Londres, 1919
Tardamos años en saber que la autora de las aventuras de Guillermo era una mujer, no eran tiempos los de la infancia para ocuparse mucho de autores. Mucho más tardamos en saber algo de su vida, su carácter y su extraño nombre para poder relacionar a la autora con su creación genial. Richmal Crompton se quiso llamar ella, aunque su apellido verdadero era Lamburn. El extraño y asexuado nombre de pila era común en su familia pero no más lejos. Tuvo una larga vida, desde 1890 hasta 1969 y toda ella la pasó, salvo un breve viaje que hizo a París en 1924, viviendo y enseñando en pequeñas comunidades de las cercanías de Londres. Su padre era un reverendo protestante y profesor muy activo, con una sólida cultura clásica que transmitió desde muy pronto a Richmal. La madre, una mujer fuerte y cálida, estuvo al frente de todo lo demás. Una hermana, Gwen, y un hermano, Jack, completaban la familia, muy querida por Richmal, especialmente el hermano, que no seguía al padre en sus aficiones literarias ni en su amor por el orden. Ella, en cambio, sí fue trabajadora y culta desde muy pronto, completó sus estudios con brillantez y fue profesora de letras en diferentes escuelas de la vecindad mientras iniciaba lentamente una carrera de escritora en las revistas educativas. En 1923 sufrió un ataque de poliomielitis que le paralizó una pierna y le impidió desarrollar sus actividades deportivas y benéficas con la intensidad que ella necesitaba. En cambio, le permitió dedicarse a escribir y publicar cuentos, cosa que llevaba algún tiempo haciendo con el seudónimo con el que la conocemos, pues según las rígidas normas de la época era incompatible con la enseñanza.
Tenía un carácter excelente, así lo prueba el hecho de que recibiera su desgracia con resignación positiva, al reconocer que la invalidez le permitió como escritora “tener una vida más interesante”. Todos los indicios lo confirman. Adoraba a sus padres y a sus hermanos, se ocupó de ellos y los cuidó a pesar de su limitación física cuando lo necesitaron, ejerció de tía de sus sobrinos con abnegación y gracia. Fue una profesora dedicada, adorada por sus alumnas y querida también por sus amigos, aunque ninguno llegó a interesarse en ella lo suficiente como para “llevarla al altar”. Era sumamente religiosa, como su padre, incluso algo mística y esotérica como fue la moda de sus años de madurez y, a pesar de ser evangélica convencida, quedó muy impresionada por la belleza de la liturgia católica que conoció en París. Deportiva y enérgica, muy dada a actividades participativas, amaba actuar en teatro como aficionada y ofreció su ayuda entusiasta en las tareas de apoyo al esfuerzo bélico de su país durante las dos guerras mundiales. Era, como puede deducirse de todo ésto, una mujer pacíficamente conservadora. Orgullosa de poder ganarse la vida por sí misma como escritora, lo que la convertía en una excepción para los tiempos, apoyó el sufragio femenino, que las inglesas lograron en 1918 limitadamente (las mayores de 30 años) y ya en 1928 en paridad con los hombres. Fue, pues, sufragista pero no se unió al movimiento de las “sufragettes”, que había fundado en 1903 Emmeline Pankhurst y que exigía los derechos de la mujer reclamando “acción y no palabras”, acción violenta en ocasiones.
¿Cómo pudo salir de la pluma de esta mujer devota y ejemplar un personaje tan atrabiliario como Guillermo Brown, Guillermo simplemente para sus rendidos admiradores? Richmal Crompton escribió más de cuarenta novelas “adultas” durante su vida y no podía ocultar su frustración al ver que el público lector sólo premiaba con el éxito las inagotables aventuras de su Guillermo, que empezó a publicar en 1919, pronto con las vigorosas ilustraciones de Thomas Henry. El formato fue siempre el de cuentos cortos y autónomos en los que desplegó toda una paleta de personajes inolvidables, muy definidos y llenos de vida, empezando por el protagonista y su familia: los sufridos padres y dos hermanos adolescentes, la presumida Ethel y Roberto, poeta enamoradizo e irascible. A continuación, los “proscritos”, su pandilla de amigos compuesta por Pelirrojo, Enrique y Douglas. Las inevitables niñas, sobre todo la ceceante Violeta Isabel, hija del fabricante de salsas Mott, que exigía los servicios de Guillermo y lo chantajeaba con una frase temible: “si no, gritaré y gritaré hazta que me ponga mala. Zé hacerlo”. Les acompañan el sufrido granjero Jenks, algún ex-militar pomposo, el nervioso pastor protestante, solteronas intensas y las inevitables señoras protagonistas de tés y picnics benéficos. Todos ellos viven en un mundo inmutable, un pueblecito en la verde campiña cercana a Londres. Crompton nunca llega a identificarlo y resulta extrañamente invertebrado, nunca vemos cómo están conectados entre sí los diferentes escenarios en que se desarrolla la acción: las casas de los protagonistas, el cobertizo, el prado, la finca de Jenks, la Iglesia donde tiene lugar la escuela dominical, la omnipresente carretera. En este mundo menor, Guillermo planea como energía perturbadora del orden, que reinaría sin duda si él no inventara sus aventuras disparatadas.
Guillermo representa todo lo contrario de la personalidad de su autora, su contra-retrato imaginario, una especie de proyección negativa de sus auténticas cualidades. Es posible que Jack, el hermano menor díscolo y querido, haya señalado el camino de la disidencia en un mundo familiar tan armónico y devoto. Pero la imaginación de Richmal sobrepasó toda proporción imaginable. Ella, una profesora amante de las letras clásicas nos presenta con frecuencia a un niño incapaz de sentarse con un libro, que pasa las largas horas de la escuela jugando con lagartijas, que odia los verbos franceses e insiste en que son los franceses los que tendrían que aprender inglés si quieren hablar con él, ya que es el único idioma que “tiene sentido”. Allí donde ella es trabajadora es él vago e indolente; donde ella es cooperadora y benéfica es él obstruccionista y testarudo. Guillermo, siempre acompañado por el fiel Jumble, un perro callejero de “raza indefinida”, ejerce un liderazgo absoluto sobre los proscritos, aunque no siempre indiscutido, pues con frecuencia se hace inevitable recurrir a peleas que resuelvan de modo contundente cualquier desafío a su autoridad. Es un activista incansable, pues los proscritos siempre tienen que estar haciendo hacer algo para no aburrirse, y es Guillermo quien deja volar su imaginación a la hora de decidir. Los piratas, los bandidos y los pieles rojas son los modelos más usuales a los que echa mano cuando reúne a su pandilla en “el cobertizo”, normalmente después de clase. Aunque generalmente desprecia a las mujeres, la autora cuenta con ironía la ocasión memorable en que Guillermo se enamoró de su profesora, la señorita Drew, y le prometió compartir con ella las riquezas fabulosas que iba a adquirir como pirata, tras lo cual estaría dispuesto a casarse, oficiando el arzobispo de Canterbury o el papa, en su caso. Naturalmente, todas estas iniciativas surgidas de su imaginación dan lugar a enredos y malentendidos con la familia, los vecinos, los forasteros o con el cursi Huberto Lane, su enemigo declarado de dorados rizos. La comicidad de todos los episodios deriva no sólo de las ideas peregrinas del protagonista sino también de los desatinos a que dan lugar en su ejecución, con frecuentes peleas, carreras, ataques de histeria de las víctimas femeninas y de ira de los personajes ofendidos, en especial su padre, que declara desconsolado: “preferiría que no me juzgaran por él”.
Richmal no puede ocultar su nostalgia por el teatro, su máxima excentricidad. En ella Guillermo la acompaña con entusiasmo. El teatro u otro tipo de espectáculos es una de las principales ocupaciones de los proscritos, siempre necesitados de obtener fuentes de ingresos para adquirir caramelos, bombones y los ingredientes necesarios para confeccionar el agua de regaliz, la bebida que riega sus reuniones. Con frecuencia lo que organizan son “cuadros plásticos” o exhibiciones de rarezas exóticas, como la de una tía obesa, que habita como intrusa en casa de Guillermo, a la que presenta mientras duerme roncando como “mujer salvaje hablando el lenguaje nativo”. La función, naturalmente, es “gratis para quien pague medio penique”. En materia de aventuras teatrales, imposible no mencionar la ocasión en la que Guillermo se hace pasar por descendiente de Shakespeare para impresionar a una turista americana que le ha caído en gracia y le ofrece su versión de unos famosos versos del Julio César: “amigos romanos y paisanos, prestadme unas orejas…” Y es que Guillermo está dotado de una verborrea inagotable, con la que explica de manera contundente sus hazañas más disparatadas, haciendo ver a sus interlocutores con lógica surrealista y repeticiones incesantes lo equivocado de sus injustas quejas y condenas. No olvidemos que Richmal era entusiasta de los “debates”, un instrumento eficaz de educación en la retórica y en la oratoria británica.
Todo este mundo imaginario salió de la mente de una autora de literatura popular, naturalmente, lejana del genio de sus grandes contemporáneos como Virginia Wolf, Aldous Huxley o Somerset Maugham. Ella estaba más en el nivel intelectual asequible a la clase media, muy acorde con la época que le tocó vivir. Era una Inglaterra que se mantuvo estable y firme, fuertemente integrada en la cultura del largo y exitoso “espléndido aislamiento” del período victoriano, a pesar de los cambios extraordinarios que presenció en la primera mitad del siglo XX. Cuando el imperio sufrió el desafío de Alemania y los Estados Unidos, la economía cambió y el país empezó a asumir las nuevas realidades, la presencia de un movimiento obrero poderoso y una fuerte reivindicación feminista. Siempre adaptable, la sociedad inglesa, y Richmal con ella, siguió fiel a su conservadurismo legalista y monárquico, con la religión dictando las pautas de conducta. El país vivió las dos grandes guerras impertérrito, movilizando todos su medios en el esfuerzo bélico, con una economía de guerra autoritaria pero sin perder la democracia ni la libertad de expresión. Nuestra autora participó en todo este movimiento en la medida en que se lo permitió su condición física. Sus historias, escritas durante cuarenta años de permanente invención, son casi intemporales, aunque en ocasiones aflora en ellas la actualidad. Como ejemplo podemos recordar la impresión que causó la revolución rusa de 1917, reflejada en una aventura en la que Guillermo coquetea con el bolchevismo. En una ocasión, Richmal deja caer tímidamente un indicio de su mentalidad conservadora, al referirse a su personaje: “La escuela siempre le aburrió. No le gustaban los hechos ni que le pidieran entrar en detalles o tener que responder a preguntas. Habría podido tener un gran futuro como político”.
Las aventuras de Guillermo mantuvieron un éxito de ventas muy longevo. Fueron traducidas a muchas lenguas y sólo parecieron flaquear cuando en la década de los sesenta empezaron a parecer demasiado apegadas a las costumbres pequeño-burguesas e ignoraban los progresos técnicos que atraían a la juventud hacia otros mundos más fantásticos e irreales. En España sus libros tuvieron un éxito grande entre un determinado tipo de lectores y no pasaron desapercibidos a la censura. Fueron prohibidos entre 1943 y 1959 y más tarde ligeramente retocados para adaptar las aventuras de Guillermo a la ortodoxia católica, suprimiendo algunos párrafos o edulcorando expresiones, pues se consideraba, en palabras de un censor, que eran “cuentos infantiles de marcado carácter inglés que desentona con la formación de nuestra infancia”. Y tanto: sus lectores adictos pertenecían a una categoría de jóvenes estudiosos y ordenados que contrastaba con la conducta catastrófica de Guillermo, “el único anarquista triunfante que los tiempos han consentido”, según escribió Fernando Savater. En Guillermo, al igual que su autora, veíamos proyectado con un humor sin malicia todo aquello que no nosotros no éramos capaces de imaginar, no digamos de poner en práctica. El mundo de Guillermo, sin ser lejano, representaba un exotismo entrañable. Nos trasladaba a un mundo ligeramente ajeno, con nombres extranjeros nunca antes oídos, escuelas dominicales, peniques, chelines y medias coronas y una misteriosa carretera por la que llegaban gentes desde la gran ciudad. Además, Richmal escribió sus mejores historias para un público de adultos y su lenguaje es culto y elaborado, como corresponde a una autora tan bien formada en los clásicos. Ni sus héroes eran los repelentes niños ideales a los que nos tenían acostumbrados, ni la prosa era el remedo de la literatura infantil que nos hacía sentir ligeramente retrasados. Sobre todo, nos sentíamos solidarios cuando sus aventuras quijotescas acababan en ignominiosos fracasos. ¿Cómo no recordar el final del episodio en que los proscritos imitan a los monjes franciscanos y se declaran “guillermanos”?. Como de costumbre, acaban provocando toda clase de estragos y amenazas, tras lo cual el “hermano Guillermo” decide, drástico, que casi le compensa dedicarse a estudiar los verbos franceses: “yo ya estoy harto de ser santo. Prefiero ser pirata o piel roja cualquier día”.
(CROMPTON, Richmal: Guillermo el conquistador (y muchos títulos más); Editorial Molino, Barcelona, 1940.–CADOGAN, Mary: Richmal Crompton. The woman behind Just Williams; Sutton Publishing, 1986.–SAVATER, Fernando: El triunfo de los proscritos, en La infancia recuperada; Taurus Ed. 1976.–CRAIG, Ian: Travesuras de Guillermo en la España franquista o el placer de la censura; Educación y Biblioteca n. 167, 2008.–MOUGEL, François-Charles: La Grande-Bretagne contemporaine; P.U.F., 2006)