Estambul, 1876.
Pocos recordarían al escritor Pierre Loti (Julien Viaud, 1850-1923) si no fuera por el conocido café de Estambul que lleva su nombre. Muchas tardes nos hemos sentado en su terraza a tomar un té turco contemplando cómo el sol poniente va extendiendo su tinta dorada sobre las aguas del que los forasteros llamamos, por esa razón, “Cuerno de Oro” y los turcos simplemente el Golfo. Este Halic sobre el que domina el Café Pierre Loti es una especie de ría que parte en dos a la ciudad separando el sector donde en tiempos no tan lejanos habitaban los europeos, llamado Pera o Gálata (el barrio de los galos) y el viejo Estambul, la ciudad en punta que fué tantas cosas en la historia: griega, romana, bizantina y, por fin, turca y musulmana. Una de esas ciudades que vibran con el ruido de la historia.
Desde lo alto de la colina cercana a la mezquita de Eyüb, nuestro protagonista se sentaba también, según dicen, con la vista puesta en los minaretes y las torres que coronan ambas orillas del Cuerno, que se adivinan en la lejanía. Viaud era un marino francés que en sus ratos libres se entretenía en escribir diarios, cartas y alguna que otra novela, en los que desgranaba sus reflexiones sobre los lugares que iba visitando durante sus viajes al servicio de la Armada de Francia. Le llevaron a muchos lugares exóticos, de América al Senegal y a Tahiti, de Turquía al Japón. En cada uno de los puertos donde hacía escala buscaba y solía encontrar un amor de circunstancias, un “amorino” que dirían los italianos, para entretener sus ocios. Los contaba detalladamente en sus relatos, junto con impresiones coloristas de paisajes, costumbres locales, intrigas con los naturales. El tono y el estilo era típicamente modernista, deliberadamente exótico y decadente, muy alejado del realismo, del naturalismo o del simbolismo de los escritores franceses importantes del momento, Flaubert, Zola o Mallarmé. Loti reunió muchos objetos, recuerdos de sus aventuras, en su abigarrada casa de Rochefort, que a Mauricio Wiesenthal le hace pensar en la de “un Gaudí protestante”.
Cuando en 1876 recaló en Constantinopla, como los europeos llamaban a Estambul, Viaud, que ya había adoptado el sobrenombre “Loti” a su paso por los Mares del Sur, se enamoró de verdad y lo contó en una corta novela a la que dió como título el nombre de su amada: “Aziyadé”. Es una mezcla de fragmentos de diario, cartas escritas o recibidas, reflexiones sobre la actualidad política y cuadros de costumbres. Todo ello, ensamblado de un modo algo caótico e inverosímil, nos permite entrever, sin embargo, algo del alma de Estambul, la ciudad plural a la que Loti amó tanto como a Aziyadé, y que para él era una“ciudad única en el mundo”. Según cuenta en la novela, el protagonista, llamado también Loti, era un oficial de la Marina británica y llegaba a Constantinopla desde Salónica, en Grecia, donde se había enamorado de una bella circasiana de fe islámica, casada y recluida en un Harem. Al servicio del buque estacionario Deerhound, se instaló en el barrio de Pera y allí llevó una vida de europeo, alternando sus períodos de servicio en el patrullero con las diversiones de los teatros italianos, los bailes en las embajadas occidentales, las aventuras nocturnas…
Aziyadé acaba llegando a Estambul, siguiendo a su marido y su harem, pocos meses después y Lotí, para estar cerca de ella, se traslada al barrio islámico de Eyüb, en las afueras de la ciudad vieja, disfrazado de turco y con un nuevo nombre ficticio: Arif-Efendi. Allí continúan su amor secreto, entre idas y venidas del marino desde el buque a su escondite, hasta que el servicio reclama su partida de Constantinopla y Loti, desesperado, ha de abandonar a Aziyadé. Todo ello entremezclado con ambiguas aventuras del protagonista con sus servidores, primero un sefardita de Salónica, más tarde un turco de Estambul.
La historia tiene, como es de rigor, un final trágico. La abandonada muere, rechazada por haber transgredido las leyes del Harém. Loti, de vuelta a Estambul algún tiempo después, muere él también de pena al descubrir la tumba de Aziyadé en el cementerio de Eyüb.
Loti no es, desde luego, un novelista mayor. Sus personajes son planos y la acción de sus aventuras resulta más bien estática. Él mismo reconocía ser el único protagonista auténtico de sus relatos, junto con el país que describía en ellos. Pero en el peculiar desarrollo y final de Aziyadé se encuentra su mayor interés literario. El Loti que escribe es también el Loti que viaja y vive en Estambul, más tarde como el musulmán Arif. Pero la muerte del protagonista que nos cuenta el epílogo de la novela, escrito obviamente por un tercero, no es autobiográfica como sí parece que lo es el resto del relato, ya que el verdadero Loti-marino y escritor francés sobrevivió en sesenta y seis años al Loti-oficial inglés que murió de pena. El travestismo entre el Loti europeo y el Arif musulmán, con cambio de vestuario incluido, añade tal intriga al artificio literario que nada menos que Roland Barthes dedicó un ensayo a analizar la complejidad de este relato por lo demás menor. Barthes había elucubrado sobre el Japón con una actitud problemática (en “El imperio de los signos”, 1970). Estaba intrigado por saber cómo había podido resolver Loti el espinoso problema de describir una civilización diferente a la propia, de distinguir el Oriente supuestamente fabuloso y exótico, del Occidente supuestamente prosaico y materialista, tal como lo veían los románticos y los decadentes del fin de siècle. El Oriente simplemente como expresión de ¨lo otro”, de lo que nosotros no somos.
Más allá de esta historia de amor no hay más remedio que preguntarse: ¿qué hacía un oficial de la marina patrullando las aguas del Bósforo en un buque de guerra, ya fuera francés o inglés? En 1876, cuando Julien Viaud llegó a Estambul, Turquía seguía siendo el centro del mundo islámico, la sede del califato de todos los creyentes. También, el objeto del deseo de todas las grandes potencias, ávidas de repartirse los despojos del decadente Imperio Otomano. Éste, que, expandiéndose imparablemente desde el siglo XVI, había llegado a conquistar los Balcanes y Hungría y amenazado más de una vez las puertas de Viena, había empezado ya a perder terreno más de un siglo antes de los tiempos de Aziyadé. Los Balcanes empezaban a rebelarse y Grecia se había independizado ya en 1830. Rusia, aunque derrotada en la guerra de Crimea en 1856, volvía a amenazar al Imperio en su eterno intento de controlar los estrechos turcos para procurarse un acceso libre al Mediterráneo. La inestabilidad en el interior no era menor. Los sultanes (hubo nada menos que tres en 1876) no tenían más remedio que gastar para atender sus urgentes necesidades defensivas, pero tampoco se privaban del capricho de construirse fastuosos palacios para veranear a orillas del Bósforo. No es de extrañar que las potencias occidentales desplegaran sus flotas para controlar la compleja situación: para disuadir a los rusos, para obligar a los sultanes a reformar su régimen arcaico y, de paso, obligarles a pagar su enorme deuda con los banqueros occidentales. Turquía, endeudada y asediada, era el “hombre enfermo de Europa”. Europa, rica y envalentonada, estaba en plena expansión colonialista. Julien Viaud formaba parte de este mundo.
Nuestro autor era amante de las flores (Loti en tahitiano significa rosa). Las describía vaporosamente en sus diarios y relatos y les ofreció un último homenaje en su novela Madame Chrisantème (1887), muy exitosa en la época, hasta el punto de que Van Gogh se la recomendó elogiosamente a su hermano Theo en las famosas cartas. El crisantemo es la flor del Japón y la novela relata uno de los amores accidentales del marino Loti, esta vez con una japonesa de 18 años que le da ese nombre (Kiku-San en japonés). Esta vez no hay amor apasionado como parece que lo hubo en Estambul. Un simple contrato de matrimonio, válido por meses renovables, frecuente en el Imperio nipón de la época, unió a los novios y terminó a las pocas semanas: duró lo que la escala del buque de Loti en Nagasaki, un verano, nada personal. La pasión y la tragedia que aquí se echa en falta lo añadieron al texto de Loti los escritores que, inspirándose en él, proporcionaron al compositor Giacomo Puccini el libreto para su obra maestra del verismo musical, Madame Butterfly.
E. Volterra
LOTI, Pierre: Aziyadé, Ed. Amphora, Estambul 2009. — MANSEL, Phillip: Constantinople, Ed. John Murray, Londres 1995. — LORD KINROSS: The Ottoman Centuries, Ed. Perennial 1977. — Roland BARTHES: Le degré zéro de l’écriture, Ed du Seuil 1953 y 1972