Hipona, 398
Allan Ramsay (1713-1784): Jean Jacques Rousseau
La confesión es un sacramento de la iglesia católica y también un género literario. Ambas cosas están bastante relacionadas, aunque pueda parecer sorprendente. Históricamente, porque el género fué inaugurado, con escasos antecedentes, por el obispo de Hipona, san Agustín. Materialmente porque ambos parten de una expresión o desahogo psicológico. La confesión como la conocemos, una conversación privada con un oficiante en la que un fiel le relata sus pecados y recibe la absolución previo arrepentimiento y promesa de cumplir cierta penitencia, no existió antes aproximadamente del año 800. Los evangelios mencionan solamente un poder genérico de Dios de perdonar los pecados (Juan 20.23) y es sólo en la epístola de Santiago (5.16) donde se aconseja a los fieles: “confesad mutuamente vuestros pecados y orad los unos por los otros para que sean curados”. La confesión fue originalmente, pues, una práctica comunitaria. El bautismo perdonaba el pecado original y esta remisión se consideró suficiente. Más tarde, la iglesia introdujo la confesión penitencial, un acto posterior a modo de segundo bautizo en el que los fieles eran redimidos de los pecados de toda una vida, normalmente in articulo mortis. La absolución sólo se obtenía después de cumplir la penitencia, lo que a veces suponía largos años de ayuno. La influencia de la iglesia celta, que se desarrolló aisladamente en las islas británicas en la alta Edad Media, dio nacimiento a la confesión particular. Fué mal vista en principio por la iglesia de Roma, como lo prueba el hecho de que el III concilio de Toledo celebrado en el año 589 condenara esta práctica. Pero se fue generalizando y el concilio de Letrán la aceptó en 1215 en su canon 21, aunque limitada a una única confesión anual. Las órdenes mendicantes redactaron entonces, para uso de los monjes, minuciosos códigos de los pecados y sus penas, una auténtica penitencia tarifada, como se la llamaba en tiempos, que convirtió el sacramento en un acto cuasi-judicial. Y luego se inventaron diferentes subterfugios para evitar penitencias demasiado onerosas: los guerreros feudales, ante la duda de si pecaban por matar en batalla, consiguieron que fueran los monjes quienes cumplieran sus penitencias. Y más tarde se pudieron evitar los sufrimientos del purgartorio previo pago de una cantidad de dinero: comprando una “bula de indulgencia”.
Así pues, cuando San Agustín, pocos años antes nombrado obispo de Hipona (Annaba en la actual Argelia) escribió entre 395 y 398 sus Treinta libros de Confesiones, como inicialmente se llamó su famosa obra, la confesión como sacramento no existía aún. Por eso es tan llamativo que este libro extraordinario pudiera surgir de la nada. Los clásicos eran contrarios a esta clase de literatura y en la antigüedad sólo el libro de Job puede considerarse un antecedente: las almas grandes, reiteró siglos más tarde el marqués de Vauvenargues, no deben nunca hablar de sí mismas ni para humillarse ni para ensalzarse. Y sin embargo Agustín, un obispo de origen africano, que no hacía muchos años se había convertido al cristianismo, regaló a sus fieles y a la posteridad un impactante ex-abrupto, el relato minucioso de una juventud plagada de pecados grandes y pequeños y del proceso espiritual de su conversión. La exposición de los hechos y sobre todo la lúcida descripción de las emociones y sentimientos vividos hacen de esta obra una cumbre de la literatura, con independencia de su valor espiritual, que es probablemente el que Agustín tenía como principal objetivo. Pronto surgieron los seguidores de este género de catequesis basada en el relato de la evolución del alma hacia la iluminación: san Patricio, el patriarca irlandés, el inglés Bunyan, Santa Teresa entre nosotros
Montaigne en cierto modo también vertió en sus Ensayos numerosos elementos fragmentarios de una sincera confesión. Y lo mismo hizo Benvenuto Cellini, el artista del Renacimiento en su Vita. Pero el objetivo que ambos perseguían no estaba dirigido a la “salvación de las almas”, y ello les hace más bien precursores lejanos de Las confesiones de Jean Jacques Rousseau. El de Rousseau es un libro no menos valioso como obra literaria de estilo fluido y expresivo que el de san Agustín, pero se sitúa en las antípodas en cuanto a su finalidad. Describe también múltiples pecados, se expone en toda la crudeza de su naturaleza demasiado humana pero sin la intención de convertir a nadie, más bien lo contrario, pues se trata de un producto típico del individualismo humanista y secular. No es una confesión ante Dios sino ante los hombres, el testimonio de una vida de aventuras en episodios a los que no une un hilo cronológico tan claro como el de san Agustín, pero que en conjunto quieren presentar sobre todo el análisis de una esencia personal. Rousseau tuvo más continuadores que san Agustín, de hecho puede decirse que inauguró toda una época de confesiones, un nuevo género literario de gran éxito en el romanticismo. ¿Tienen algo en común, aparte de la riqueza del estilo, las confesiones de dos personajes tan distantes y las de sus múltiples seguidores distantes, y las de sus múltiples seguidores?
San Agustín de Hipona
Las confesiones suelen escribirlas personajes públicos y famosos que quieren dar testimonio de la parte privada, menos conocida, de sus vidas, normalmente para justificar algunos hechos de su trayectoria. Ahora bien, no siempre hay que fiarse de la motivación declarada por el que se confiesa en un libro autobiográfico. Más allá de la justificación expresa, muchas veces no saben los propios autores cuales son los motivos profundos de su decisión de confesarse. A san Agustín no se le puede negar su intención apologética, la salvación de las almas y a la vez la refutación de las herejías que proliferaban en los primeros tiempos del cristianismo. Pero queda siempre la sospecha, pues entra en considerable detalle para describir unos pecados que objetivamente y con la distancia no dejan de parecernos triviales, el robo de unas peras o la admisión de su escaso talento para la castidad. Escribió sus Confesiones poco después de ser elevado al episcopado, y posiblemente con el objetivo de salir al paso de las críticas que ello ocasionó, pues se trataba de un converso reciente y notorio que coqueteó en su juventud con el maniqueísmo, una herejía condenada enérgicamente por la iglesia por su clara reminiscencia con la religión de Zoroastro y otras filosofías orientales.
Rousseau tuvo también una vida agitada y una gran fama debida a sus obras teóricas sobre la bondad original del hombre en la naturaleza antes de ser corrompido por la cultura, y su teoría del gobierno basado en un contrato social. La finalidd declarada del autor aparece en el prólogo de Las Confesiones: hacer “el único retrato de un hombre, pintado exactamente según la naturaleza y en toda su verdad que existe y que probablemente existirá jamás”. Pureza de intención que se ve contradicha por el evidente afán de defenderse de sus críticos y enemigos, que aparece claramente en la segunda parte del libro.Si presenta sus pecados es para desafiar a los que lo acusaban de predicar la responsabilidad social después de haber abandonado a sus hijos en un hospicio. Y es que los móviles declarados sufren con frecuencia la interferencia inconsciente de la vanidad, no menos que del afán de venganza. Pascal reprochaba a Montaigne haber querido retratar su persona a través de ensayos acusándole de ceder al móvil del amor propio, lo que luego hemos llamado narcisismo. El mismo Rousseau lo reconocía: “Se muy bien que el lector no tiene necesidad (de saber) todo esto; pero yo tengo necesidad de decírselo”.
Michel de Montaigne
Así pues, no siempre tenían las confesiones un motivo “edificante”, ya sea religioso o laico. A veces eran publicadas por personajes poco conocidos que no tenían como intención “edificar” a nadie. Así el famoso libertino veneciano Giacomo Casanova publicó La historia de mi vida (1790) simplemente para lograr, exponiendo sus 132 aventuras amorosas, una notoriedad que no había conseguido como autor de mediocres ensayos. Otros, como Benjamin Franklin escribieron con objetivos didácticos o políticos, para dejar constancia de acontecimientos históricos en los que participaron y de los que sólo ellos pudieron dar testimonio. En estos casos, no obstante, estamos lejos del género de las confesiones, que requiere un elemento de exposición de vivencias y pecados puramente personales. Así pues, ciertos rasgos separan claramente al género de las confesiones de otros modelos de relato de la propia vida que genéricamente se encuadran dentro de la categoría de la autobiografía: las memorias, los simples testimonios de hechos históricos. Sin embargo, es inevitable pensar si no será cierto que toda escritura creativa es en alguna medida confesión. De manera indirecta el novelista y el poeta vierten en sus obras una parte de sí mismos derivada de su propia experiencia, en cierto modo se confiesan aunque lo oculten o no sean conscientes de ello. Y lo mismo puede decirse de los géneros literarios más aparentemente asépticos, como el ensayístico. Hay en él un elemento de confesión que radica especialmente en la selección de los temas tratados, que será siempre indicativa de una vivencia personal. ¿Por qué esos y no otros? El caso de Montaigne es el más claro: él no habla de confesiones pero muchos de sus ensayos confiesan algo, acontecimiento o emoción, a través de personas interpuestas. Además, no es imposible que exista una confesión soterrada en las alusiones personales que inconsciente o conscientemente deslizan los autores aún cuando están tratando los temas más anodinos.
María Zambrano estudió desde el punto de vista filosófico la emergencia del género de las confesiones y centró el foco en la novedad de san Agustín, protagonista de una vida agitada en una época convulsa social y religiosamente. Ve su obra como el remedio a la situación de la persona en la que la confusión, el sentirse “a medias” en la búsqueda de la verdad, se hace insoportable, desesperada. La confesión le permite redescubrir una verdad que estaba ahí oculta, es una revelación. En san Agustín el alma aparece como atrincherada en una fortaleza de la que la realidad quiere hacerla salir: “Tus palabras, Señor, se habían adherido a mis entrañas y por todas partes me veía cercado de Tí”. La confesión es la solución, aunque incluso se omita el relato de las culpas, pues basta con la voluntad de salir de la confusión y entregarse a la realidad. R. M. Rilke lo expresó así en un poema de su Libro de horas: Dios cercano, sólo una fina pantalla nos separa… una palabra tuya o mía y se disolverá sin ruido. En la confesión laica de Rousseau vemos también este intento de descubrir la realidad a través de cierta exageración con la que se defiende de sus muchos enemigos. Pues una paranoia como la que revela el autor francés está siempre basada en una verdad latente, no es una percepción errónea de la realidad, solamente exacerbada.
Este trasfondo profundo de la confesión como búsqueda de un “paraíso perdido” explica su atractivo para toda clase de lectores. Es el género literario en el que se establece la más perfecta complicidad entre el autor y el lector. Es comprensible, sin duda, una cierta morbosidad de los lectores de confesiones al leer detalles de los pecados ajenos.Tenemos incluso la esperanza de que nos disculpen de los propios y también de comprobar que las desgracias ajenas hacen que las nuestras resulten nimias. Algunos autores de confesiones se preguntan con Chateaubriand: ¿Aparte de mí, a quien podrían interesar los detalles de mi vida?. Y sin embargo son precisamente los detalles los que nos atraen y nos conectan con el relato siempre que esté hecho con sinceridad de emoción, pues entonces nada de lo que nos cuenten va a parecernos ajeno: todos tenemos recuerdos análogos. Más allá de los pormenores, la confesión conecta al lector con la fuente profunda de la liberación que produce en el autor, es ”ejecutiva”, en expresión de Zambrano: “al ser leída obliga al lector a verificarla, le obliga a leer dentro de sí mismo…a hacer la misma acción que ha hecho el que se confiesa: ponernos como él a la luz”. Georges May lo resumió bellamente: “Inclinados sobre la espalda de Narciso, vemos nuestro rostro y no el suyo reflejado en las aguas de la fuente”.
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(SAN AGUSTÍN: Las confesiones; B.A.C., Madrid 1963.–ROUSSEAU, Jean-Jacques: Les confessions; Folio classique, parís 1959.–ZAMBRANO, María: La confesion:género literario; Ed Siruela, Madrid 2004.–MAY, Georges: La autobiografía; Fondo de cultura económica, México 1982.–MacCULLOCH, Diarmaid: A History of Christianity; Penguin Books, Londres 2010.–WIKIPEDIA: Sacramento de la penitencia, 2018)