Wittenberg (Alemania), 1517
Desde la cuna, como cualquier niño alemán, recibió Juan Sebastián Bach (1685- 1750) la temprana impresión del coral protestante, el sencillo canto que entonaba la congregación en la iglesia y también la familia en el rezo del hogar. En su caso más aún, ya que varias generaciones del clan de los Bach se habían dedicado a la música y, aparte de otras ocupaciones como ejecutantes, tuvieron que componer para los rituales dominicales. Nuestro Bach, como es sabido, tuvo una carrera larga y prolífica. Empleado en diferentes cortes principescas, compuso mucha música instrumental y profana, con la que llevó su arte a la culminación del llamado estilo barroco, cerrando el ciclo con una enorme síntesis que dió paso a nuevos estilos porque era insuperable. Desde 1723 hasta su muerte en 1750 pasó treinta años como Kantor (director del coro) en la iglesia de Santo Tomás de Leipzig, se concentró en la música religiosa y produjo sus mejores obras para órgano, pasiones, cantatas, misas y oratorios, casi todos compuestos directamente para las necesidades del culto. Bach era un protestante sinceramente religioso. Se mantuvo en la ortodoxia luterana a pesar de las tentaciones del pietismo, intensas en su época. Tenía una personalidad fuerte, combativa y candorosa a la vez, y una gran consciencia de su misión como compositor y de la importancia de la música entre las artes. No podía aceptar el desprecio del pietismo hacia la música, que consideraba peligrosa tentación sensual para los creyentes. Retomó la tradición del coral, íntimamente ligada a las costumbres de la sociedad alemana, y la llevó a la perfección. Intercalaba corales en cantatas y oratorios, y añadía introducciones con el órgano en sus cada vez más virtuosos preludios corales. Compuso muchos y adaptó muchos más, dotándolos de ricas armonías que superaban lo que habían compuesto maestros anteriores como Dietrich Buxtehude y Heinrich Schütz. Se dice que uno de esos corales, Ein feste Burg ist unser Gott (nuestro Dios es una firme fortaleza) había salido de la pluma de Martín Lutero. Hizo época, porque se convirtió en una especie de himno de combate del protestantismo y fue reelaborado por muchos compositores posteriores: Mendelsohn en su Sinfonía nº 5, de la Reforma, Meyerbeer en la ópera Los Hugonotes; incluso Debussy insinúa su tema en su suite para dos pianos En blanco y negro.
Martín Lutero fue también músico, aunque a otro nivel. Tocaba el laúd y la flauta siguiendo la tradición alemana de hacer música en casa y cantaba con sonora voz de tenor en el coro de las iglesias de Eisenach y Magdeburgo, donde estudió. Y si bien como músico no tuvo probablemente la importancia que le atribuyen sus seguidores, su interés por la música fue relevante para el desarrollo de la Reforma protestante. Compuso probablemente alguno de los corales compilados en 1524 en el Libro de himnos de Wittenberg, donde contó con la ayuda de músicos profesionales como Ludwig Senfl y Johann Walter. Su amor por la música quedó atestiguado en algunas sentencias que se hicieron populares en su mundo: ora doblemente aquél que canta es una de ellas. En el prólogo al himnario de 1524 afirmaba que “el cantar Himnos es bueno y agradable a Dios” y traía a colación en su apoyo abundantes citas de la Biblia, desde los antiguos profetas y reyes del Antiguo Testamento hasta la epístola de San Pablo a los corintios. También a Moisés, quien exhortó a los judíos a entonar un himno de gracias cuando se completó su huida de Egipto: “cantemos al Señor porque ha hecho brillar su gloria y su grandeza y ha precipitado en el mar al caballo y al caballero” (Éxodo, 15.2). Lutero renovó viejas tradiciones de las iglesias alemanas, donde se cantaban melodías de origen latino y dio protagonismo a la congregación de fieles, que hasta entonces permanecían pasivos, ya que en la tradición de la Iglesia romana sólo cantaban los oficiantes el canto gregoriano o bien los músicos profesionales cuando se fué introduciendo el arte complicado de la polifonía. Lutero quiso hacer participar activamente a la congregación con himnos sencillos, muchos de ellos basados en melodías populares conocidas, tanto religiosas como profanas. Y sobre todo, cantadas en alemán, la lengua vernácula. Las letras las componía el propio Lutero o las traducía de viejas letanías latinas. Se trataba de enseñar por el canto el mensaje de la religión y también de añadir a la piedad la emoción comunitaria que proporciona expresar en música la oración personal de viva voz, en directa comunicación con la divinidad.
La utilización de la música participada como complemento de la oración no estaba desprovista de importancia teniendo en cuenta el mensaje religioso que desencadenó la reforma de Lutero. Según él, la salvación es dada gratuitamente por Dios al cristiano que tiene verdadera fe. Pensar que el hombre puede colaborar con sus obras en su justificación supone equipararlo presuntuosamente con Dios, que no necesita de su ayuda para concederle la gracia. A esta idea básica llegó Lutero trabajosamente y con mucho sufrimiento. Su padre, un próspero minero quería para él un ascenso social y le dió estudios escolares y universitarios de leyes. Con un temperamento apasionado y tenaz, algo desequilibrado, Martín abandonó la facultad de derecho tras una experiencia traumática: en medio de una terrible tormenta, hizo la promesa de entrar en religión, cosa que hizo sin demora en el convento de Agustinos de Erfurt, contra la voluntad paterna. Viajó a Roma en 1510 y allí pudo contemplar el esplendor pagano de la Iglesia y conocer a Josquin des Prés, el maestro de la polifonía flamenca a quien siempre admiró. Fue nombrado profesor de teología en Wittenberg y allí dedicó largos años al estudio de la Biblia y la patrística. En los comentarios que escribió a varias epístolas de San Pablo, especialmente la que dirigió a los romanos (Rom, 3.28: el hombre es justificado por la fe sin las obras de una ley), así como en sus glosas a los Salmos, fue madurando su tesis central, que descubrió también en San Agustín de Hipona y en San Bernardo de Claraval. Según Lutero, esta verdad simple había sido sepultada por la Iglesia bajo montañas de comentarios y escolios, bajo toda la teología escolástica basada en encerrar la doctrina evangélica en la prisión de la filosofía de Aristóteles.
Él la formuló pronto y claramente: el cristiano que tiene auténtico arrepentimiento ya ha recibido el perdón de Dios. A partir de estas simples palabras, las circunstancias históricas precipitaron una auténtica revolución cultural salida de la voz y de la pluma de un simple clérigo que quería ser fiel a la iglesia y purificar su doctrina. Y es que la frase transcrita pertenece a una de las 95 Tesis sobre las indulgencias que Lutero hizo públicas en la iglesia de Todos los Santos de Wittenberg en 1517. La indignación de este monje vehemente y algo colérico había ido en aumento desde su revelador viaje a Roma. El admitía la teología de las indulgencias pero no los excesos a los que estaba llegando el papado en su afán de financiar la construcción de la basílica de San Pedro, variadas guerras y otros grandes lujos. Para ello los fieles podían simplemente comprar la remisión de parte de sus permanencia en el purgatorio, incluso la de sus personas queridas ya fallecidas. Contra la recepción de una “bula”, especie de letra de cambio espiritual, el pago se hacía en moneda contante a la banca de la familia Fugger de Augsburgo, que entregaba la recaudación al Vaticano previa deducción de la correspondiente comisión. La situación boyante de la economía en los países alemanes de la época hizo que el papa Julio II, siempre necesitado de financiación, saciara su avidez en el país del norte. Para ello envió allí a sus recaudadores más hábiles, entre los que destacó el notorio fraile dominico Johann Telzel, que consiguió enormes sumas manipulando la ansiedad de los fieles por comprar su seguridad eterna a cualquier precio.
Lutero sólo quería suscitar una discusión teológica sobre las indulgencias y de hecho la mayor parte de las 95 Tesis reconocían la autoridad del papa y se mantenían dentro de la ortodoxia. Gozaba además de un gran prestigio universitario y de la protección del príncipe elector Federico III de Sajonia, orgulloso de su universidad de Wittenberg. Pero las Tesis, rápidamente traducidas al alemán, se convirtieron en una sensación gracias a la imprenta, el primer medio de comunicación de masas, que había sido inventado poco antes por Gutenberg. El documento, junto con otros panfletos y libros que había escrito en los años anteriores, a los que ilustraban expresivos dibujos de su amigo el pintor Lucas Cranach, llegó a oídos de la autoridad competente en Roma. El papa León X tomó cartas en el asunto y envió a un alto inquisidor, el cardenal Tomás Gaetano, con instrucciones de persuadir a Lutero a toda costa. En la Dieta de Worms, celebrada en 1521, nuestro fraile se negó a recantar y acabó siendo excomulgado por el Papa. La tensión y el enfrentamiento había empezado a tomar un cariz violento, como lo prueba el hecho de que Lutero quemara en público y ostensiblemente la bula de excomunión y otros escritos y decretos papales. El príncipe Federico salió en defensa de Lutero. Lo salvó de su propia quema y lo acogió como refugiado en el castillo de Warburgo. Allí, en paz con su consciencia tras haber resuelto muchas dudas y tentaciones, el fraile se dedicó a traducir el Nuevo Testamento al alemán, la primera versión bíblica en una lengua vernácula, y a dirigir la rebelión contra la iglesia de Roma y contra el papa, al que desde entonces declaró “anticristo”.
La reacción del pontífice a lo que en apariencia no era más que una discusión teórica menor no es difícil de comprender. La rápida difusión popular de las Tesis de 1517 revelaba la peligrosa manifestación de un incipiente nacionalismo alemán, con raíces antiguas en el enfrentamiento del imperio germano con la autoridad centralizadora de Roma. El protector de Lutero, Federico III, era un católico piadoso y un compulsivo coleccionista de reliquias de santos, que poseía en grandes cantidades, pero no veía con buenos ojos el ataque de la iglesia oficial contra el prestigioso monje. Lo mismo que en Sajonia sucedió a todo lo ancho de los países alemanes, que por aquellos años estaban en plena expansión económica y demográfica tras lo siglos oscuros de la peste negra. Contagiada por el reformismo humanista de clérigos como Erasmo de Rotterdam, la periferia se rebelaba contra el centro con argumentos que resultan familiares en los procesos de secesión. El propio Lutero los hizo claramente explícitos en una apelación escrita que dirigió en 1520 A la nobleza cristiana de la nación alemana: “Estimo que Alemania da ahora más al papa que en otros tiempos a los emperadores…anualmente más de trescientos mil florines dejan Alemania para Roma…para nada; y a cambio no recibimos más que burlas e insultos, ¿cómo extrañarse de que los príncipes, la nobleza, las ciudades, las fundaciones pías, el campo y la gente se empobrezcan? De milagro nos queda para comer” Lutero sabía que necesitaba el apoyo de los poderosos para lo que empezaba a ser una auténtica refundación de la iglesia, con nueva liturgia, nuevos sacramentos, nueva enseñanza religiosa y nuevo clero. Quizá intuía que con el tiempo sería inevitable una guerra entre los príncipes alemanes que abrazaron su reforma y la iglesia de Roma aliada con el imperio católico de Carlos V, como así ocurrió con la Guerra de Treinta años (1608-1648). Se opuso por ello a las rebeliones de campesinos que estallaron en los años siguientes (1524-25) y escribió un manifiesto Contra las hordas asesinas y ladronas del campesinado. Los pobres campesinos, inspirados por la rebelión de Lutero, creyeron que el rechazo frente al poder eclesiástico católico conducía lógicamente a la revolución contra los príncipes que detentaban el poder temporal. Se equivocaron: era demasiado pronto para una revuelta anticapitalista.
El movimiento de Lutero, no obstante, se basaba en dos grandes pilares que juntos no podían menos que producir un efecto paradójico. De un lado, la idea de la salvación por la sola fe, por el contacto personal con Dios sin intermediarios. Era una idea profundamente conservadora, fruto de un “primitivismo” religioso que pretendía la vuelta a las esencias de la iglesia originaria. Prefiguraba al “buen salvaje” de Rousseau y tenía antecedentes claros en la herejía albigense y en los proto-reformadores, Wiclef en Inglaterra y Jan Hus en Bohemia. Por otro lado, era congruente con el individualismo fruto del Renacimiento, que florecía al mismo tiempo en toda Europa tras haber prendido en las ciudades libres del norte de Italia. Lutero, seguramente sin quererlo ni saberlo, estaba poniendo la semilla del pluralismo religioso, de una revolución libertaria que conducía inexorablemente a la secularización del pensamiento y, a la larga, al escepticismo.
El otro pilar de la doctrina luterana estaba relacionado con la Biblia: la Reforma defendía prescindir de las interpretaciones eclesiásticas para concentrarse en la lectura de la sola scriptura. Con ello impugnaba el complejo edificio doctrinal de la iglesia basado en esa “intercesión” a través de la interpretación de los textos. El contacto directo con la Biblia para buscar en ella la verdad ponía a los fieles por primera vez ante las contradicciones e incongruencias del libro sagrado, que no resistía la confrontación con la realidad en plena revolución científica. De ahí a la reivindicación de una libertad individual traducida en un poder civil independiente de la religión no había más que un paso. Y lo estaban dando los grandes estados europeos que inauguraron la edad moderna. La iglesia de Roma se quedó así prácticamente reducida a las antiguas fronteras del Imperio, al limes. Las tierras que se encontraban más allá del Rin y del Danubio, que habían sido tierras de misión, tomaron su propio rumbo.
(SPITTA, Philipp: J.S. Bach; Grijalbo, Méjico 1959.–SALAZAR, Adolfo: Juan Sebastián Bach. Un ensayo; El colegio de México, 1951—CARPENTIER, Alejo: Bach y Lutero; Alianza Ed., Madrid 1987.–CHAUNU, Pierre: Le temps des Reformes; Ed. Complexe, París, 1975.–OBERMAN, Heiko A.:Luther. Man between God and the Devil; Fontana Press, Londres 1993.–BARBER, John: Luther and Calvin on Music and Worship, en Reformed Perspectives Magazine, Vol. 8, 2006.–TARNAS, Richard: The Passion of the Western Mind; Ballantine Books, Nueva York, 1991.–BARZUN, Jacques: Del amanecer a la decadencia; Taurus, Madrid 2001)