Lyon, 1566
Les sanglots longs/ Des violons/ De l’automne/ Blessent mon coeur/ D’une langueur/ Monotone.
(Paul Verlaine, 1866)
No se me ocurre que pueda haber actividad más inocente, benéfica y edificante que tocar el violín, y creo que esta es una opinión ampliamente compartida en nuestros tiempos. No siempre fué así. En la antigüedad clásica se hacían distinciones entre músicas y músicas, así como entre instrumentos e instrumentos, a los que se enjuiciaba con mirada moralizante. Platón y Aristóteles ensalzaban la música armoniosa del dios de la perfección, Apolo, que se interpretaba con la lira, mientras que repudiaban las melodías desenfrenadas inspiradas por Dioniso, y su instrumento característico el aulos, una especie de flauta. Hemos visto a muchos ángeles en la pintura medieval que, a semejanza del rey David, acompañaban desde el cielo a los santos y a las madonnas tañendo instrumentos varios. El Renacimiento, sin embargo, recuperó la ilustre tradición griega y discriminó de nuevo. En 1566, el francés Philibert Jambe de Fer escribió un Epítome musical en el que distingue a las violas o violones, a los que considera apropiados para el entretenimiento privado de “caballeros, comerciantes y otras personas virtuosas”, del violín, usado para acompañar la danza. El violín en su forma moderna había nacido pocos años antes, era fácil de afinar en quintas y ligero para acompañar los desfiles de las bodas o del carnaval y para animar la conversación en las tabernas. Lo tocaban profesionales modestos, que repetían piezas fáciles aprendidas de memoria y sus tonos agudos excitaban las ganas de bailar. Fué mal visto tanto por la Reforma protestante como por el Catolicismo contra-reformador. Solo empezó a ser estimado dos siglos más tarde en Italia, donde los compositores lo usaron ya para sus sonatas, que se interpretaban incluso en la iglesia.
Repasando un viejo volumen dedicado a los violinistas en la literatura de ficción pude comprobar que hasta tiempos relativamente recientes el violín y los violinistas siguieron sufriendo de mala reputación, propia en todo caso de una posición social y musicalmente inferior. En la literatura se les reserva casi siempre un papel secundario, como contrapunto de historias patéticas y desastrosas. Sin llegar a las exageraciones que se urdieron en torno a Tartini y Paganini, cuyo virtuosismo se atribuía a supuestos tratos con el demonio, podríamos empezar por el ejemplo más famoso, la novela La sonata a Kreutzer, de León Tolstoi. Es sobre todo una historia de amor adúltero y celos criminales. El violinista que se interfiere fugazmente en la vida de la pareja principal tiene todas las características del género: un seductor oscuro y atractivo que enloquece a la dama con su sonido tóxico. Alberto, otra novela corta de Tolstoi, tiene como protagonista a un violinista talentoso pero desordenado y bebedor, que ha desperdiciado una carrera como profesional por un amor imposible y rechaza la compasión de los burgueses que quieren enderezar su camino: “¡Estoy vivo, dice, ¿por qué queréis enterrarme?”. Ve visiones, lo que introduce un elemento de fantasía que es frecuente en la literatura romántica sobre el violín: en su delirio sueña que toca un instrumento hecho enteramente de cristal.
El pionero de este género de ficción dedicada a los violinistas había sido, tempranamente, E.T.A. Hoffmann (1776-1882), un auténtico genio prolífico y polifacético, jurista y violinista, compositor, pintor y escritor. Uno de sus cuentos fantásticos fué convertido en ópera por el francés Jacques Offenbach, quien adaptó para el tercer acto la historia titulada El consejero Krespel. El compositor lo centró en Antonia, la hija del protagonista, cantante a la que una grave enfermedad impide ejercer su arte sin poner en riesgo su vida (acaba haciéndolo por amor y muere, previsiblemente). El Krespel del cuento es un personaje sorprendente y más complejo que el de la ópera. También jurista y violinista, su extraña pasión consiste en desarmar valiosos violines y volverlos a componer para obtener sonidos más sublimes, desechándolos una vez que los ha probado. Un cierto profesor M. define en el cuento la excentricidad de Krespel, apasionado y colérico en su empeño de impedir que Antonia cante con objeto de preservar su salud: según sus misteriosas palabras, “hay personas a quienes la naturaleza ha desprovisto de la cubierta bajo la cual escondemos nuestra propia locura”.
Franz Grillparzer (1791-1872), afamado dramaturgo vienés, también crítico musical y amigo de Beethoven, insiste en un cuento publicado en 1847, característicamente titulado El pobre violinista, en el carácter marginal y anti-heroico del músico que le sirve de protagonista. Se trata de un rico heredero posteriormente arruinado, con escasa formación musical, que acaba ganándose la vida tocando por las calles una melodía que ha oído fascinado y que repite una y otra vez, disfrutando de ella sin preocuparse del ritmo ni de otros requerimientos de la técnica musical. Insiste en tocar con partitura (para diferenciarse sin duda de los violinistas primitivos, que tocaban sus danzas de memoria). Vive y muere pobremente, enamorado de la mujer que cantaba la melodía y feliz en la creencia de que está haciendo una música que le comunica con la divinidad. Otro vienés, Ferdinand von Saar (1833-1906) dedica La violinista a otra historia de amor desgraciado. La protagonista podría haber sido cualquier cosa, pianista o escritora: el violín no tiene más parte en la historia que subrayar el patetismo de las vicisitudes de la mujer, seducida y abandonada por un desaprensivo.
En el cuento de Thomas Hardy (1840-1928) El violinista en el Reel (un baile escocés) volvemos a las antiguas sospechas sobre el poder enloquecedor del sonido del violín. El protagonista, Walt Hollamoor, de origen desconocido, llega al pueblo con la reputación de interpretar sus melodías perturbadoras con pasión y poder, “como un predicador que conmueve”. Seduce a una ingenua joven a la que después abandona. Ella, que recientemente se había comprometido en matrimonio, rompe su promesa y es abandonada por el músico. Al cabo de los años consigue el perdón de su prometido junto con la hija que le ha dado el violinista. Más tarde, vuelve a caer en sus redes en un encuentro casual en el que el violinista le hace bailar hasta la extenuación. Huye después el músico con la hija, a la que explota como bailarina en sus andanzas.
El colmo del desprestigio lo encontramos en el cuento de Sholom Aleichem (1859-1916) titulado simplemente El violín, que refleja crudamente el rechazo del instrumento y sus practicantes por parte de algunos medios sociales. Un niño oye en la banda del pueblo el sonido de un violín y queda fascinado. Intenta construirse un instrumento y consigue tomar clases en secreto con el violinista de la banda, un personaje pintoresco que declara que el primer violinista fue Caín o Matusalén, el segundo el rey David y el tercero Paganini, ”otro judío”. Pero el secreto es descubierto y revelado a los padres del joven. Como era ya adolescente, éstos habían pactado un matrimonio conveniente con ayuda del casamentero y empezaban a tratarlo con respeto, como a una persona mayor. Al enterarse de las actividades clandestinas de su hijo, el padre, indignado, lo abofetea y rompe el compromiso matrimonial antes de que lo haga la familia de la novia, que sin duda se tendría que sentir ofendida y no querría pasar por el bochorno de casar a su hija con alguien que se relaciona con músicos. La conclusión a la que llega el desgraciado protagonista es patética: “Me juré no volver a desobedecer a mi padre nunca, no causarle un tal disgusto nunca, nunca. Se acabó el violín”.
En la literatura de Norteamérica volvemos a encontrar la figura del “pobre violinista” en Nathaniel, un personaje de la novela de 1871 Hombrecitos de la popular autora Louisa May Alcott. Se trata de un huérfano que ha sido violinista callejero hasta que fue recogido en la institución de Josephine (Jo), una de las hermanas protagonistas de la no menos popular Mujercitas. Nat entretiene las fiestas con su violín y es dulce y enfermizo, y también algo mentiroso. Otros escritores americanos presentaron una visión menos negativa de los violinistas. Se ocuparon más bien de la cuestión del talento frustrado de artistas que han sido explotados prematuramente y han acabado en la decadencia. Tres años después de publicar su magistral Moby Dick, Herman Melville (1819-1891) escribió El violinista, la curiosa historia de un joven artista inglés, que había sido niño prodigio de fama y luego había dejado su carrera de concertista para vivir una vida modesta y oscura en Nueva York, huyendo de la tensión de los escenarios. Tenessee Williams se ocupó del drama de una pianista, enamorada del violinista que la acompaña. Se queja de que la hagan tocar conciertos sin haber madurado el talento suficiente y fracasa como artista y como enamorada. El cuento, autobiográfico, se titula El parecido de un estuche de violín con un ataúd, pero esta alusión no tiene que ver con el argumento, es una simple asociación visual del autor. Resulta imposible no relacionarla con la truculenta historia de Antón Chejov (1860-1904) titulada El violín de Rotschild. El protagonista es un constructor de ataúdes que toca el violín en fiestas y bodas y también en privado para olvidar sus penas: sus apuros de avaro que apunta minuciosamente las pérdidas, la relación amarga que tiene con su mujer, que acaba muriendo pero no puede pagarse el ataúd, su odio por el flautista de la banda, un judío llamado Rotschild (nada que ver con los banqueros del mismo apellido). Al final, arrepentido, nuestro «héroe»acaba legándo su violín a Rotschild, para que cambie de instrumento.
Para variar, podemos consignar en fin un cuento reciente que fue escrito con humor y con final feliz por Barry Targan en 1975: Harry Belten y el concierto para violín de Mendelssohn. Belten es el modesto empleado de la ferretería de un pequeño pueblo. En su juventud se había enamorado locamente del violín y había conseguido estudiar el instrumento a ratos perdidos. Después de dedicar 18 años a practicar el concierto en Mi mayor de Mendelssohn, anuncia que va a alquilar un salón y la orquesta sinfónica de la ciudad vecina (Oswego, N.Y.), para interpretarlo en público. Naturalmente, lo toman por loco. Su jefe en la ferretería le reprocha que su ocurrencia le está haciendo perder negocio (“¿quieres convertirte en un gitano?”, le grita airado). Un profesor ruso con el que quiere dar los últimos toques para “pulir” el concierto, se lo desaconseja, pues lo considera falto de la categoría artística suficiente. Los responsables de la orquesta le reprochan que ponga en peligro su reputación profesional y recomiendan que sea examinado por un psiquiatra. No hay manera de disuadirlo, es su capricho y ha reunido el dinero suficiente para permitírselo. Llega la fecha para el concierto y Belten ha sorteado impertérrito los numerosos obstáculos, incluido, desde luego, el de la gran dificultad técnica de la partitura. Asi, se presenta ante un público escaso y a duras penas consigue llegar al endiablado final del concierto. Los familiares y amigos presentes acaban aplaudiendo aliviados su hazaña. Cumplió contra viento y marea su noble e inofensiva ilusión y no hizo daño a nadie. Tampoco a Mendelssohn, a quien imagino sonriendo en su tumba ante tamaña devoción.
E.Volterra
(LEVITH, Murray: Fiddlers in fiction; Paganiniana Publications, 1979.–BOYDEN, David D.: The History of Violin Playing from its Origin to 1761; Oxford University Press, 1965.–MAY ALCOTT, Louisa: Little men; Signet Classics, 1986.–SAAR. Ferdinand von: Die Geigerin; Projekt Gutenberg.–GUANTI, Giovanni: Romanticismo e musica; EDT Musica, Torino 1981.– McKINNON, James: The Rejection of the aulos in classical Greece; www.catholicculture.org)