Mansiones verdes

 

Canaima, Venezuela, ca.1875


El tepui Kukenant

 

Hace dos mil millones de años, en el período llamado precámbrico se formaron al sur del río Orinoco los tepuis. En la lengua de los indios aborígenes la palabra significa “la morada de los dioses” y ciertamente las altas mesetas cortadas a pico a alturas que llegan a los cuatrocientos metros producen un efecto sobrecogedor de orgullo y fiereza de la naturaleza. La más extensa es el monte de Roraima, que llega a ocupar, en el límite de las actuales Venezuela, Guyana y Brasil, una superficie de más de 30000 metros cuadrados a una altura de 2800 sobre el nivel del mar. El territorio sobre el que se alzan los tepuis está cubierto de sabana y selva tropical, lo que hace que sean prácticamente inaccesibles y por ello temidos por los habitantes de los alrededores. Sir Arthur Conan Doyle los llamó El mundo perdido en una novela de aventuras que publicó en 1912. En ella, un profesor algo chiflado y fantasioso asegura haber tenido noticias de un explorador que pudo acceder a un tepui en el que encontró dinosaurios y otros animales prehistóricos, congelados en el tiempo y ajenos a la evolución general de las especies. Contra la opinión de los científicos, que acogen su idea con incredulidad, organiza una expedición a Roraima y sufre toda clase de calamidades en su lucha contra los monstruos ancestrales, que conviven con razas de animales en un estado intermedio de desarrollo entre el mono y el hombre.

 

La naturaleza exuberante de esta región singular atrajo, con razón, la atención de literatos y naturalistas. William Henry Hudson (1821-1922) fue ambas cosas. Nacido en Buenos Aires de padres norteamericanos de origen inglés e irlandés, vivió entre Boston y su país natal antes de afincarse definitivamente en Londres en 1870. Allí fundó la Sociedad británica de protección de las aves, y algo parecido hizo más tarde en Buenos aires. Dotado de una temprana vocación de escritor y de viajero, publicó muchas novelas en las que la naturaleza es protagonista absoluta. Obsesionado por su “virginidad”, la describe con un estilo colorista y brillante, tratando de transmitir el espíritu, los rumores y el aroma de lo natural, de los árboles y de los pájaros que tanto amó. En su novela más conocida, Mansiones Verdes, publicada en 1904, un fugitivo venezolano se adentra en la selva tropical, en un lugar temido por los nativos que lo creen maldito por misteriosas historias llenas de superstición. Queda cautivado por los sonidos de una voz que parece femenina pero que también suena como el canto de un ave, que lo atrae y le hace deambular por el bosque. Acaba encontrando a la persona que emite esos maravillosos sonidos: es Rima, una joven blanca de la que, naturalmente, se enamora. Ella vive refugiada en el bosque y ha crecido en plena naturaleza al cuidado de un anciano que ha tenido que huir de las represalias de los nativos de un poblado que había atacado y a quienes había robado el oro que atesoraban. El resto de la aventura es una trama de venganzas y persecuciones con un final extrañamente trágico, simbólico de la imposible relación de los nativos con los intrusos europeos. La joven Rima es un ejemplo más de la idea del buen salvaje, criado en la inocencia junto a los animales, un buen salvaje como Tarzán y el Mowgli de Kipling.*

Audrey Hepburn

 

Abel, el protagonista de la historia, revela de entrada una opinión que en el conjunto de la trama pasa algo desapercibida. Nada más encontrarse supuestamente con Hudson en Georgetown (Guayana) en 1889, le relata las circunstancias de su huida de Venezuela a raíz del fracaso de una de las muchas revoluciones de aquellos largos años del gobierno del dictador Guzmán Blanco, en la que había participado como joven patricio deseoso de implantar la civilización en su país frente a la endémica “barbarie” del pueblo. Sus palabras despectivas sobre la sociedad venezolana son significativas, pues parecen ser más los sentimientos del autor anglosajón que los de un patriota venezolano. Y se comprende: el imperio británico estaba inmerso en aquel final del siglo XIX en un engorroso pleito con Venezuela por un amplio territorio selvático en el que se había encontrado oro abundante en 1879. Los británicos pretendían extender el territorio de su colonia guayanesa hacia el oeste, argumentando la línea trazada en los mapas hechos en 1841 por un explorador y geógrafo británico de origen alemán llamado Robert H. Schomburgk. Dado que la delimitación de Venezuela no estaba claramente definida, fueron marcando en sucesivos mapas una frontera cada vez más invasiva, hasta el punto de que uno de ellos les atribuía el control de la desembocadura del gran río Orinoco. Venezuela pretendía que su frontera oriental se encontraba en el cauce del río Esequibo, ya que este era supuestamente el límite de la Capitanía General de Venezuela en el momento de la independencia en 1810. Aunque los territorios en disputa estaban básicamente deshabitados, los venezolanos los reclamaron como suyos de acuerdo con el principio uti possidetis iuris, originario del derecho romano, según el cual se reconoce la propiedad plena a quien ha tenido la posesión legal de un territorio. Esta solución funcionó con pocos conflictos, utilizando las líneas de demarcación de las distintas divisiones administrativas, para definir las fronteras entre los países que habían pertenecido a España. Y la misma técnica sirvió para la descolonización de África en el siglo XX.  

 

El pleito duró todo el siglo y no se ha resuelto aún, de modo que no sabemos exactamente en qué país tiene lugar la acción de la novela de Hudson. En pleno período expansionista de los Estados Unidos, su gobierno decidió tomar cartas en el asunto, alegando que según la doctrina Monroe ningún pleito entre europeos y americanos podía serle ajeno. Se resolvió, por tanto, celebrar un arbitraje que en 1899 concedió a los británicos una parte sustancial del territorio que reclamaban como propio, precisamente la parte donde se encontraban las más ricas minas de oro, aunque la desembocadura del Orinoco quedó bajo control de Venezuela. Curiosamente, los venezolanos no participaron directamente en el arbitraje: los dos puestos que les correspondían según el tratado de Washington que reguló el arbitraje fueron ocupados por abogados estadounidenses. Los venezolanos no han reconocido nunca el laudo de 1899 y siguen reclamando la región que llaman la Guayana Esequiba como propia.

Este tipo de pleito tan típico de las transiciones entre colonia e independencia no es de extrañar en la zona de las Guayanas, donde hacían frontera países sucesores de cuatro imperios enfrentados. Toda la región vivió tres siglos sumida en guerras que reproducían las pugnas por el dominio de las rutas atlánticas entre los europeos. La costa de Guayana (tierra de muchas aguas en la lengua de los nativos) fue avistada por primera vez por Colón en 1498 sin que su expedición ni otras posteriores tuvieran mayor interés en colonizarla. Fueron los aventureros holandeses los primeros que, atraídos por las leyendas de El Dorado se instalaron en 1851 unos kilómetros río arriba en la cuenca del Esequibo, en pugna con los españoles que pretendían el dominio de toda la América al oeste de la línea marcada por el tratado de Tordesillas.

  La selva del Amazonas

 

Como era usual, la empresa colonizadora fue gestionada por compañías semiestatales, especialmente, a partir de 1621, la Compañía Holandesa de las Indias Occidentales, que organizó la cuantiosa importación de esclavos africanos. Los franceses intentaron repetidamente establecerse en Cayenne y todos pugnaron con los británicos por las diferentes colonias que se fueron asentando en la zona, dedicadas a la plantación del azúcar y a la extracción de bauxita, oro y otros metales. En el tratado de Breda los holandeses se consolidaron en 1667 en las colonias del río Surinam a cambio de ceder a los británicos la isla de Manhattan. Pero al final fueron los ingleses quienes acabaron dominando la zona como potencia dominante. Al término de las guerras napoleónicas, un tratado hecho en Londres en 1814 dejó repartidas las Guayanas entre las tres potencias: la francesa en torno a Cayenne, la holandesa en Surinam y la Guayana británica, que se convirtió oficialmente en Colonia de la Corona en 1831 y alcanzó la independencia en 1966. 

 

En el conjunto de las colonias europeas en las Guayanas, la abolición de la trata de esclavos ocasionó una gran transformación social. En su gran mayoría los esclavos africanos se negaron a seguir sirviendo en las haciendas de los europeos y se concentraron en las regiones costeras. Mucho de ellos huyeron de las haciendas hacia el interior como cimarrones, donde reprodujeron su modo de vida africano. La mayor parte se concentraron en Surinam (los llamados bush negroes), pues en la que luego se convirtió en Guyana británica, en las zonas de Berbice y el río Demerara, un gobernador poderoso, logró durante su mandato entre 1744 y 1772 reprimir la huida de esclavos aliándose con los indios nativos. De nombre Laurens Storm van’s Gravesande, fue un administrador eficiente que atrajo a numerosos inmigrantes británicos desde las Antillas, Barbados en particular, precisamente los que al descubrirse las riquezas minerales de la región iniciaron la expansión hacia el oeste del río Esequibo.

 

De la vida real en la Guayana británica en los tiempos en que los asiáticos se hicieron cargo del trabajo agrícola tenemos un extraordinario testimonio en la obra de Edgar Mittelholzer. Este guayanés nació en 1909 en la Nueva Amsterdam que se encuentra en la desembocadura del río Berbice (y que no hay que confundir con la ciudad de Manhattan), no lejos de la actual capital, Georgetown. Vivió también, como Hudson, una vida errante entre su natal Guayana y Londres, donde en 1941 se publicó su primera novela, Corentyne Thunder, después de haberlo intentado muchas veces sin conseguir un editor. Era de temperamento borrascoso, nacido de padres blancos de origen remotamente holandés y alemán pero con una mezcla fortuita de sangre africana. Rechazó un puesto burocrático que le consiguió su padre porque le obligaba a saludar al gobernador blanco. Tuvo también que soportar la hostilidad de su familia por ese aporte inesperado de sangre africana y por el empeño del joven de dedicarse a la literatura para dar testimonio del conflicto racial que divide sin remisión a la sociedad de Guyana como divide a las de las demás ex-colonias europeas en el norte de la América del sur, incluida Trinidad y Tobago.

 

Mittelholzer, al igual que Hudson, estaba fascinado por la naturaleza y utilizó como artificio literario la conexión entre los fenómenos extremos del clima con las emociones humanas. La alusión al trueno en el título de su novela principal anticipa las escenas de lluvias torrenciales y los amaneceres en la costa corentyna. La novela relata la vida entrelazada de varios personajes característicos del campo guayanés, en especial Ramgolall, un anciano que llegó a Guyana con la primera ola de emigrantes procedentes de la India. Se aferra a sus posesiones míseras y a sus tradiciones asiáticas, pues ha llegado unido a sus costumbres y no ha sido capaz de adaptarse a la nueva vida, que va evolucionando hacia la creolización, el éxodo a la ciudad y la absorción de una nueva cultura que va aparejada al cambio generacional. El propio Mittelholzer había adquirido una rica cultura europea y estaba orgulloso de sus lejanos orígenes germánicos. Utilizó las referencias culturales en su novela para rechazar la representación que los británicos quisieron proyectar de su colonia guayanesa, similar a la que hicieron de sus demás colonias en África, América y Asia. Esa visión parte, según él, de la idea de que una tierra como la del continente americano ha estado perturbada por fenómenos de la naturaleza como los que dieron nacimiento a los tepuis: los grandes terremotos, las erupciones volcánicas masivas, los diluvios que arrasan las tierras y la vida humana y animal. Todo ello habría borrado la memoria de los pobladores que lo han sufrido, convirtiéndolas en seres vírginales: en auténticos salvajes, buenos salvajes sí, pero incapaces de absorber una civilización que sólo pueden aportarles los europeos. Corentyne Thunder está lleno de referencias literarias. El Avaro de Molière inspira la figura del anciano Ramgolall e incluso la estructura de la obra tiene un marcado acento culturalista, pues está calcada de la sucesión de movimientos de la sexta sinfonía de Beethoven, Pastoral: despertar de alegres sentimientos al llegar a la campiña; escena al borde del arroyo; reunión gozosa de los campesinos; tormenta de truenos; cantos de alegría y agradecimiento después de la tormenta.

 

* Una versión cinematográfica dirigida en 1959 por Mel Ferrer contó con Audrey Hepburn en el papel de la mujer-ave y con la música sugerente del compositor brasileño Heitor Villalobos.

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(HUDSON, W.H.: Green Mansions. En Green Mansions and other Novels and Tales; Ed Kindle.–MITTELHOLZER, Edgar: Corentyne Thunder; Heineman, Londres 1970.–Id: My Bones and My Flute; Longman Caribbean writers. Londres 1986.–GREWE, Wilhelm: The Epochs of International Law; De Gruyter. Nueva York, 2000.–THE ENCYCLOPAEDIA BRITANNICA; ed. de 1989: The Guianas