BERLIN ENTRE DOS GUERRAS

Weimar, 1919

Marlene Dietrich

Pocas imágenes como las de Otto Dix (1891-1969) expresan, mejor que cualquier palabra, el horror y la desesperación de la violencia bélica. A los veinte años se alistó en el ejército y vivió en primera persona el apocalipsis de la Primera Guerra Mundial en las trincheras. Volvió a su Dresde natal, donde enseñó arte hasta que fué destituido por el régimen nazi, que lo incluyó en la categoría de Artista Degenerado. Vivió en Berlín entre 1925 y 1927 y siguió pintando traumatizado por lo que tuvo que presenciar: cuerpos destrozados por nuevas armas, que aparecen en sus cuadros con prótesis que les hacen parecer mitad hombre y mitad máquinas. Sin dejar ni un mínimo resquicio al consuelo, dejó el testamento del sufrimiento en una serie de cincuenta grabados titulada La guerra, quizá en homenaje a la similar de Francisco de Goya. No menos inquietantes fueron sus sus cuadros inspirados en la decadente atmósfera de los años veinte berlineses, con su glamour vulgar de cabaret, espejo de la Alemania empobrecida de la República de Weimar. Aunque las vanguardias expresionistas venían de atrás, rechazando el concepto de belleza que culminó con el Impresionismo, la guerra de 1914-1918 exacerbó la cruel demolición de los valores morales de la sociedad y de las pautas que habían estado vigentes en el arte durante siglos. El dadaismo nació en Zurich en 1916 y se trasladó al Berlín conmocionado por la revuelta comunista de 1918, que se anticipó a la derrota. Quiso socavar los cánones del idioma, como el atonalismo de Schönberg prescindió de la armonía clásica y el cubismo y el surrealismo abandonaron la búsqueda de la belleza en la representación de la naturaleza. La cultura cultivó en aquellos años de feismo la trasgresión acelerada de cualquier valor estético heredado.

Otto Dix: mujer sobre piel de pantera, 1927

Esta impugnación desafiante de la cultura secular fue una réplica frente a la actitud de la intelectualidad alemana en los años previos a la explosión bélica. Frente a lo que despreciaban como mercantilismo inglés y grandilocuencia francesa, la élite cultural oponía la superioridad de su mundo sobre la que tildaban de degenerada política de los regímenes parlamentarios occidentales. La suya era alta cultura, adquirida con esfuerzo intelectual y moral en contraste con la civilización francesa en acelerada decadencia. Un grupo de escritores, entre los que figuraban algunos tan ilustres como Thomas Mann, firmaron en 1914 el Manifiesto de los 93, una llamada al mundo de la cultura., en el que profetizaban, con un apenas disimulado toque de racismo, que la victoria en la guerra llevaría a Alemania al rango de potencia mundial que se merecía. Esta euforia bélica, con la que se contagió la burguesía orgullosa, fue la que en 1918 tuvo que hacer frente incrédula a una derrota militar humillante. Los vencedores desmembraron al poderoso imperio alemán, lo privaron de todas sus colonias, lo desmilitarizaron, lo declararon culpable de la guerra y le impusieron la obligación de compensar sus costes en una cuantía astronómica, quizá justa  pero impagable. No le permitieron participar en las negociaciones de la Paz de Versalles en 1919 y le obligaron a adoptar una constitución republicana que estaba en las antípodas de las aspiraciones imperiales. Para colmo, los alemanes se sintieron “robados” pues pensaban que habrían ganado la guerra de no ser por la tardía pero decisiva intervención de los norteamericanos. No es de extrañar que el mundo cultural y artístico de Berlín reaccionara con una mezcla de desafío y provocación. Inauguró así una fecunda era de creación cultural, como con frecuencia ha ocurrido en la historia con las grandes potencias en retirada.

La República de Weimar tuvo una vida azarosa. Su constitución fue aprobada a toda prisa en la pequeña ciudad de la Turingia no por su prestigio cultural sino por puras razones de seguridad, pues en los momentos inmediatos a la derrota Berlín estaba agitada en una revuelta en cuya dura represión perdió la vida, entre otros, la líder del movimiento espartaquista Rosa Luxemburgo. Con Baviera declarada república soviética y una amplia zona del margen derecho del Rin ocupada por los aliados, los partidos centristas y socialistas moderados impusieron el parlamentarismo en una ley fundamental muy avanzada técnicamente (sirvió de modelo a la constitución española de la República de 1931) y portadora de un contenido social inspirado en la influencia del modelo colectivista que había triunfado poco antes en la URSS. Ignacio Sotelo ha explicado cómo el estado social de la Alemania de Bismarck, meramente benéfico, dió paso en Weimar al estado del bienestar, que elevó el derecho al trabajo a la categoría de exigencia de la “dignidad humana”. La república arrancó con poco entusiasmo, atacada como imposición de los vencedores por los partidos revolucionarios y por la extrema derecha revanchista, precursora del nazismo. Desde luego, era económicamente inviable: por un lado tenía que hacer frente al pago de las desorbitantes reparaciones de guerra, que los aliados fijaron en 132.000.000.000 de marcos-oro. Por otro lado, la avanzada legislación laboral introdujo costosas contribuciones del estado en servicios sociales. Era un círculo vicioso: una prolongada huelga hizo imposible el pago del subsidio de paro y sumió a la república en la bancarrota. La constitución, por añadidura, había conservado para el presidente de la república amplios poderes ejecutivos. Al principio de los años treinta, el presidente de turno hizo uso de ellos para imponer su programa económico por decreto cuando no hubo manera de conseguir mayorías parlamentarias suficientes debido al ascenso de los partidos extremistas. El final es bien conocido: la elección de Hitler como canciller en 1933.

William Open: firma de la paz de Versalles,1919

El régimen de Weimar duró, a pesar de todo, catorce años y su final sólo lo precipitó la crisis mundial de 1929 pues tras el crash de la bolsa de Wall Street Alemania se vió privada de los créditos estadounidenses que habían empezado a fluir desde 1924, cuando los gobiernos de Berlín consiguieron estabilizar la hiperinflación de los primeros años. Vinieron ahora los “años dorados” de la república, la Belle Époque de Berlín, que vió florecer entre tanta tensión una cultura nueva, dinámica y transgresora. La montaña mágica de Thomas Mann (1924) y El lobo estepario de Hermann Hesse (1927) son dos entre muchos testimonios literarios del mundo turbio e inseguro que siguió a la Gran Guerra. La colaboración de Kurt Weill y Bertold Brecht llevó a la escena este esplendor cultural que exaltaba la vida con acentos de amargura. Weil se inició como compositor vanguardista inclinado a los experimentos atonales que hacían furor en Viena. Pero con el tiempo quiso llegar al gran público con fórmulas más tradicionales e inició una colaboración larga y rica con Brecht, el poeta comunista asiduo de los cabarets literarios, que había iniciado su carrera como dramaturgo con Baal, un primer exponente de su “teatro épico”. Weil era ya un compositor famoso y  conseguía componer óperas con temas psicológicos no lejanos a la moda freudiana mientras que al mismo tiempo lograba convencer al dramaturgo de que sus argumentos podían interpretarse como una crítica de la corrupción del individuo en la sociedad capitalista. Sus relaciones fueron tormentosas no sólo por la ideología: también por celos personales y conflictos financieros. Pero el trabajo conjunto culminó con un éxito total en 1928 con La ópera de tres peniques, ambientada en el hampa de Londres, en la que Brecht pudo transmitir su mensaje social y Weil brillar con una partitura rompedora, con una orquesta de cabaret, ritmos canallescos y una mezcla de estilos en la que no faltan alusiones a Schubert y a Mahler. La ópera tradujo vívidamente la atmósfera de aquella década amarga y violenta entre 1918 y 1928, una paz ominosa amenazada por el paro y la inflación.

El ángel azul, 1930

Pero fue sobre todo el cinematógrafo el que reinó como en el arte más característico de esta extraña época. El estallido de la guerra había interrumpido la importación de films de las florecientes industrias francesa  e inglesa y provocó así el desarrollo imparable del cine alemán. El llamado “séptimo arte” era el vehículo perfecto para reflejar la ansiedad de los tiempos y la vulgaridad de las costumbres. Antes de que Joseph von Sternberg inaugurara en 1930 la era del cine sonoro, habían brillado en miles de películas de todas clases los directores de esta época dorada: Fritz Lang, F.W. Murnau, Billy Wilder, Otto Preminger y tantos otros. Destaca entre todos el superdotado Ernst Lubitsch (1892-1947). Judío como muchos que acabaron en Hollywood expulsados por el nazismo, Lubitsch fue discípulo del director y crítico teatral Max Reinhardt, quien lo lanzó al cine mudo en vista de su vocación irrefrenable de payaso. Lo vemos en muchas películas que hizo como actor y como director moviéndose acrobáticamente y gestualizando con la típica exageración del género en sus más diversos estilos, cómico, histórico y terrorífico. Lubitsch emigró a Hollywood tempranamente, en 1922, antes de que los años de bonanza permitieran el desarrollo masivo del cine. Rico y famoso, dirigió a las principales estrellas del momento y llegó a hacerse cargo de la dirección de la Paramount. Con más medios y aprovechando el auge del cine sonoro, Lubitsch moderó su histrionismo y evolucionó hacia un estilo sofisticado y amable en suaves y divertidas comedias que reflejaban el lujo de los poderosos, tan apreciado por las clases medias de la postguerra. Poco dado a la política y ajeno a la lucha activa contra Hitler, le asestó sin embargo un golpe mortal parodiando al führer hasta el ridículo en su memorable To Be or not to Be de 1942.

Cartel de «Cabaret», Bob Fosse, 1972

Superdotado y prosaico, este personaje tuvo una única pero feliz coincidencia con la superdiva Marlene Dietrich (1901-1992). Lubitsch y Marlene eran casi contemporáneos, ambos discípulos de Reinhardt en el Deutsches Theater berlinés, ambos estrellas del cine mudo de los años veinte. Ella fue desde muy joven una personalidad carismática y transgresora, con su desafiante sexualidad ambidextra. Por suerte para nosotros, una lesión de muñeca que tuvo a los quince años le impidió dedicarse profesionalmente a una carrera como concertista de violín, como era su intención inicial. Actuó en cabarets y películas mudas, pronto como protagonista brillante y sensual (Beso a usted la mano, señora, de 1929). Pero fue el descubrimiento de Joseph Sternberg el que la propulsó a una carrera muy larga como actriz y cantante. El ángel azul (1930) es probablemente la cinta más representativa de la podredumbre de la sociedad alemana tras la gran guerra. Se basa en una novela de Heinrich Mann en la que un  personaje de extremo patetismo, el viejo profesor Unrath, cae por azar, locamente enamorado, en las redes de Lola, una joven cantante de cabaret, descarada e inocente en su amoralidad. Descubierto por sus alumnos, el profesor es expulsado de su instituto y acaba casándose con Lola y actuando como payaso, enloquecido por la humillación, degradado como la república de la Alemania derrotada.

Marlene Dietrich en Shanghai Express, 1932

Sternberg se llevó a Marlene Dietrich a Hollywood al poco de estrenar El Angel azul y ya en 1930 inició la evolución de una actriz instintiva y primaria hacia un personaje mítico, más insinuante que directamente provocador, como pedían los cánones de la industria americana. Ya en 1930 la vemos aparecer, siempre cabaretera abundante pero menos “fresca”, en Marocco. Aquí es ella la que se enamora locamente de un frívolo legionario (Gary Cooper) y lo abandona todo para seguirlo al desierto. Más tarde se implicó en la lucha contra el nazismo, que la quiso atraer a su campo sin éxito, adquirió la nacionalidad norteamericana y participó en el esfuerzo final de la Segunda Guerra mundial cantando para los soldados en el frente europeo, conviviendo con ellos y compartiendo sus sufrimientos. Seguirán otras películas memorables, siempre en la progresión de sutileza y seducción, dirigida por los grandes del cine: Billy Wilder, Hitchcock, Orson Welles…Unos años más tarde dejó el cine y volvió a su vocación de cantante con su irresistible voz aguardentosa y sensual, algo desafinada. Pero muchos la recordaremos sobre todo como Angel (1937) su incomparable colaboración con un genio tan distinto al suyo como fué el de Lubitsch. Es una película magistral donde el gran director supo, con su famoso “toque” de humor, sintetizar la cultura de la ansiedad del Berlín de la postguerra con la gran la edad dorada de Hollywood. Así llegó la Dietrich a su cumbre, dando vida a la metáfora de de un pasado pecador oculto tras la opulencia de la alta sociedad londinense.


(CONRAD, Germann: Der Deutsche Staat; Ein Ullstein Buch, Berlín 1969.–SCHULZE, Hagen: Breve historia de Alemania; Alianza Historia, Madrid 2001.–SOTELO, Ignacio: La constitución de Weimar y el Estado de Bienestar; Revista de Occidente, Madrid, Enero de 1999.–WATSON, Peter: The German Genius; Simon and Schuster, Londres 2010.–BIHN, N.T. y VIVIANE, Christian: Lubitsch; T&B Editores, Madrid 2005.–URSINI, James: Dietrich: the Goddess; Taschen, Colonia 2007.–ELLIOT, Julian: La esencia del cabaret; en Historia y Vida, especial n. XIII, Barcelona 2016)