Florencia, 1304
Según el diccionario, dantesca es toda situación o escena “que causa espanto o impresiona y causa horror”. También es todo lo relativo al poeta Dante Alighieri (1265-1321) el florentino más ilustre y uno de los más grandes poetas de todos los tiempos. J. L. Borges dedicó nueve cortos ensayos a «La divina comedia», su obra principal. Son divagaciones interpretativas sobre algunos aspectos de la obra, dantescos en el segundo sentido de la palabra. Pero es casi seguro que el maestro argentino quiso que el adjetivo sugiriera a la vez el carácter dantesco del propio Dante y sobre todo de tantas cosas dantescas que aparecen en el Comedia y en la propia vida de su autor: “para mitigar el horror de una época adversa, el poeta buscó refugio en la gran memoria romana”.
Tiempos turbulentos fueron, verdaderamente, los que le tocaron en suerte a Dante. Florencia, su amada ciudad natal, había empezado a crecer en población y en riqueza ya desde el comienzo del segundo milenio y se convirtió en una de las ciudades prósperas que tomaron el relevo del imperio romano colapsado muchos siglos antes. Tuvo que ampliar sus murallas en 1173 y 1284 para acoger a comerciantes y artesanos, a los grandes propietarios feudales, a las congregaciones monásticas de agustinos, dominicos y franciscanos. Todos ellos envueltos en pugnas apasionadas por marcar sus territorios y repartir la riqueza y el poder que hizo del florín de oro la moneda principal del comercio en la Europa medieval. Los banqueros florentinos, a pesar de estar su ciudad fuera de los territorios papales y sometida al vasallaje del Sacro Imperio romano-germánico, se convirtieron en la principal fuente de financiación para la Santa Sede y por tanto en una ciudad mayoritariamente güelfa. Pero incluso dentro del partido güelfo había dos facciones fieramente enfrentadas, el partido Negro, más cercano al papado, y los Blancos. A estos últimos pertenecía Dante, vástago de una familia de la nobleza en decadencia, a pesar de que su pensamiento, como se verá, era claramente gibelino, partidario del imperio. El poeta, ya consagrado, participó en las batallas de su ciudad contra Arezzo y Pisa, ciudades gibelinas de la Toscana. Se significó en política al menos desde 1295, cuando tenía treinta años. Como miembro del Consejo de los Cien se mostró contrario a que Florencia prestara una ayuda militar que solicitaba el papa Bonifacio VIII en favor del pretendiente francés al reino de Sicilia, Charles d’Anjou. Así incurrió en las iras del pontífice y fue condenado a muerte acusado de corrupción. Tuvo que exiliarse y pasó los veinte últimos años vagando de un lugar a otro mientras escribía, entre otras, su obra maestra.
Al poeta le tocó sufrir en primera persona el segundo de los grandes encontronazos que presenció la Edad Media entre el poder civil y el eclesiástico. El primero es bien conocido como el conflicto de las investiduras. El imperio carolingio había querido implantar la sucesión, o al menos la “imitación” del imperio romano. Carlomagno fue coronado por el Papa en el año 800 y quiso asumir la tutela de la Iglesia, resucitando el cesaro-papismo de los emperadores bizantinos. Sus hijos dividieron el imperio, pugnaron por la sucesión y tuvieron que sufrir las invasiones de las tribus nórdicas y de los húngaros. El resultado fué una re-feudalización del poder, que incluía la creación de iglesias dotadas localmente y sometidas al poder de los reyes y los barones. Asignándoles tierras y dinero conseguían así tener una “iglesia propia”, sujeta al tráfico de compraventas y herencias. En torno al año 840 el obispo Agobardo se quejaba amargamente de estos negocios germánicos: “no hay nadie que aspire a un cierto honor temporal que no tenga entre sus servidores a un sacerdote, no para obedecerle y seguir sus consejos, sino para exigir de él obediencia… en los servicios divinos y humanos, de modo que puede verse a muchos (clérigos) sirviendo a las mesas, mezclando los vinos…administrando las tierras de sus señores e incluso recaudando los impuestos y los réditos de préstamos”.
Frente a estas prácticas se levantó con el tiempo una Iglesia que también había crecido y estaba tomando el poder en gran parte de Italia gracias a las donaciones, reales o ficticias, que había recibido del emperador Constantino, de Pipino el Breve y del propio Carlomangno. Gregorio VII (papa desde el 1073 al 1085) tomó sobre sus hombros la tarea de hacer frente al Sacro Imperio, encarnado en ese momento por Enrique IV. El papa de la “reforma gregoriana” se consideraba el sucesor de san Pedro y quiso someter toda la iglesia al control del obispo de Roma. Prohibió la simonía y las investiduras imperiales, convencido de la superioridad del poder religioso sobre el temporal. A la prohibición de las investiduras respondió el emperador con un decreto que destituyó sin más al propio papa. Este convocó un sínodo en Roma en el que excomulgó al emperador (1075) y la reconciliación sólo tuvo lugar en 1077 en la dramática confesión de Canossa, que humilló al emperador. Mientras tanto el papa consolidó su concepción de la supremacía del poder pontificio sobre el temporal, apartándose de la tradicional separación de las dos “espadas”, temporal y espiritual, que tradicionalmente habían sido consideradas autónomas en su respectivo ámbito, de acuerdo con la formulación del papa Gelasio I en el siglo V. Gregorio volvió, para justificar su radical reforma, a una idea cara a los padres de la iglesia primitiva, según la cual el poder político tiene su origen en el pecado de Adán, que perturbó los planes del creador: es un mero remedio para el desorden que aquel pecado introdujo en la vida social, por lo que está necesitado de la tutela eclesiástica. Un siglo más tarde, otro papa poderoso, Inocencio III, reafirmó la autoridad de la Iglesia para elegir al papa y a los obispos. Apoyado en las doctrinas jurídicas que formularon los romanistas y canonistas de Bolonia, Inocencio declaró que el papa como “vicario de Cristo” tenía el derecho exclusivo de conferir al emperador su dignidad, a través de la coronación papal.
Este fue el caldo de cultivo en que surgió una nueva confrontación entre iglesia e imperio, la que le tocó vivir a Dante. Esta vez, la pugna nos acercaba a los tiempos modernos pues enfrentaba al papa no con el emperador sino con el rey de Francia Felipe el Hermoso. Este se apoyaba en las teorías de los legistas, que en base al el derecho romano defendían la autonomía completa del Estado respecto de la Iglesia y también respecto del imperio o monarquía universal. Pugnaba por un poder real nacional, no menos que una iglesia nacional francesa bajo la etiqueta del “galicanismo”. En un momento dado, el rey acusó al obispo de Pamiers, Bernard Saisset de alta traición y lo destituyó sin contar con la anuencia del papa. Bonifacio VIII respondió en 1302 promulgando la bula Unam Sanctam, en la que reclamaba decididamente la jurisdicción tanto en lo temporal como en lo espiritual y además la “propiedad”, la soberanía territorial independiente de sus estados en Italia. Esta bula fue la expresión máxima de la teocracia pontifical y todo pudo acabar muy mal si no hubiera muerto el papa en 1303 a consecuencia de un atentado urdido probablemente por los franceses. Le impidió lanzar como tenía previsto la excomulgación del rey, quien, a su vez había convocado un concilio en Lyon para destituir al papa, acusándole de haber conseguido su elección de manera fraudulenta.
A este monismo pontificio se oponían algunas voces muy influyentes como la de Marsilio de Padua y Guillermo de Occam que, tanto para el rey de Francia como para el Emperador del Sacro Imperio, reclamaban la exclusividad de la autoridad temporal sin interferencia del papado. Dante ocupó en esta polémica una posición intermedia, cercana al dualismo tradicional del papa Gelasio, defendiendo la existencia de dos poderes autónomos en su propia esfera pero con predominio del emperador. Se opuso fieramente a la bula de Bonifacio y combatió en Florencia contra el partido de los güelfos llamados Negros. En su exilio se tomó el trabajo de explicitar, en un corto tratado escrito en latín, su argumento favorable a la monarquía universal. Todo parece indicar que esta obra, fuertemente influenciada por el escolasticismo y su modo de argumentar por medio de los silogismos aprendidos en Aristóteles, estuvo motivada por una circunstancia concreta: la elección de Enrique VII como emperador en 1308, un príncipe de la casa de Luxemburgo. De él, con quien Dante se encontró en Milán, esperaba el poeta la liberación de su ciudad y de toda la Toscana de la influencia del papado. El papa Clemente V, el primero que trasladó su residencia a Avignon, retrasó la coronación imperial en Roma hasta 1312. Las rencillas locales impidieron que la ceremonia se hiciera en San Pedro y Enrique tuvo que contentarse con san Juan de Letrán. Intentó tomar Florencia sin éxito, enfrentado al rey de Francia y a la facción güelfa en Roma hasta que su prematura muerte supuso la derrota del partido gibelino.
La finalidad del tratado dantesco titulado De Monarchia era similar a la de otros escritos en que se defendía al imperio desde los tiempos de la pugna entre Gregorio VII y el emperador Enrique IV: probar que el poder del emperador tenía su fuente directamente en Dios y era independiente de la iglesia, a pesar de aceptar el poder espiritual del papa en su propio ámbito. Los dos poderes provienen de Dios pero el emperador tiene potestad exclusiva en lo terrenal, aunque debe actuar según los preceptos de la moral y de la religión. El tratado se divide en tres libros y se desarrolla como una masiva demostración. Empieza por una justificación filosófica: la aspiración humana a la paz universal sólo puede alcanzarse por medio de una única ley y esta solo puede dictarla un emperador universal, desprovisto de la avaricia y parcialidad que es propia a todos los poderes menores, los reyes y los barones feudales. El libro segundo trata de demostrar que Dios confirió la misión imperial a Roma y su imperio, señalando los diferentes “milagros” que explican su éxito para hacerse dueña de todo el mundo, siempre por el bien de los pueblos sometidos, por supuesto. El virtuosismo argumental de Dante, bastante artificioso, le lleva a afirmar que la pasión y muerte de Jesús se inscribe en esta lógica de intervención providencial a favor del Imperio. Tuvo que ser decretada por una autoridad legítima, y la de Pilatos y Augusto tenían que serlo, pues de lo contrario aquella no habría sido verdaderamente castigo por los pecados de los hombres ni redimido a la raza humana. En fin, el libro tercero, tras refutar a los partidarios del poder papal, afirma que si el Sacro Imperio es heredero del Imperio romano, el poder del emperador viene directamente de Dios y no depel basado en la supuesta donación de Constantino, pues este emperador no era propietario del imperio y por tanto no podía transmitirlo, y, por su parte, la iglesia tampoco tenía derecho a recibirlo pues, según las escrituras, “su reino no es de este mundo”.
Esta argumentación dantesca tan arriesgada y a veces inconsistente pertenece claramente al pasado: es puramente medieval, al estar basada en la moral y la religión cristiana, sin mezcla de apoyos en el derecho laico. Sin embargo, Dante se situó en la bisagra entre el mundo antiguo y el moderno al favorecer las tesis que no mucho más tarde servirían de cimiento al poder de los reyes del Renacimiento, a sus estados nacionales soberanos e independientes de imperio y papado. Por ello la obra fué solemnemente quemada ya en 1329 por el cardenal Bertrand de Pouget y más tarde incluida en el Índice de libros prohibidos, en la que estuvo desde 1500 hasta que la rescató el papa León XIII en 1881. Dante rezuma herejía, según sus críticos ultra-ortodoxos, y no tanto en De Monarchia como en su obra cumbre, La divina comedia, donde tanto Beatrice como él mismo aparecen como endiosados, cubiertos por citas sospechosas de las sagradas escrituras. La Comedia es una gran síntesis o concepción filosófica de la historia del ser humano. Su gran atractivo y belleza, a ratos muy dantesca y terrorífica, debe mucho no obstante a su carácter narrativo y su proximidad de las personas contemporáneas de Dante y a los lugares en que se desarrolló su agitada vida: Florencia y las ciudades vecinas. Los protagonistas de la gran pugna entre iglesia y estado aparecen con frecuencia, aunque sin nombrarlos. El odiado Bonifacio VIII, sufre el fuego en sus pies y es interpelado en el Canto XIX del Infierno: “¿Tan pronto te has saciado de aquella riqueza por la cual no temiste tomar con engaño a la bella esposa (la iglesia) y escarnecerla después?” Y a los papas de Avignon los despacha el poeta con amarga ironía: “En traje de pastores se ven lobos rapaces desde aquí arriba por todos los prados…De nuestra sangre se preparan a beber los de Cahors (el papa Juan XXII) y los de Gascuña (Clemente V).
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(DANTE: Obras completas; Biblioteca de autores cristianos, Madrid 1994.–BOEGES, Jorge Luis: Nueve ensayos dantescos; Selecciones Austral, Espasa Calpe, Madrid 1984.–MARIETTI, Marina: Dante; Que sais-je? P.U.F., París, 1995.–BARCALA MUÑOZ, Andrés: La edad media, en Historia de la teoría política, Alianza editorial, Madrid 1990.–CACCIARI, Massimo: Dante y la Divina Comedia; Confluencias, Ed., Antequera 2017)