Amsterdam, 1637
El exceso de riqueza del que disfrutaron los holandeses en el siglo XVII habría enloquecido a cualquier otro pueblo menos sobrio, honrado y trabajador. Habían ganado al mar su territorio y al Imperio español su libertad. Prácticamente no tenían defectos, salvo una cierta pasión por los juegos de azar. Pero cuando en 1602 fundaron la Compañía de las Indias Orientales y sus barcos impusieron el monopolio del comercio de especias en el sur de Asia, la avalancha de dinero fue capaz de perturbar a algunos. Al principio no querían hacer ostentación de él, era impropio de su cultura de sacrificio y esfuerzo. Así que en gran parte invertían lo que no ahorraban, a veces con un pecaminoso afán de maximizar sus ganancias. En febrero de 1637 sufrieron un primer susto cuando traspasaron la frontera de la prudencia en el tráfico de bulbas de tulipán. Oscuro objeto de su deseo, esta flor tan acorde con su virtudes, tan bella como las rosas pero menos llamativa, empezó a ser comercializada a finales del siglo anterior. Muchos ciudadanos recientemente enriquecidos la encontraron ideal para sus jardines y para adorno de sus salones, los artistas y artesanos las reprodujeron en cuadros y azulejos y el público en general invirtió con fiebre especulativa, presionando sobre los precios de una manera inaudita en un mercado de futuros que hizo la fortuna de muchos. En febrero de 1637, una bulba del tipo Admiral van Enkhuizen llegó a cotizarse por 5400 florines, el equivalente del salario de un albañil durante 15 años. Naturalmente, en cuanto algún incauto compró a crédito una de estas joyas botánicas y no pudo pagarla, el mercado, presa de pánico, se derrumbó. Dejó a muchas familias en la ruina y al país en una crisis que duró años.
Pero esta historia tan típica de una burbuja especulativa no debe hacernos perder de vista los aspectos más artísticos y loables de la pasión holandesa por el tulipán. Los turcos lo habían encontrado en tiempos remotos en las praderas del Asia central y con ellos viajó hacia Occidente cuando se instalaron primero en Anatolia y más tarde en Constantinopla, tras conquistarla en 1453. Esta flor de sutiles colores se convirtió para el Islam en símbolo de la perfección divina, expresión de pureza y modestia, pues inclina su cabeza ante Alá cuando florece. Los sultanes llenaron de tulipanes los jardines de sus palacios al borde del Bósforo y fomentaron su representación gráfica en azulejos y alfombras cuando levantaron la prohibición estricta de representar la naturaleza en imágenes. Solimán el Magnífico empezó a producirlos en masa y a ostentar su belleza ante los embajadores europeos que empezaban a llegar a Estambul. Ogier de Busbecq, el representante del Sacro Romano Imperio, lo llevó a Viena en 1554 y quién sabe si las tropas otomanas no se habían recreado en sus campamentos con la contemplación de la bella flor cuando sitiaron la ciudad en 1529. En Viena lo descubrió el científico holandés Carolus Clasius, que desarrolló múltiples variedades de la planta en el jardín botánico que creó en Leyden, la principal ciudad universitaria de Holanda. Es posible también que las estrechas relaciones que el Imperio Otomano estableció pronto con las Provincias Unidas, apoyándolas en su enfrentamiento común contra el poderío de Felipe II, fuera otro factor determinante en la introducción el tulipán en los Países Bajos.
El historiador Simon Schama dedicó un largo ensayo a lo que con toda justicia se ha llamado un Siglo de Oro holandés, en el que florecieron el pensamiento, las letras y las artes, impulsados por la expansión imperial y comercial del país cuando todavía pugnaba por su independencia. Los holandeses recibieron tanta riqueza de su presencia en el Oriente que empezaron a desafiar pronto a españoles e ingleses en el Atlántico para hacerse con el monopolio del tráfico comercial. Este pueblo forjado en el esfuerzo de luchar contra la naturaleza creando diques, ganando su territorio en pugna con el mar, empleó tanta energía en el comercio y la expansión que se convirtió en el país más rico de Europa, la primera sociedad de consumo masivo, traficando con grabados, alfombras, cerámica, joyas y arte. Parte de tanta bonanza vino de la mano de la masiva emigración que huyó al norte desde Flandes cuando las tropas españolas mantuvieron por la fuerza el imperio de la casa Habsburgo y la religión católica y les impidieron seguir a las provincias rebeldes del norte en su camino a la independencia. Tenían clara conciencia de ser un pueblo elegido, vencedor de un diluvio llegado del mar similar al que anegó desde el cielo al patriarca Noé y señalado con el destino manifiesto de expandir su civilización por el mundo. Su dilema era cómo ser a la vez ricos y humildes, fuertes pero puros. La avalancha de riqueza les avergonzaba, los situaba en una angustiosa ambigüedad moral, pues los predicadores más estrictos clamaban contra el lujo. Habían abrazado la versión calvinista del protestantismo y arrasado en 1566 las imágenes de las iglesias católicas en un nuevo movimiento iconoclasta. Las despojaron de cuadros e imágenes y éstas pasaron a las casas de la nueva nobleza, una oligarquía financiera y comercial deseosa de ejercer su poder sin ostentarlo. Adaptaron la opulencia material a la moral burguesa y adornaron sus casas con pinturas de los géneros menores, que representaban naturalezas muertas, retratos, escenas campestres. Lejos quedaba la aparatosidad del barroco católico que todavía cultivó Rubens en Flandes.
Salvo en el mar, no se distinguieron lo holandeses por grandes hazañas bélicas, pero se libraron del Imperio en una dura guerra de resistencia, en ocasiones destruyeron sus diques y anegaron sus campos para expulsar a los españoles (1584) o a los franceses (1672). La Edad de Oro que vivió Holanda fue, por tanto, un período de tensiones turbulentas derivadas de su guerra de independencia, numerosas batallas navales y de conquista, inundaciones y pestes. A pesar de ello, en la arriesgada tarea simplificadora de definir el “carácter nacional” de los holandeses es usual aludir a su “antiheroismo”. Un embajador de España en La Haya de tiempos pasados, el duque de Baena, llegó a señalar como su rasgo dominante el rechazo de toda superioridad. En el arte se dieron diferentes maneras de expresar esta mezcla de orgullo y moderación igualitaria. Nadie representó mejor que Rembrandt van Rijn (1606-1669) la versión heroica. Este genio a caballo entre el barroco y el clasicismo se retrató a sí mismo muchas veces, al principio para estudiar las diferentes expresiones faciales que luego trasladaba a sus cuadros. Más tarde. cuando su insobornable afán de reflejar la verdad huyendo de las convenciones burguesas causó su bancarrota, siguió retratándose, ahora con una actitud desafiante. Parece querer afirmar su propia superioridad como artista, mirándonos con ojos enrojecidos que parecen ir a nuestro encuentro saliéndose del cuadro. En 1660 el Ayuntamiento de Amsterdam le rechazó un cuadro que pintó para su nueva sede porque se atrevió a representar la conspiración de Claudius Civilis, el héroe tuerto de la revuelta de los bátavos, con demoledor realismo.
En los cuadros de Johannes Vermeer no he podido encontrar tulipanes, tan frecuentes en la pintura holandesa de principios del XVII. Se debe probablemente a que él nació en 1632 y se formó precisamente cuando los bulbos de tulipanes que habían causado el gran escándalo ahuyentaban a los clientes más conservadores. Vermeer era poco más joven que Rembrandt pero su pintura presenta una visión de la misma época completamente opuesta a la del maestro. Pintó poco, no más de cuarenta cuadros, a razón aproximadamente de dos por año y debió dedicar su tiempo a otras actividades lucrativas, como hacían muchos pintores de la época, sobre todo cuando el mercado de la pintura, como el de tulipanes, empezó a estar saturado y llevó a muchos de ellos a la ruina. De su vida y su formación poco se sabe. Natural de Delft, la gran ciudad industrial y comercial, se convirtió al catolicismo cuando se casó en 1653 con Catharina Bolnes, una rica heredera, entre otras cosas de fincas que fueron anegadas cuando la invasión francesa de 1672 privando a los Vermeer de gran parte de sus ingresos. Empezó a pintar con un estilo italianizante centrado en temas religiosos pero más tarde se unió a otros artistas de Delft que se consagraron a la pintura de género, casi siempre describiendo interiores con un estilo luminoso e íntimo, y renunciaron al pintoresquismo de los ramos de flores y las fiestas campestres.
Vermeer vivió turbulencias históricas parecidas a las que sufrió Rembrandt pero es evidente que las vivió de manera diferente, con una pasión no menor aunque expresada en un estilo sutil y reservado. Rara vez le vemos en sus cuadros y cuando aparece lo hace discretamente, está de espaldas sentado y vestido lujosamente como se le ve en El arte de la pintura. Al contrario que Rembrandt, que parece salirse del cuadro, Vermeer nos invita a entrar en sus escenas de la vida corriente. No hay en ellas apenas niños o ancianos, tampoco deformidad o fealdad, sus protagonistas son casi siempre mujeres jóvenes. Vermeer nos introduce en una habitación iluminada generosamente desde la ventana y cuando estamos dentro encontramos sobre todo enigmas. Las mujeres se concentran en una labor hogareña, en leer y escribir cartas o en hacer música. Normalmente no nos miran, están en lo suyo, pero cuando lo hacen su expresión es de sorpresa o timidez, como si las hubiéramos importunado en su intimidad. Todo está envuelto en una luz matinal que contrasta con los fondos oscuros de Rembrandt. Los colores son suaves, predomina el azul y el amarillo y los personajes están al fondo de la habitación, nos separan de ellos muebles o cortinas que dan profundidad a la escena. Reina la calma, a veces se adivina cierta tensión en las expresiones pero el ruido está ausente, no hay cantos ni fiestas, incluso los cuadros de música son extrañamente silenciosos. La vista de Delft, que Proust consideraba “el cuadro más bello del mundo”, refleja tanta quietud como sus interiores. Y moralismo sólo hay el justo, algunas alusiones religiosas o mitológicas en cuadros colgados en las paredes, un sutil reproche de la posesión de joyas o de la seducción por el alcohol.
El Siglo de Oro holandés fué una isla de tolerancia en medio de una Europa de monarquías absolutas. Como república organizada de manera federal, el nuevo país tuvo que acoger a judíos, católicos y luteranos de varias sectas y encontrar un modus vivendi de todos ellos con el calvinismo oficial. El católico Descartes había encontrado más cómodo para sus meditaciones filosóficas vivir en Holanda, como habían encontrado allí refugio los padres de Baruch Spinoza, huidos de la expulsión de los judíos de Portugal. Pero esta libertad era más que nada pragmática, por eso suele hablarse de una “relativa” tolerancia al referirse a la libertad de religión proclamada por la Unión de Utrecht en 1579. Es evidente que no se daba en interior de cada una de las religiones. Spinoza fue expulsado de la sinagoga portuguesa y el ayuntamiento de Amsterdam le prohibió residir en la ciudad por considerar incompatible con las buenas costumbres albergar en su seno a un “librepensador”. Y dentro del calvinismo era aún más difícil permanecer si se abandonaba la estricta ortodoxia. Caso notorio fue el de Hugo Grocio (1583-1645), uno de los pocos juristas al que se ha calificado de “genio”, autor del primer tratado de derecho internacional y defensor de la idea de la libertad de los mares frente al monopolio español y portugués en el comercio marítimo. En Leyden tuvo como maestro a Jacobus Arminius, un teólogo protestante que propugnaba una versión moderada de la predestinación, que admitía alguna intervención de la voluntad en la salvación frente al calvinismo puro, que concebía el destino humano de modo absoluto: marcado desde la cuna hasta la sepultura. Grocio, por su cercanía con Arminius, fue acusado de herejía y condenado a prisión. Pudo escapar ayudado por su esposa y vivió el resto de su vida en el exilio.
(PAVORD, Anna: The Tulip; Bloomsbury, Londres, 1999.–DASH, Mike: Tulipomania;Three Rivers Press, Nueva York, 1999.–ARBLASTER, Paul: A History of the Low Countries; Palgrave Macmillan, Nueva York, 2006.–SCHAMA, Simon: The Embarrassment of Riches; Collins, Londres 1987.–BAENA, Duke de: The Dutch Puzzle; L.J.C. Boucher, La haya 1966.–BOZAL, Valeriano: Johannes Vermeer de Delft; T.F. Editores, Madrid 2002.–CLARK, Kenneth: Rembrandt and the Italian Renaissance; Norton, Nueva York 1966)