidos judiciales y participó en numerosos procesos al mismo tiempo que leía intensamente a los autores clásicos. En plena guerra civil, cuando tenía 35 años, murió Eyquem y Michel heredó toda su fortuna, incluyendo las extensas propiedades y el castillo de Montaigne, en el valle del río Dordoña . En él se reservó una torre donde se hizo habilitar una capilla, una estancia y una biblioteca con la intención de retirarse a meditar y escribir. Se retiró efectivamente en 1571, aunque sin abandonar por completo la actividad pública como hombre de confianza de Enrique de Navarra, ni la administración de su patrimonio, que no le divertía especialmente.

Dedicó casi una década a escribir sus Ensayos hasta que, en torno a 1580, le pasaron muchas cosas relevantes: en primer lugar, publicó una primera edición de los dos primeros volúmenes, que entregó al rey como homenaje aunque habían sido mal recibidos por la censura. Con la excusa, por otro lado, de sus problemas de salud, que refiere ad nauseam  (literalmente) en sus escritos, viajó a Suiza y a Italia para tomar aguas termales. Allí visitó Florencia, Venecia y Roma, donde fue recibido por el papa Gregorio XIII. Por fin, estando aún en el extranjero, fue elegido alcalde de Burdeos, cargo que desempeñó hasta 1584. A partir de esa fecha y hasta su muerte en 1592 continuó viviendo una vida trepidante entre nuevas lecturas y peligros varios. Durante esos años publicó el tercer libro de sus ensayos, los más maduros y personales.

Llegados a este punto, lógicamente, no podemos menos que preguntarnos: ¿por qué este hombre aparentemente tan afortunado y tan ocupado decidió en un momento dado retirarse a escribir una obra de tan enormes dimensiones, variada, desordenada y jugosa, básicamente sobre el tema de su vida y su carácter? La huida de los desórdenes de la guerra puede ser una razón, y sería suficiente. Pero hay más: la realidad de la muerte (“No mueres por estar enfermo, mueres por estar vivo”: Libro III, 13) fué señalada por el propio Montaigne como el detonante de su desahogo literario, una terapia o defensa contra el sufrimiento. Como revulsivo principal, él menciona concretamente la muerte de su amigo Étienne de la Boétie, colega suyo en el parlamento o tribunal de Burdeos, poeta y escritor al que quería y admiraba. Pero además su padre, a quien también veneraba, había muerto en 1568. Y aún más: el propio Montaigne pudo experimentar en su propia carne y sobre todo en su propia mente una especie de muerte temporal producida por un accidente, una caída del caballo que describe con todo detalle en uno de sus ensayos más impactantes (Libro II, 6). De todos modos, sólo es posible especular, en éste como en otros casos, sobre las causas detonantes del acto de la creación literaria. El cómo es, según creo, más fácil de comprender. Se trata, como digo, de un desahogo, de un exabrupto (ex-ab-rupto: lo que brota de algo que se ha roto). Montaigne tenía acumulados saberes abundantes y meditaciones sobre sí mismo y su propia vida. Perturbado por tantas desgracias, los vertió en estos que llamó “ensayos”. Utilizaba el término por vez primera en el sentido de intentos, pruebas o tentativas de formular experiencias, saberes, principios de moral, sin mucho orden y sin preocupación metódica. Aspiraba a estar él mismo presente en todo momento, con una sinceridad total, y no le importaba para ello incurrir en contradicciones o tratar los más diversos temas personales hasta llegar al borde del exibicionismo. No investigaba sino que más bien, como ha dicho Fernando Savater que hacen los ensayistas, “merodeaba” en torno a los diferentes temas que le interesaban. Quería explicarlos y describirse a sí mismo sin aspiración ni esperanza de llegar a una definición filosófica y unívoca del “yo”, aceptando su inconsistencia.

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Entre tantas contradicciones, llama la atención una que afecta a la vida misma de Montaigne. Me refiero a la decisión algo súbita de retirarse que tomó en 1571, cuando a los 38 años renunció a su profesión judicial y se refugió en su torre a escribir. Él mismo lo explica en su ensayo Sobre la soledad (Libro I, 39). Consideraba que cada una de las facetas de su vida como juez, político, administrador, escritor, sustraían algo a su yo:  eran como infecciones de las que tenía que curarse. Frente a esta “expropiación” de su vida quiso huir, no tanto aislandose del exterior como buscando un espacio interior propio libre de toda ambición. Abandonando las ataduras que nos aprisionan y nos encadenan a los demás, escribió, podemos “secuestrarnos”, romper los vínculos sociales y hacernos compañía a nosotros mismos, viviendo cómodamente en soledad “en medio de las ciudades y de las cortes reales”. Se adivina en su actitud el cansancio y el miedo de vivir en el fragor de una sociedad desgarrada por el odio y la violencia hasta el punto de que, como cuenta que le había sucedido en su accidentado paseo a caballo, tenía que aprovechar momentos de relativa calma en los desórdenes para poder salir de su fortaleza. Su prolija descripción de la soledad sorprende como una autojustificación, como excusatio non petita. Quizá le hubiera gustado conocer la concisa formulación que en 1904 ofreció Rainer María Rilke a su amigo el joven poeta Kappus en una de sus cartas: “Y si volvemos a hablar de la soledad, resulta cada vez más claro que en el fondo no es nada que se pueda elegir o dejar. Estamos solos”.

E. Volterra


(MONTAIGNE, Michel de: Essais. Bibliotèque de la Pléiade, Paris 1953.–BÉNÉVENT, Christine, ed.: Des cannibales; Folioplus classiques, Paris 2008.–ZWEIG, Stefan: Montaigne; Fischer Verlag, Frankfurt, 1990.–NAVARRO REYES, Jesús: Pensar sin certezas, FCE, Madrid 2007.–SAVATER. Fernando: El arte de ensayar, Galaxia Gutenberg, Barcelona 2008.–COMPAGNON, Antoine: Un été avec Montaigne; Equateurs Paralleles, 2013.–GIDE, André: Montaigne, páginas inmortales; Tusquets, Barcelona 1993)