París, 1212
Llevaba el papa Inocencio III catorce años en el trono pontificio cuando en el 1212 le llegaron noticias inquietantes sobre un nuevo movimiento popular inspirado en el espíritu de las Cruzadas. Esta vez estaba protagonizado por miles de peregrinos, en su mayoría niños, que pretendían liberar por su cuenta Jerusalén, la ciudad santa que Saladino había arrebatado a los cristianos en 1187. A los diferentes protagonistas o testigos de esta extraña aventura les dió voz Marcel Schwob en 1896 en una serie de apuntes poéticos que tituló La cruzada de los niños. En uno de ellos. Inocencio se muestra angustiado en su diálogo solitario con Dios “lejos del incienso y las casullas”. Se siente viejo aunque apenas ha cumplido los cincuenta y tiene muy presente en su ánimo la cruzada que él mismo convocó al poco de ser elevado al papado y acabó en el violento asedio y destrucción de Constantinopla, la infame cuarta cruzada de 1202-1204. La que ha desencadenado en 1209 para aplastar la herejía albigense en el sur de Francia, por su parte, sólo ha causado por el momento confusión y matanzas entre cristianos. La iglesia no ha autorizado esta última cruzada de los niños: “hay grandísimos crímenes. Nosotros podemos darles la absolución. Hay grandísimas herejías. Nosotros debemos castigarlas despiadadamente”. Pero no sabe si los crímenes “pertenecen al pomposo dominio de mi papado o al pequeño círculo de luz en el que un anciano une simplemente sus manos”. Los niños son más de siete mil, le dicen ermitaños y clérigos errantes, “y no sé por qué sortilegio…han sido sacados fuera de sus casas”. Le recuerdan, en bello anacronismo, lo que sucedió en el pueblo de Hamelín en Alemania mucho más tarde, allá por el año 1286, cuando un misterioso flautista sedujo e hizo desaparecer a ciento cincuenta niños. “¿Es ésto un milagro?, concluye, ¿ha llegado el fin de los tiempos?… instrúyeme, Señor, porque no sé, ellos son inocentes: Y yo, Inocencio, no sé…”.
Hechos tan antiguos, perdidos en las brumas medievales, se prestan a la fantasía literaria., que los convierte en leyendas. La cruzada de los niños se construyó con unos pocos datos que han revelado cronistas y testigos, apuntes parciales de monjes que vieron pasar por sus monasterios esta peregrinación o levantamiento popular, que de ambas maneras se puede interpretar. Los hechos tuvieron lugar en la primavera y el verano del año 1212. En las cercanía de París un joven llamado Esteban proclama que ha recibido una carta de la mano de Dios y quiere entregarla al rey Felipe Augusto. En ella se le ordena que reúna un ejército de niños y viaje al sur para liberar a Jerusalén. Partiendo de la abadía de San Dionisio inician el viaje al que se le unen niños y adultos, incluso clérigos salidos de los campos y de los pueblos. LLegados a Marsella comprueban que las aguas no se han abierto para darles paso como Dios había tenido a bien hacer con Moisés en el mar Rojo. Embarcan en naves de los comerciantes locales y perecen en el mar o bien, según otras versiones, llegan a Egipto y son vendidos como esclavos. Alguno sobrevivió para contarlo muchos años después. Por las mismas fechas, apareció en Alemania otro un niño-profeta, de nombre Nicolás, que desde la ciudad de Colonia arrastró a una muchedumbre de peregrinos hacia el sur, con objeto de llegar al Levante y convertir a los infieles. También ellos desaparecieron, ahogados en el mar, o bien muertos de hambre y violencia cuando, decepcionados, tuvieron que iniciar el viaje de vuelta a sus hogares.
Esta historia tan extraordinaria fue reconstruida por un monje cisterciense, Alberico de Trois-Fontaines, dieciocho años después de los hechos. Contiene exageraciones e incongruencias que han denunciado los historiadores, pero en lo básico refleja un movimiento que debió tener lugar en la realidad. No fue el único. Tenía antecedentes bien documentados: varios casos de locos o pillos que aprovechaban el furor religioso de las masas depauperadas en busca de un desahogo a sus inquietudes y a los temores del milenio. En torno al año de los hechos, 1212, se estaba consolidando un primer renacimiento económico que prendió en el norte de Francia. Se desarrolló la agricultura y una industria incipiente, se enriquecieron las ciudades, favorecidas por la monarquía en su pugna con los nobles terratenientes y, en consecuencia, aumentó explosivamente la población. Los desposeídos de este crecimiento que hay que suponer fue desordenado y caótico estaban siempre dispuestos a salir a los campos y dejarse embaucar en una causa que les daría la salvación eterna, ya que no consuelo en esta vida. Recordemos que cuando en el año 1096 el papa Urbano II convocó a los nobles a una primera Cruzada para auxiliar al emperador de Bizancio asediado por los turcos, un espontáneo llamado Pedro el Eremita tomó por su cuenta la iniciativa y reclutó todo un ejército de pobres que arrasaron a su paso el centro de Europa en su peregrinación hacia Constantinopla. Y este fenómeno de los levantamientos de los más humildes siguió apareciendo de vez en cuando por muchos años. Es conocida la revuelta de los pastores que, capitaneados por un misterioso “maestro de Hungría”, marcharon en 1251 hacia el sur para liberar a San Luis, el rey francés que se había lanzado en la séptima Cruzada y estaba prisionero de los infieles en Palestina. Tuvieron el apoyo inicial de la reina, Blanca de Castilla, pero acabaron convirtiéndose en una rebelión popular en toda regla, una jacquerie que causó pánico y destrucción en todo el norte de Francia, desde París a Bourges, donde los amotinados, a falta de infieles sarracenos, masacraron a los judíos y destruyeron sus sinagogas.
Algo parecido a lo que cuentan las crónicas sobre el 1251 pudo tener lugar en el reinado de Inocencio III. La llamada cruzada de los niños, desde luego, no era tal en el sentido técnico, ya que no había sido convocada por el papa, como las anteriores, a través de una Bula, como era preceptivo para marcar finalidades y condiciones, con las indulgencias de las que podrían gozar quienes perecieran en combate arrepentidos de sus pecados. Se trató de un movimiento espontáneo y probablemente no fue protagonizado por niños únicamente. Un estudioso, Peter Raedts, sugirió en 1982 que la denominación tradicional de pueri no se refería exactamente a niños, sino que era una forma indirecta de mencionar a los pobres. La iglesia, acusada de opulencia y corrupción, no consideraba correcto políticamente que fueran los pobres quienes consiguieran en Tierra Santa, con sus anárquicas cruzadas, teñidas además de anticlericalismo, lo que los nobles y los obispos no habían cumplido con sus ejércitos. No faltan tampoco interpretaciones psicológicas a la hora de explicar esta leyenda, en el contexto de una patológica emotividad religiosa provocada por la continua predicación de las cruzadas oficiales. La atribución a niños de la iniciativa, siempre precedidas de un encargo expreso de Dios o la Virgen María, es relacionada también con la veneración de los Santos Inocentes, que se extendió en la Edad Media como culto a la infancia, cuando los niños o adolescentes fueron obligados a participar en la construcción de las grandes catedrales bajo autoridad eclesiástica. Con la atribución posterior a niños, que encima acabaron sufriendo martirio, se lograba un doble objetivo: mover a compasión y a piedad por el sacrificio de estos pobres y, de paso, disuadir, como provocados por el demonio, posibles llamamientos para este tipo de procesiones masivas que solían acabar en la desestabilización social y en la anarquía.
Desde luego, el reinado de Inocencio III estuvo marcado por la decidida orientación militar de la Iglesia, una política de Cruzada basada en preceptos teológicos combinados con una fuerte motivación moral y pastoral, la reafirmación de la autoridad papal frente a los poderes civiles emergentes y una organización burocrática más depurada que la que presidió anteriores intentos, desde la primera cruzada a la quinta. Esta última, fracasada como todas las demás salvo la primera, comenzó a planearse en 1213 y se llevó a cabo a partir de 1215. Un año antes, precisamente en el año de la cruzada de los niños, el avance de los almohades en el sur de España dió lugar a una cruzada sui generis, convocada por bula oficial, a favor de los reinos españoles deseosos de atraer ejércitos de nobles desde el sur de Francia como apoyo a la Reconquista. La victoria decisiva en las Navas de Tolosa en 1012 fue el resultado de este esfuerzo. No tanto éxito estaba teniendo la Cruzada muy particular que antes mencioné, convocada por el propio Inocencio III en 1209 contra una herejía que se había propagado por el sur de Francia y también por Lombardía y algunas regiones de Alemania. Como tenía su centro en la ciudad de Albi, sus adictos fueron llamados albigenses, cátaros según la denominación basada en la palabra griega katharos, limpio o puro. Esta herejía venía de muy atras y la iglesia había intentado erradicarla en múltiples concilios desde principio del siglo XII, empezando por uno celebrado en Tours en 1163 y otro parecido que lo intentó sin éxito en 1179, el tercer concilio de Letrán. Los intentos de Inocencio III para resolver el conflicto diplomáticamente se estrellaron con el asesinato en 1208 de su legado personal Pere de Castellnou. Entonces el papa tomó la decisión sin precedentes de lanzar una cruzada contra cristianos, con características similares a las que habían sido decretadas para liberar Jerusalén: indulgencias plenarias, derecho portar la insignia de la cruz y a conquistar las tierras propiedad de los herejes, etc. Estos herejes fueron presentados como enemigos de la Iglesia más peligrosos aún que los infieles musulmanes, ya que habían traicionado a Cristo. La guerra que se les hacía, por tanto, era no sólo “santa” sino además “justa” según los cánones de los clásicos y de los teólogos escolásticos.
La cruzada comenzó con grandes éxitos y una violencia inaudita, como se demostró en el asedio y destrucción de la ciudad de Béziers en 2209, donde fueron asesinados todos los habitantes, fueran o no cátaros: “ya Dios distinguirá en el cielo”, según dicen que comentó el obispo que comandaba las fuerzas pontificias. Carcassonne cayó pocos meses después y las victorias se sucedieron durante los cuatro años siguientes. En 1216 se produjo una fuerte reacción del sur frente a la Cruzada, alentada probablemente por la intervención del rey de Francia, Felipe II Augusto. En guerra por aquellos años con Inglaterra y con el norte de Alemania, el monarca francés consideraba que la iniciativa papal era inoportuna, ya que le privaba de la fuerza de parte de sus nobles contra sus enemigos del norte. Además, no veía con buenos ojos que la bula papal concediera en feudo a los cruzados las tierras confiscadas a los nobles terratenientes del Languedoc, que al fin y al cabo eran vasallos suyos, aunque herejes. Sólo intervino decisivamente en la cruzada cuando pudo anexionarse la región en conflicto y se convirtió en el primer rey de toda Francia. Así se decidió en el Tratado de París firmado en 1229, tras veinte años de lucha encarnizada. La estructura eclesial que había ido creando la secta cátara quedó descabezada y los fieles que sobrevivieron dispersos todavía durante casi un siglo, siempre en retirada.
No es difícil comprender la razón por la que el papado decidió embarcarse en la arriesgada aventura de erradicar esta herejía, una de tantas, contando con las indisciplinadas fuerzas de los nobles extranjeros y enfrentando en guerra civil a franceses de ambos bandos. Los cátaros eran algo más que defensores de algún matiz teológico secundario. Crearon dentro del cristianismo una verdadera teología, con peligrosas reminiscencias de credos orientales en un momento en que la iglesia de Roma intentaba constituirse en la máxima autoridad en Europa, por encima de los poderes seglares, ya fueran feudales o monárquicos. El dualismo de los cátaros recuerda sospechosamente al zoroastrismo persa, influyente en el cristianismo oriental. En su versión extrema separaba totalmente a Dios, el espíritu del bien, de Satán, el demiurgo que había creado la materia, que por lo mismo era intrínsecamente perversa. Desde este punto de vista, Jesucristo sólo podía ser entendido como un ángel sin mezcla de humanidad, el cuerpo humano era despreciable como parte de la materia, incluso los sacramentos que implicaran contacto con la naturaleza eran rechazados: el agua del bautismo era sustituida por la imposición de manos, el pan y el vino no podían trans-sustanciarse en cuerpo y sangre de Cristo, etc. Los cátaros o albigenses se prohibieron comer carne o matar a otros seres vivos y, por supuesto, rechazaron la autoridad del clero y del papado, a los que combatían por su materialismo. No es de extrañar que este fundamentalismo religioso produjera como reacción un fanatismo contrario y una predicación masiva excitando a la acción. La cruzada llamada “de los niños” solo fue, probablemente, una desviación inesperada y anárquica de la predicación de la cruzada contra los cátaros.
(SCHWOB, Marcel: La cruzada de los niños (trad. De Mario Armiño); Valdemar, 2012.–RUNCIMAN , Steven: A History of the Crusades, II; Penguin Books, Londres 1952.–DUROSELLE, Jean-Baptiste: Historia del catolicismo; Ed. Diana, 1972.–TYERMAN, Christopher: God’s War. A History of the Crusades; Penguin Books 2005.–ARMSTRONG, Karen: Holy War; Anchor Books, Nueva York 1988.–MacCULLOCH, Diarmaid: A History of Christianity; Penguin ;londres 2009.–TATE, George: The Crusades and the Holy Land; Thames and Hudson, Londres 1996)