Dürnstein (Austria), 1192
El Danubio a su paso por Dürnstein
Sin duda, Ricardo I Corazón de León hizo honor al sobrenombre que le dieron por su ardor guerrero y su mal carácter. Se lo ganó en las interminables luchas que libró contra su padre, el rey Enrique II, y sus hermanos hasta que alcanzó en el año 1189 la corona de Inglaterra. En cuanto pudo consolidar su poder, se dispuso a participar en la tercera cruzada, convocada por el papa para recuperar la ciudad santa de Jerusalén, que había sido arrebatada a los cristianos por el líder musulmán Saladino. Al contrario que las anteriores cruzadas, ésta no fué protagonizada únicamente por caballeros francos. Tomó parte en ella, junto a Ricardo, el rey francés Felipe Augusto y duques alemanes representantes del Sacro Imperio. No fueron capaces de recuperar Jerusalén y además Ricardo hizo por el camino todo lo necesario para enemistarse con sus aliados. Pasó un invierno (1190-1191) muy conflictivo en el reino de Nápoles, controlado entonces por el Imperio y se apropió, camino a Tierra Santa, de Chipre, cuyo gobernante, el autoproclamado emperador bizantino Isaac Comneno estaba emparentado con el emperador alemán Leopoldo. En fin, en el sitio de Accra, el mayor logro militar de la tercera cruzada, despreció la bandera imperial y la arrojó al foso de la muralla. Cuando apremiantes necesidades del reino aconsejaron la presencia del monarca y éste pudo sellar una tregua con Saladino, Ricardo emprendió el viaje de vuelta. Con tan mala suerte que un naufragio le obligó a desembarcar en Aquilea, cerca de Venecia, y continuar el camino por tierras imperiales. El emperador lo detuvo cerca de Viena y en represalia por tantos desencuentros durante las hostilidades lo hizo prisionero en un castillo que corona el pueblo llamado Dürnstein, en el Danubio. Allí estuvo preso dos años, mientras su madre Leonor de Aquitania y sus partidarios consiguieron colectar el rescate que exigió el emperador.
Dürnstein merece ciertamente un viaje: el panorama del río y el pintoresquismo de la pequeña ciudad atrajo en el siglo romántico a numerosos pintores que dejaron testimonio de ello. El castillo está en ruinas y sólo se puede llegar a él subiendo una empinada vereda. A sus pies se despliega una pequeña joya, mezcla de la estructura medieval de una ciudad amurallada y del esplendor barroco de su abadía de la orden de los agustinos, construida en 1372 sobre una ermita dedicada a la virgen María. Las guías turísticas no lo dicen pero es casi seguro que este pequeño asentamiento fue creado para sustituir una fortaleza de las muchas que el Imperio Romano fue creando a lo largo de la frontera, del limes que le separaba de los pueblos germánicos, formado por el Rin al Oeste y por el Danubio de Oeste a Este. El gran río europeo nace en algún lugar de Suabia (el actual estado de Baden-Württenberg) cercano a la frontera con Francia y acaba vertiendo sus aguas en el Mar Negro. No está claro dónde nace exactamente, la discusión empezó con Heródoto y aún no ha terminado. Varios pueblos compiten por el honor, pues sus primeras aguas bajan desde numerosos puntos en un terreno pantanoso hasta que se organizan como un verdadero río cerca de Donaueschingen, donde el río toma su nombre. Tampoco es fácil precisar donde desemboca, pues al llegar al Mar Negro se deshilacha en un delta que cubre una amplia zona también pantanosa. En los siete brazos que describió ya el geógrafo Estrabón termina un recorrido de cerca de tres mil kilómetros con un gran caudal que va creciendo por el camino gracias a la aportación de sus 300 afluentes, entre los que se cuentan algunos tan ilustres como el Isar, que atraviesa Munich todavía joven y vigoroso y se le une en Deggendorf, y el Inn, a cuyo puente debe su nombre la ciudad alpina de Innsbruck. En su ancho y poderoso trayecto el Danubio, como una padre generoso (o más bien madre, si nos atenemos al nombre femenino que tiene en alemán: die Donau) ha regado y alimentado a numerosas poblaciones desde la más remota antigüedad. Muy cerca de Dürnstein se descubrió en 1908 una pequeña figura paleolítica que los científicos datan en aproximadamente 28000 años antes de nuestra era: la Venus de Willendorf. Aparte de alimentarlos, el Danubio permitió a los habitantes de sus márgenes comerciar, pues después de su primeros balbuceos es navegable desde la ciudad de Ulm. También los ha castigado con inundaciones catastróficas cuando recibe el deshielo de las nieves alpinas y con destrozos medioambientales irreparables causados por la industrialización de sus orillas.Ulm fue históricamente un importante puerto fluvial y se precia de que la torre de su catedral es con sus 162 metros la más alta del mundo, o al menos más alta que la catedral de San Esteban de Viena. En Ulm penetra el Danubio en Baviera. Es todavía un río plenamente alemán y recorre sus 350 kilómetros bávaros atravesando ciudades notables y cargadas de historia. Ingolstadt fue importante por sus fortificaciones militares y porque allí se fundó la primera universidad de Baviera, que sólo en 1800 pasó a Munich tras tres siglos de docta existencia. Regensburg, fundada en el año 179 por el emperador Marco Aurelio como Castra Regina, fue otro puerto notable del comercio fluvial. Conserva un gran puente romano y abundantes muestras de arte gótico y barroco, pues desde 1664 fue la capital estable del Reichstag, la asamblea del Sacro Imperio Romano-germánico.Passau es el punto de salida del Danubio del territorio bávaro. En esta bellísima ciudad confluye el gran río con otros dos, el Inn y el Ilz, que baja desde los bosques de Bohemia. Dejando atrás su espléndida catedral barroca y sus edificios episcopales, el Danubio entra en Austria y nos sigue deslumbrando con el esplendor de sus grandes monasterios y ciudades ribereñas, que sustituyeron a las antiguas fortalezas romanas y conservan el orgullo de su construcción desafiante.
La abadía de Melk
Melk es una mezcla de convento y palacio que domina al Danubio desde un alto mirador que vigila la navegación y seguramente tuvo en la antigüedad una misión defensiva. Ya conocemos a Dürnstein, en la margen izquierda del río. Luego siguen apareciendo monasterios (Göttweig, St. Pölten…) cada treinta kilómetros más o menos: es la distancia que los romanos ponían entre sus fortalezas en el limes. Y después del puerto de Tulln, famoso por una leyenda medieval relacionada con el vino, llega el Danubio a Viena, cuyo nombre romano hace referencia precisamente a los buenos vinos que en sus colinas se cultivaron desde la antigüedad (Vindobona se llamaba).
En Viena el río pasa de largo y la gran capital del imperio austríaco lo contempla algo aprensiva desde una distancia prudencial, temerosa de sus crecidas primaverales. Aquí empieza a cambiar su carácter. Deja de ser completamente alemán y completamente barroco, como límite también entre el catolicismo de la Contrarreforma y los territorios del Norte donde triunfó la reforma protestante. El Imperio Otomano llegó hasta Viena en 1529 en una imparable expansión que había empezado el sultán Murad I casi exactamente dos siglos antes. En pugna con el imperio de Bizancio, con los albaneses y los griegos, con el reino de Serbia, los turcos establecieron su capital en Adrianópolis (Edirne) y organizaban cada año una expedición militar a la conquista de nuevas tierras, en Asia Menor, en África y en Europa. Para llegar al corazón de nuestro continente no necesitaban flotas. Las amplias llanuras por las que transcurre el Danubio les permitían un avance rápido por tierra y su superioridad militar hacía el resto. Tras tomar Constantinopla en 1453, siguieron su avance hacia el centro de Europa, a la que aspiraban someter a su poder y a su religión. La batalla de Mohacs en 1526 fue decisiva. El rey Segismundo de Hungría fue derrotado por Solimán el Magnífico y los turcos llegaron a Budapest. Aquí, su imperio alcanzó su máxima expansión, que mantuvo durante dos siglos antes de empezar a sufrir la decadencia inexorable de todos los imperios.
No pudieron con Viena, sin embargo, y el imperio austríaco siguió haciéndoles frente en los Balcanes, en Grecia, en todos los recovecos que dibuja el Danubio a su paso por ocho naciones. Y así río abajo por el resto de su accidentado trayecto, el Danubio fue testigo privilegiado de la pugna fundamental de los pueblos agrarios de su parte oriental con los nómadas invasores que llegaron desde las estepas asiáticas. Ahora separa o une, según se mire, a los variados pueblos que encuentra en su camino, que los alemanes quisieron ganar para su cultura en pugna con los vientos culturales que venían del Este. En la región llamada el Banato, efectivamente, el gran río parece dudar del camino a seguir y se entretiene en una serie de meandros que reúnen en las cercanías de Belgrado a los pueblos germánicos con otros de las más variopintas procedencias: turcos, zíngaros, caucasianos, búlgaros, valacos, serbios y rusos.
A nadie puede extrañar que Austria, perdedora en su pugna por la hegemonía germánica frente a Prusia y el imperio alemán, que la humilló en la guerra de 1866 por el dominio del Schleswig-Holstein, volviera sus ojos hacia el Este y quisiera convertir la cuenca del Danubio en su verdadera cultura, un mundo de convivencia armoniosa de diversos pueblos, etnias, culturas y religiones. Robert Musil, en su famosa novela El hombre sin cualidades, bromeó con el supuesto intento austríaco de definir la esencia de su imperio creando doctas comisiones para buscarla en la historia…solo para descubrir que la esencia de Austria consistía en no tener esencia. Pero otros no fueron tan iconoclastas. Escritores originarios de Bohemia y de Hungría definieron la esencia del imperio como la Mitteleuropa, un reino ideal de convivencia pacífica y de riqueza cultural, un oasis más tarde en medio de las tensiones de la guerra fría. Esto habría sido Austria una vez que fracasó en su intento de ser la potencia dominante del mundo alemán. Claudio Magris explicó estos esfuerzos por definir la Mitteleuropa en su libro El Danubio, de 1988. Explicó también, con lujo de detalles, el abigarramiento de pueblos al que los austríacos buscaban dar unidad, después de haber intentado “civilizarlos” con sus colonos y sus misioneros a los largo del cauce del Danubio. Sin éxito al parecer, como lo prueba el abigarramiento de etnias que parece determinar la indefinición del delta cuando el río llega al final de su andadura. Por el camino nos hemos encontrado con Nicópolis, famosa por haber sido la sede de una famosa derrota cristiana en 1392 a manos del sultán Bayaceto I, llamado El rayo. También porque mil años antes había predicado allí el obispo arriano Ulfila, que inició la ilustre historia de la literatura germánica al traducir la Biblia a la lengua de los godos, a los que evangelizó.
Rudolf von Alt 1832: Catedral de San Esteban en Viena
El Danubio fue declarado por la UNESCO Patrimonio de la Humanidad en 2005 tratando de rescatar los testimonios de un pasado tan rico en acontecimientos y en intercambios culturales. El foco principal de los trabajos arqueológicos fue puesto en la restauración del río como limes del imperio romano en su flanco norte. Es frecuente confundir el concepto de limes con el de limites y pensar que el Danubio definía como frontera lineal el final del territorio del imperio frente a los pueblos llamados bárbaros. En realidad el limes no es una línea sino una zona fronteriza donde convivió Roma con otros pueblos. Los dominaba a través de relaciones de clientela o vasallaje y respetaba sus costumbres aunque les impedía hacerse la guerra entre sí. La “frontera” del imperio fue imprecisa hasta la llegada al poder de Octavio Augusto, que consideró que aquel se había expandido suficientemente y debía consolidar su territorio, en ello consistió precisamente la Pax Augustea. Lo hizo creando provincias imperiales bajo su control directo en las zonas más sensibles de la frontera, allí donde fuera previsible una pugna debida a la presión demográfica de los pueblos vecinos. El Danubio fue una de estas zonas. Muchas de las fortificaciones que se crearon a lo largo del limes han quedado sepultadas bajo las ciudades que se fueron construyendo sobre ellas. Otras han sido restablecidas y son reveladoras del carácter de la dominación romana, basada no sólo en la fuerza militar sino también en un elemento propagandístico: grandes construcciones fortificadas y una impresionante red de vías o carreteras que unían a todo el imperio en estructura radial: todos los caminos llevan a Roma.
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(MAGRIS, Claudio: El Danubio; Anagrama, Barcelona 1988.–RUNCIMAN, Steven: A History of the Crusades, vol. III; Penguin Books, Londres 1990.–FABRY, Rudolf: Dunaj, Donau, Duna; Ed Sport, Bratislava 1969.–KRUG, Wolfgang: Wachau. Bilder aus der Land der Romantik; Christian Brandstäter Verlag, Viena 2003.–MEYER-ZWIFFELHOFFER, Eckhard: Imperiun Romanum. Geschichte der römischen provinzen; C.H. Beck, Munich 2009.–MANTRAN, Robert: Histoire de la Turquie; P.U.F., París 1968)